CAP. X: Sobre la autoridad de la edición latina vulgata.

QUEDA una tercera cuestión, y la más importante. A saber, cuánta autoridad tiene la edición vulgata en latín. Y ciertamente, los herejes de nuestro tiempo, aunque no estén del todo de acuerdo entre sí sobre qué edición latina debería considerarse auténtica, están sorprendentemente de acuerdo en ir contra la Iglesia. Pues los luteranos quieren que solo la versión de Lutero sea tenida por auténtica, como se evidencia en un decreto de Leipzig, al que Melanchthon, Pomerano, Maior y muchos otros suscribieron. Sobre este decreto, consulta a Staphylus en el tercer tópico del predicamento de la Teología Luterana.

Por su parte, los zwinglianos, a quienes los anabaptistas y calvinistas apoyan, no quieren que haya ninguna versión auténtica, como se desprende del prefacio de la edición de Zúrich, donde enseñan que la Iglesia no debe estar atada a una sola versión. No obstante, tanto luteranos como zwinglianos coinciden en que la edición latina vulgata no debe considerarse auténtica, dado que encuentran en ella innumerables errores.

De ahí que, desde las filas de Lutero, surgiera para la batalla Martín Kemnitz; y desde las filas de los zwinglianos, Juan Calvino, quienes, al escribir contra el Concilio de Trento, atacan principalmente la cuarta sesión, en la que el Concilio define que la edición latina vulgata debe ser considerada como auténtica. También escribió sobre este tema Georg Maior en su prefacio a los Salmos, y Tilmann Heshusius en su libro sobre los seiscientos errores de los pontificios, título 1.

Pero no son menos los que han escrito a favor de la edición vulgata, entre ellos Juan Driedo, libro 2, capítulo 1, sobre los dogmas eclesiásticos y las Escrituras; Francisco Titelmann en el prólogo apologético a favor de la edición vulgata del Nuevo Testamento; Andrés Vega, libro 15, en el Concilio de Trento, capítulo 9; Jodocus Tiletanus en la primera parte de su apología a favor del Concilio de Trento, contra Kemnitz; Lindanus, libro 1, sobre el mejor modo de interpretar; Melchor Cano, libro 2, sobre los lugares teológicos, capítulo 13; Sixto de Siena, libro 8 de la Bibliotheca sancta, en la refutación de la última herejía. Deseando imitar su diligencia, comprobamos este asunto con los siguientes argumentos.

El PRIMER argumento es el del propio Concilio. Pues el Sínodo de Trento dice que aprueba la edición latina de los libros sagrados que ha sido aprobada por el largo uso de tantos siglos en la misma Iglesia. No en vano, durante casi mil años, es decir, desde la época de San Gregorio, toda la Iglesia latina ha usado esta única edición, todos los predicadores la han explicado y la han presentado al pueblo, todos los concilios han citado de esta edición para confirmar los dogmas de fe. Es asombroso pensar que la Iglesia haya carecido de una genuina interpretación de las Escrituras durante ochocientos o novecientos años, y que en lo que concierne a la fe y la religión, haya seguido errores de algún intérprete desconocido como si fueran la palabra de Dios, si esto no parece asombroso o absurdo a alguien; especialmente si ha aprendido del Apóstol que ella es "la columna y fundamento de la verdad" (1 Tim. 3).

El SEGUNDO argumento lo tomo de los testimonios de los antiguos. Pues o bien esta nuestra versión es la de Jerónimo, o ciertamente es la antigua común, a la que Agustín llama Itala. Si es la antigua, tiene un gran testimonio de Agustín en el libro 2 de De doctrina christiana, capítulo 15, donde dice que debe ser preferida a todas las demás. Pero si es la de Jerónimo, como hemos demostrado antes, cuenta con los testimonios de todos los antiguos que pudieron haberla visto. Pues, en primer lugar, San Agustín, en el libro 18 de La ciudad de Dios, capítulo 43, dice: "No faltó en nuestros tiempos el presbítero Jerónimo, un hombre muy docto y conocedor de tres lenguas, quien tradujo las Escrituras divinas del hebreo al latín; los hebreos reconocen que su labor literaria fue verdadera". Y en la carta 10 a Jerónimo dice que su versión o, más bien, su corrección del Nuevo Testamento es aprobada por todos. También el Beato Gregorio, en el libro 20 de Moralia, capítulo 24, dice: "Como esta nueva traducción, hecha del hebreo, ha vertido todo más fielmente en nuestro lenguaje, debemos creer en lo que ella dice; y nuestra exposición debe examinar cuidadosamente sus palabras".

