La inefabilidad de Dios

La primera experiencia de la que quiero hablar es la experiencia de que todos los enunciados teológicos, aunque en forma muy diversa y en grado distinto, son análogos. Esto es en sí algo obvio para toda teología católica, es afirmado expresamente en algún lugar de cualquier teología, y ha llegado a ser más evidente aún, desde Erich Przywara, para un teólogo. Pero pienso que esta afirmación se olvida constantemente en los diversos enunciados teológicos, y que el estremecimiento por este olvido es la primera experiencia de la que voy a hablar.

Comenzaré de manera muy sencilla. Para una comprensión escolástica completamente primitiva del concepto de analogía, un concepto análogo está caracterizado por el hecho de que un enunciado acerca de una determinada realidad se formula legítima e inevitablemente por medio de ese concepto, pero que, en cierto sentido, ha de ser retirado siempre a la vez, porque la simple predicación de ese concepto acerca de la cosa pensada, por sí misma y sin una retirada simultánea, sin esa extraña e inquietante suspensión entre el «sí» y el «no», desconocería el objeto realmente pensado y sería al final errónea. Ahora bien, esa secreta e inquietante retirada, que pertenece necesariamente a la verdad de un enunciado análogo, no se formula con claridad en la mayoría de los casos, sino que se olvida. Aquí no es posible desarrollar una metafísica del conocimiento de los enunciados análogos, y además hay que precaverse de la opinión escolásticamente ingenua de que un concepto análogo fuese un cruce híbrido entre un concepto normalmente unívoco y un concepto equívoco, mientras que, para una verdadera comprensión de la analogía, ésta significa una estructura básica y fundamental del conocimiento humano.

A mí me interesa algo que pertenece a la esencia de la analogía y que con demasiada frecuencia se olvida o ni siquiera se tiene en cuenta en un caso concreto, y es la retirada de la predicación de un contenido conceptual al mismo tiempo que se predica ese contenido. El Concilio IV de Letrán dice expresamente que, partiendo del mundo, es decir, desde cualquier punto de partida concebible del conocimiento, no se puede afirmar sobre Dios ningún contenido de índole positiva, sin que se haga notar a la vez una radical inadecuación entre ese enunciado positivo y la realidad misma en que se piensa. Pero en el cultivo práctico de la teología, lo olvidamos incesantemente. Hablamos acerca de Dios, de su existencia, de su personalidad, de las tres Personas en Dios, de su libertad, de su voluntad que nos obliga, etc.; tenemos que hacerlo así, obviamente; no podemos callar acerca de Dios, porque eso sólo puede hacerse, sólo puede hacerse realmente, cuando se ha hablado primero. Pero, en este hablar, olvidamos en la mayoría de los casos que semejante predicación se puede formular tan sólo en forma legítima acerca de Dios, cuando constantemente la retiramos a la vez, cuando mantenemos la inquietante suspensión entre el «sí» y el «no» como el verdadero y único punto firme de nuestro conocimiento, y de esta manera dejamos siempre que nuestros enunciados caigan en la silenciosa inefabilidad de Dios. Aunque nuestros enunciados teóricos compartan una vez más, junto con nosotros mismos, el destino existencial de nuestra entrega amorosamente confiada a la disposición impenetrada de Dios, a su juicio de gracia, a su santa inefabilidad.

Pienso y espero que ningún teólogo impugnará seriamente lo que acaba de decirse. Pero, ¡cuántas veces esto es a la vez, para nosotros los teólogos, mayoritariamente tan sólo una proposición particular y formal, que ha de ser expresada también en algún lugar de nuestra teología! Esa evidencia teológica ¡qué poco es algo que, como una entelequia, impregne de manera verdaderamente radical e inexorable toda nuestra teología en todos sus enunciados! ¡Cuánto suenan nuestros enunciados desde las cátedras y los púlpitos y también desde los santos dicasterios de la Iglesia como si no se observara claramente que tales enunciados tiemblan por la modestia de las criaturas, que sabe cuál es la única manera en que se puede hablar realmente de Dios; que sabe que todo hablar no puede ser sino el último instante antes de aquel bienaventurado enmudecer, que llena incluso los cielos de la visión clara de Dios cara a cara!

