La teología y las demás ciencias

Mencionaré una cuarta y última experiencia, aunque ésta ya quizás se encierre en las experiencias mencionadas hasta ahora, y no sea ciertamente la más importante para la teología como tal. Me refiero a la incongruencia de la teología con las demás ciencias.

Ahora no me refiero con ello a una cuestión sutil acerca de una epistemología teológica o de la teoría general de la ciencia. Pienso en el mero hecho de que de entre lo que está presente en todas las ciencias, pero también en todas las demás manifestaciones de la poesía, la música, las artes plásticas e incluso de la historia de la humanidad y de experiencia y conocimiento del ser humano, sólo he experimentado y conozco en realidad una parte terriblemente pequeña, a pesar de que, como teólogo, debiera conocerlo todo. Si yo, como teólogo, no pregunto propiamente acerca de Dios por medio de un concepto abstracto, sino que quiero llegar hasta Él mismo, no debería carecer de interés para mí nada de aquello por medio de lo cual Dios se ha revelado como el Creador del mundo, como el Señor de la historia. Es verdad que, con espíritu totalmente piadoso, puede uno afirmar que todo lo que es importante para mi salvación se halla contenido en la Sagrada Escritura, y que no necesito saber nada más a parte de ello. Ahora bien, si he de amar a Dios por sí mismo, y no sólo como a quien es la salvación para mí, y quiero encontrarle a Él sin más, entonces no podré limitar, ni mucho menos, mi interés sólo a la Escritura; para mí será interesante todo aquello a través de lo cual Dios hizo que se le percibiera en el mundo, y que, por cierto, es también interesante precisamente para el teólogo como tal, quien con el intelecto ha de emprender la tarea de destruir un equivocado egoísmo acerca de la salvación.

Pero de todo lo que me gustaría saber acerca de ello, no sé casi nada; todas las experiencias humanas en todas las ciencias, las artes y los acontecimientos históricos hablan para el teólogo acerca de Dios, y el propio teólogo apenas sabe nada de esas experiencias. Por eso su teología, a pesar de todo el compromiso existencial, al cual tanto se suele recurrir, es una teología tan abstracta, tan inerte, tan alejada de todo lo que muestra lo que son el mundo y el hombre. Es verdad que el teólogo, en última instancia, ha de decir una sola cosa. Pero esa única palabra tendría que estar henchida con la esencia secreta de toda la realidad. Ahora bien, cada vez que abro un libro de alguna de las ciencias modernas, entonces, precisamente como teólogo, siento un pánico no demasiado agradable. No conozco la inmensa mayoría de las cosas allí escritas. Y en la mayor parte de los casos no estoy ni siquiera en condiciones de entender de manera un tanto precisa lo que allí se puede leer. Y, así, me siento desautorizado como teólogo. La pálida abstracción y el vacío de mis conceptos teológicos acuden de manera estremecedora a la conciencia.

Digo: «el mundo fue creado por Dios». Pero lo que es el mundo, de eso no sé casi nada y, por este motivo, el concepto de la creación queda también extrañamente vacío. Digo como teólogo: «Jesús, también como Hombre, es el Señor de la creación entera». Y después leo que el cosmos se extiende a miles de millones de años luz, y me pregunto entonces horrorizado qué es lo que significa propiamente la frase que se acaba de pronunciar. Pablo sabía aún en qué esfera del cosmos quería situar a los ángeles. No lo sé. Yo me pregunto horrorizado si el reino eterno de Dios estará lleno, aproximadamente en su mitad, con almas que nunca han llegado a una historia personal de la vida, porque, según la doctrina eclesiástica normal, el alma personal-espiritual e inmortal se da ya en la primera fecundación del óvulo por el espermatozoide, y no es imaginable en otro lugar, así como también los innumerables abortos naturales serían incompatibles con una historia tan inicial de la libertad personal. Me pregunto cómo habría que concebir exactamente a la humanidad de los orígenes, hace dos millones de años, en su condición de ser los primeros sujetos de una historia de la salvación y de una historia de la revelación, y no sé dar una respuesta clara. Dejo que la antropología profana me enseñe que la distinción entre cuerpo y alma ha de hacerse de un modo más prudente y que ésta sigue siendo problemática y, por este motivo, no soy capaz de interpretar de una forma tan dual como suena al principio la doctrina de la Human generis de que el cuerpo humano procede del reino animal, pero que el alma fue creada por Dios. Me pregunto, porque esto podría tener un significado real, si un Papa dejaría de ser Papa, si una enfermedad le incapacitara intelectualmente.

Así podría seguir largo y tendido con problemas que las ciencias modernas plantean a la teología, sin que ésta haya encontrado hasta ahora respuestas demasiado claras. ¿Qué pasa con la estabilidad de la naturaleza humana, que se presupone en la doctrina acerca de las leyes morales naturales, si la esencia humana, con su masa genética hereditaria, que ya se ha formado y que es mudable, se sitúa dentro de la historia de la evolución? ¿No le estremece a uno a veces el sonido de la predicación moral de la Iglesia por su terminante claridad y su inmutabilidad, que en la esencia humana misma no es, ni mucho menos, tan fácil de encontrar?

El teólogo, en esta situación, ha de ser prudente y modesto. Claro está que, a pesar de todo, ha de tener el valor de dirigir su mensaje y de mantener firmemente su convicción.

El teólogo puede consolarse quizás un poco con la observación de que los mismos científicos no han llegado a una síntesis clara entre lo que como científicos postulan metodológicamente en su trabajo, y lo que, más allá del monismo de las ciencias naturales, experimentan secretamente como libertad, responsabilidad y pregunta sobre todo lo particular. Cuando el teólogo tiene esas amargas experiencias de su no-saber, si las aceptara con valor y espontaneidad, podría servir de ejemplo y de impulso a los demás científicos a fin de que ellos cultivaran sus ciencias desde la misma actitud de modestia y autolimitación, de tal manera que las tensiones entre las ciencias no sólo se eliminaran, sino que además, al quedar confesadas, llegaran incluso a agudizarse; pero que el inevitable conflicto de las ciencias entre sí y con la teología se vea envuelto por aquella paz que puede reinar entre todos aquellos que, cada uno a su manera, presienten y experimentan el misterio al que denominamos Dios.

De este modo, se podría seguir hablando sobre muchísimas experiencias. A las que nos hemos referido no son, ciertamente, las más importantes. Podría hablar de mis experiencias con mis colegas en las universidades de Innsbruck, Múnich y Múnster. Podría contar mis experiencias de los sesenta y dos años que llevo como jesuita en mi orden religiosa. Podría desenterrar recuerdos amables y menos agradables en cuanto a vivencias experimentadas en Roma. Y así sucesivamente. Y es que una vida es rica, aunque en la edad avanzada vaya desapareciendo detrás de la niebla del olvido.