San Isidoro, en el libro 6 de Etimologías, capítulo 5, dice: "El presbítero Jerónimo, muy versado en tres lenguas, tradujo las Escrituras divinas del hebreo al latín con gran elocuencia, y su traducción merece ser preferida a las demás". Y en el libro 1 de Sobre los oficios divinos, capítulo 12, dice: "Solamente el presbítero Jerónimo tradujo las Sagradas Escrituras del hebreo al latín, y su edición es usada por todas las Iglesias en todas partes, porque es más fiel en los significados y más clara en las palabras". A esto suscribe Rábano, en el libro 2 de De institutione clericorum, capítulo 54.

Además, los que lo siguieron, como San Anselmo, San Bernardo, Ruperto, Haymo, Hugo, Ricardo y todos los demás, muestran claramente que prefirieron esta edición sobre las demás, ya que solamente se dedicaron a explicarla. Añade también que no solo los latinos aprobaron esta versión, sino también los griegos, quienes tradujeron algunos libros divinos del hebreo al latín, y luego ellos mismos los vertieron del latín al griego, como testifica el propio San Jerónimo en el libro De viris illustribus, en Sopronio, y en el libro segundo contra Rufino.

TERCER argumento. Los hebreos tuvieron la Escritura auténtica en su lengua; los griegos también tuvieron la Escritura auténtica en griego, es decir, el Antiguo Testamento a partir de la versión de los Setenta, y el Nuevo Testamento desde las fuentes originales. Por tanto, era justo que la Iglesia latina, en la que está la sede de Pedro, y en la que la fe cristiana iba a perdurar perpetuamente, tuviera la Escritura auténtica en su lengua; y no ha tenido otra durante casi mil años que esta; por tanto, esta debe ser considerada auténtica.

CUARTO argumento. En los concilios generales de la Iglesia, o se encuentran poquísimos, o a veces ninguno, que sea experto en lengua hebrea. Sería, por lo tanto, una mala provisión para la Iglesia si, en asuntos graves, no pudiera confiar en la edición latina y tuviera que recurrir a los códices hebreos, mendigando la verdad de los rabinos, que son sus enemigos. Lo mismo podemos decir de la lengua griega, pues aunque ahora hay bastantes que conocen el griego, no siempre fue así. Pues si creemos a Rufino en el libro 10 de su Historia, capítulo 21, de seiscientos obispos que se reunieron en el Concilio de Rímini, ninguno supo qué significaba la palabra ὁμοούσιος (homoousios). Y, por lo tanto, cuando algunos herejes arrianos astutos propusieron a la asamblea si querían adorar a Cristo o a ὁμοούσιον, todos clamaron que no querían ὁμοούσιον, sino a Cristo.

FINALMENTE, esto se comprueba por la experiencia. Vemos que los nuevos herejes, que desprecian la antigua edición y se dedican a nuevas interpretaciones, forjan ediciones tan diversas y discordantes entre sí que casi no se puede obtener nada seguro de ellas. Por esto, Martín Lutero, en su libro contra Zwinglio sobre la verdad del cuerpo de Cristo en la Eucaristía, dice: "Si el mundo persiste por más tiempo, será nuevamente necesario, debido a las diversas interpretaciones de las Escrituras que ahora existen, que para conservar la unidad de la fe, recibamos y recurramos a los decretos de los concilios."

Resta resolver los argumentos de los adversarios, pero antes quisiera señalar algunas mentiras evidentes que Martín Kemnitius y Juan Calvino han mezclado en sus argumentos.

PRIMERA mentira de CALVINO es que no se hizo con juicio ni con una elección correcta el que, de entre las diversas interpretaciones, una sola prevaleciera entre los indoctos. Pero ciertamente, con todas las interpretaciones abolidas, esta nuestra ha estado en uso por toda la Iglesia latina durante más de mil años. O bien no hubo doctos en toda la Iglesia durante esos mil años, o bien Calvino miente descaradamente. Además, no creo que Sopronio, Agustín, Gregorio, Isidoro, Beda, Anselmo, Ruperto, Bernardo, y tantos otros hombres insignes deban ser contados entre los indoctos; y sin embargo, como hemos demostrado anteriormente, todos ellos elogiaron nuestra edición, ya sea entre otras o por encima de todas.

SEGUNDA mentira del mismo es que los Padres de Trento decretaron que no debían ser escuchados aquellos que traen la verdad pura de la fuente misma y señalan los errores manifiestos. Llamo a esto una mentira porque no se lee nada de esto en el decreto del Concilio. Pues los Padres no mencionaron en absoluto las fuentes, sino que, de entre todas las versiones latinas que circulan, eligieron una que prefirieron sobre las demás; y (lo que convenía a la gravedad y constancia de la Iglesia) prefirieron la antigua a las nuevas, probada por el largo uso, a las recientes y aún, por así decirlo, inmaduras; en fin, eligieron una entre muchas que estaban en desacuerdo y en pugna entre sí.

