La expectación de lo que viene

Sin embargo, aún quiero tratar de decir algo acerca de una experiencia. Se trata de una experiencia que se cruza transversalmente con todas aquellas a las que me he referido hasta ahora, y que, por tanto, no puede narrarse juntamente con ellas. Me refiero a la experiencia acerca de la expectación de «lo que viene».

Cuando nosotros, como cristianos, confesamos nuestra fe en la vida eterna que se nos va a conceder, esa expectación de lo que viene no resulta, al principio, nada especialmente extraño. En efecto, se habla habitualmente con un apasionamiento un tanto patético acerca de la esperanza de la vida eterna. Me abstendré por completo de criticar algo así, cuando se piensa de buena fe. Pero a mí mismo me sobreviene una sensación extraña cuando oigo hablar de esta manera. A mí me parecería que los esquemas de ideas con los que se trata de interpretar lo que es la vida eterna se ajustan poco, en la mayoría de los casos, a aquella cesura radical que viene dada con la muerte. Se piensa en la vida eterna, a la que ya de manera extraña se designa extensamente como «el más allá» y como lo que hay «después» de la muerte, recurriendo demasiado engalanadamente a realidades que aquí nos resultan familiares, como la supervivencia, como el encuentro con aquellos que aquí estuvieron cerca de nosotros, como gozo y paz, como banquete festivo y júbilo. Y todo esto, y otras cosas semejantes, se representan como algo que no va a cesar nunca sino que ha de continuar.

Me temo que la radical incomprensibilidad de lo que se entiende realmente por vida eterna se minimiza, y que lo que nosotros llamamos visión inmediata de Dios en esa vida eterna se reduce a un gozoso disfrute junto a otros que llenan esta vida; la indecible enormidad de que la Divinidad absoluta descienda pura y simplemente a nuestra estrecha creaturidad no se percibe auténticamente. Me parece que es una atormentadora tarea, no dominada, del teólogo de hoy el descubrir un mejor modelo de representación de esa vida eterna, un modelo que excluya desde un principio esas mini-mizaciones a que nos referíamos. Pero ¿cómo? Cuando los ángeles de la muerte hayan eliminado de los espacios de nuestro espíritu toda la basura vana a la que llamamos nuestra historia (aunque permanezca, claro está, la verdadera esencia de la libertad realizada); cuando dejen de brillar y se apaguen todas las estrellas de nuestros ideales, con las que nosotros mismos, por nuestra propia arrogancia, hemos ido adornando el cielo de nuestra existencia; cuando la muerte cree un vacío enormemente silencioso, y nosotros, creyendo y esperando, hayamos aceptado tácitamente ese vacío como nuestra verdadera esencia; cuando nuestra vida vivida hasta aquel momento, por muy larga que sea, aparezca simplemente como una única explosión breve de nuestra libertad, que nos parecía extensa como contemplada a cámara lenta, una explosión en la cual la pregunta se convierta en respuesta, la posibilidad en realidad, el tiempo en eternidad, lo ofrecido en libertad realizada, y cuando entonces, en un enorme estremecimiento de un júbilo indecible se muestre que ese enorme vacío callado, al que sentimos como muerte, está henchido verdaderamente por el misterio originario al que denominamos Dios, por su luz pura y por su amor que lo toma todo y lo regala todo. Y cuando desde ese misterio sin forma se nos manifieste además el rostro de Jesús, del Bendito, y nos mire, y esa concretez sea la superación divina de toda nuestra verdadera aceptación de la inefabilidad del Dios que no tiene forma, entonces no querría describir propiamente de manera tan imprecisa lo que viene, pero lo que sí desearía es indicar balbuceando cómo uno puede esperar provisionalmente lo que viene, experimentando la puesta de sol de la muerte misma como el amanecer mismo de aquello que viene.

Ochenta años son un largo espacio de tiempo. Pero, para cada uno, el tiempo de vida que se le ha concedido es el breve instante en el que llega a ser lo que ha de ser.