Es cierto que siempre no se puede añadir expresamente, a cada proposición teológica, el que dicha proposición se entiende en sentido meramente análogo, y el que una desemejanza mayor es inherente a la semejanza enunciada expresamente. No obstante, habría que hacer notar con mayor claridad, precisamente en la teología, el hecho de que, en los distintos enunciados, no se ha olvidado una y otra vez lo que en alguna parte se afirma de manera general y abstracta acerca del carácter análogo de todos los conceptos teológicos.

Si se realizara de manera verdaderamente radical el principio teológico al que nos referimos con ese axioma teológico fundamental, tendría que quedar claro para el oyente de esos enunciados teológicos cuán enormes son las dimensiones de la realidad divina y de la realidad creada que no quedan llenas por el contenido de tales enunciados, sino que permanecen mudamente vacías. Decimos, por ejemplo, que con la muerte el hombre llega a la definitividad de su constitución moral, de su relación con Dios, llega ante el juicio de Dios. Todo eso es cierto, pero acerca de la realidad en que se piensa en una locución que es en parte formalmente muy abstracta y que se expresa hasta cierto punto en ideas conmovedoramente ingenuas, dice muy poco acerca de la concretez de lo que con ello se piensa.

Ciertamente no habrá que rellenar esos vacíos de nuestro saber y nuestra fe con las ingenuidades de un moderno espiritismo, por de pronto porque tales llenados son, en último término, sumamente carentes de interés. Pero habría que saber precisamente que, con tales enunciados, se conoce también y al mismo tiempo se hace olvidar el hecho de que, en muchísimos aspectos, tales enunciados abren para nosotros espacios vacíos y, a la vez, los encubren, aunque están llenos y permanecen desconocidos para nosotros.

¿Qué significa, por ejemplo, en la realidad misma, el que el Hijo del hombre ha de volver sobre las nubes del cielo; el que en las especies de la Eucaristía él se nos da verdaderamente con carne y sangre; el que el Papa es infalible en sus decisiones ex cathedra; el que existe un infierno eterno; y el que, en general, con la propia y exigua creaturidad se pueda tener que ver algo en serio con la realidad ilimitada e inefable de Dios mismo, sobrepasando así todas las distancias infinitas?

En la teología uno dice muchas cosas y luego cesa y piensa, en contra de sus propias convicciones fundamentales, que entonces se ha llegado realmente al fin y puede cesar; que los pocos enunciados que uno ha formulado serían los enunciados que saciaran toda la sed metafísica y existencial-mente radical, y que no son (como sucede en realidad) la exhortación a darse cuenta de que, con todos esos enunciados, se llega tan sólo supremamente a una aporía sin respuestas, la cual, según Pablo (2 Cor 4,8), constituye la existencia del hombre. Me gustaría, pero no me es posible, hablar aquí más extensamente sobre la inefabilidad de Dios y, con ello, sobre el verdadero tema de la teología; pero lo único que quiero es atestiguar la experiencia de que el teólogo lo es de veras, cuando no piensa tranquilamente que habla con claridad y transparencia, sino que experimenta estremecido el umbral de la analogía que existe entre el «sí» y el «no» al situarse sobre el abismo de la inefabilidad de Dios y, al mismo tiempo, la experimenta y testifica lleno de felicidad. Me gustaría tan sólo confesar que, como pobre teólogo individual, pienso demasiado poco en este carácter análogo de todos mis enunciados. Nos detenemos demasiado en la locución sobre el tema y olvidamos en toda esa locución el asunto que es, en el fondo, el tema de la disertación misma.