TERCERA mentira de este mismo Calvino es que no hay en la vulgata ninguna página completa, de manera que apenas hay tres versos continuos que no estén manchados por algún error notable. Pero si esto es así, ¿por qué, cuando Calvino se dedicó a señalar los pasajes mal traducidos en los Salmos, no notó nada en la traducción del primer Salmo? ¿Acaso el primer Salmo no tiene tres versos continuos? Pero no creo que sea necesario detenernos más en refutar tales mentiras tan evidentes. Pasemos a Kemnitius.

PRIMERA mentira de KEMNITIUS es que el Concilio de Trento decretó que en lugar de lo que el Espíritu Santo escribió en las fuentes hebreas y griegas, aceptemos lo que ha sido cambiado, mutilado o añadido por los copistas. Todos entienden que esto es una mentira manifiesta. Pues ¿quién, no digo un católico, sino cualquier hombre sensato, diría alguna vez que se deben aceptar los errores de los copistas como si fueran las palabras del Espíritu Santo? Además, ¿no manda el Concilio en el mismo lugar que los textos sagrados se impriman lo más corregidos posible?

SEGUNDA mentira del mismo es que en el índice de libros prohibidos publicado por Pablo IV se condenan todas las ediciones de la Biblia, incluso las del antiguo intérprete, en las que se han corregido ciertos errores evidentes de la vulgata. Esta es también una grosera mentira, pues en ese índice no se condenan más que algunas ediciones hechas por herejes o impresores sospechosos; y todas las demás están permitidas.

TERCERA mentira de Kemnitius es que el Concilio de Trento, en la sesión 21, capítulo 2, para probar que la Iglesia tiene la autoridad de dispensar en lo que es esencial en los sacramentos contra la institución de Cristo, abusa de la ambigüedad de la antigua versión, donde en 1 Corintios 4 los ministros de Cristo son llamados "dispensadores de los misterios de Cristo". En este pasaje, exclama Kemnitius: "¡Dios bueno! ¡Cuánta es la impudencia del Anticristo al jugar tan puerilmente con un asunto tan grave, en un tiempo en que la luz del conocimiento de las lenguas brilla tanto!" cuando Pablo llama "οἰκονόμους" a los ministros de Cristo. Así dice él.

Pero con razón nosotros podemos exclamar: "¡Dios bueno! ¡Cuánta es la impudencia de este hereje al no dudar en imponer las más groseras mentiras como si fueran verdad!" Pues en primer lugar, el Concilio afirma explícitamente que la Iglesia no puede cambiar lo esencial de los sacramentos, sino solamente establecer el modo y el orden en que deben ser administrados. Además, el Concilio no abusa del término "dispensador", como sueña Kemnitius; no dice que la Iglesia pueda dispensar en los sacramentos, como lo hace en los votos y leyes, sino que puede "dispensar" los sacramentos, es decir, administrarlos, entregarlos, darlos a los fieles; y como un fiel y prudente mayordomo, al distribuir los bienes de su señor y alimentar a la familia, puede prescribir un cierto orden y modo, siempre que no se haga nada contra las leyes y mandatos del príncipe.

ÚLTIMA mentira de Kemnitius es que el Concilio de Trento quiso que la vulgata fuera auténtica porque fue totalmente transformada para ajustarse a los dogmas pontificios. Esta mentira no solo es propia de un hombre impúdico, sino también imprudente, pues lucha contra su propio autor. Porque si los dogmas pontificios se encuentran en la vulgata, se sigue que los dogmas pontificios son antiquísimos, y que los dogmas contrarios a ellos son claramente recientes, ya que incluso los mismos adversarios reconocen que la edición vulgata es muy antigua.

Además, si la edición vulgata se hubiera hecho después de los tiempos de Lutero, habría alguna razón para sospechar que fue acomodada intencionadamente a los dogmas pontificios. Pero fue hecha hace mil años, y todo lo que ellos reprueban en la vulgata lo mostraremos tal como fue citado por los Padres más antiguos, y siempre estuvo así en la edición vulgata. Pero los adversarios, lo que ellos mismos hacen, creen que también lo hacen los demás. Y porque Martín Lutero tradujo la Biblia con pésima fidelidad, como se evidencia en Juan Cochlaeus, en la vida y actos de Lutero, en el año 1522, donde leemos que en la nueva traducción del Nuevo Testamento hecha por Lutero se notaron mil lugares alterados, es decir, añadidos, eliminados o pervertidos; por lo tanto, creen que también los católicos hacen esto, pero ciertamente están equivocados. Pues la fe católica no necesita de las traiciones de las mentiras, como los engaños de ellos.