- Tabla de Contenidos
- CAP. I: Se demuestra que la edición hebrea de Moisés y los profetas nunca se ha perdido.
- CAP. II: Si la edición hebrea está corrompida.
- CAP. III: De la edición caldea.
- CAP. IV: De la edición siríaca.
- CAP. V: Sobre las diversas ediciones griegas.
- CAP. VI: Sobre la interpretación de los Setenta Ancianos.
- CAP. VII: Sobre la edición griega del Nuevo Testamento
- CAP. VIII: Sobre las ediciones latinas
- CAP. IX: Sobre el autor de la edición Vulgata
- CAP. X: Sobre la autoridad de la edición latina vulgata.
- CAP. XI: Se resuelven las objeciones de los herejes contra la edición latina vulgata.
- CAP. XII: Se defienden los pasajes que Kemnitius dice que están corrompidos en la edición vulgata.
- CAP. XIII: Se defienden los pasajes que Calvino afirma que el intérprete latino tradujo mal en los Salmos.
- CAP. XIV: Se defienden los pasajes que los herejes afirman que están corrompidos en la edición latina del Nuevo Testamento.
- CAP. XV: Sobre las ediciones vulgares.
- CAP. XVI: Se responden a las objeciones de los herejes.
CAP. XV: Sobre las ediciones vulgares.
Existe una controversia entre los católicos y los herejes acerca de si es necesario, o al menos conveniente, que el uso de las Sagradas Escrituras sea común en la lengua vulgar y propia de cada región. En este sentido, todos los herejes de este tiempo coinciden en que se debe permitir a todos el acceso a las Escrituras, e incluso entregarlas en su lengua, y que cuando se lean o canten públicamente, como en los oficios sagrados, también se haga en la lengua propia y materna. Así lo enseña Brentius en la Confesión de Wurtemberg en el capítulo sobre las horas canónicas. Calvino, en el libro 3 de sus Instituciones, capítulo 20, § 33. Kemnitius en el Examen de la 4ª sesión del Concilio de Trento. Lo mismo enseñan todos los demás al traducir las Escrituras al alemán, francés, inglés y otras lenguas, y leer y cantar las Escrituras públicamente en esas lenguas.
Por otro lado, la Iglesia Católica de Cristo no prohíbe en absoluto las traducciones vulgares, como falsamente afirma Kemnitius (pues en el índice de libros prohibidos editado por Pío IV, en la Regla 4, vemos que se concede la lectura de esos libros a aquellos que pueden usarlos de manera útil y fructífera, es decir, a aquellos que hayan obtenido el permiso de su ordinario); sin embargo, se prohíbe que dicha lectura se permita a todos indiscriminadamente, y que las Escrituras se lean o canten en lenguas vulgares en el uso público y común de la Iglesia, como se establece en el Concilio de Trento, sesión 22, capítulo 8, y canon 9.
Debemos estar satisfechos con las tres lenguas que el Señor honró en el título de su cruz (Juan 19) y que, por consenso unánime, son superiores a todas las demás en antigüedad, amplitud y dignidad, y que, además, son las lenguas en las que los libros divinos fueron originalmente escritos por sus autores, es decir, hebreo, griego y latín. San Hilario habla así sobre estas lenguas en su prefacio a los Salmos: "En estas tres lenguas se predica principalmente el sacramento de la voluntad de Dios y la expectativa del reino bienaventurado," refiriéndose al hecho de que Pilato escribió en estas tres lenguas: Jesús de Nazaret, Rey de los judíos.
Sobre este tema, que yo sepa, han escrito dos autores: el Cardenal Hosius de Varmia en su Diálogo sobre la lectura sagrada en lengua vernácula y el sacerdote de nuestra Sociedad, Jacobo Ledesma, en un libro que escribió sobre este mismo tema. Tomaremos algunos puntos de estos autores y los insertaremos en nuestra discusión para que sea más completa.
En primer lugar, podemos confirmar la costumbre de la Iglesia Católica a partir del uso de la Iglesia del Antiguo Testamento, que se mantuvo desde el tiempo de Esdras hasta Cristo. Desde los tiempos de Esdras, el hebreo dejó de ser la lengua vulgar del pueblo de Dios, ya que durante los setenta años en los que los hebreos estuvieron entre los caldeos en Babilonia, olvidaron su lengua propia y aprendieron el caldeo, y desde entonces, el caldeo o siríaco fue su lengua materna. Por esta razón, en el libro 2 de Esdras, capítulo 8, leemos que cuando se leyó el libro de la ley del Señor al pueblo entero, Nehemías, Esdras y los levitas lo interpretaron, porque de otro modo el pueblo no lo comprendía. Y por esto, como se dice en ese mismo lugar, hubo gran alegría en el pueblo, porque habían comprendido las palabras de la ley gracias a la interpretación de Esdras.
Además, esto se deduce claramente de las palabras de Cristo y de los evangelistas. Por ejemplo, en Marcos 5: "Talitha cumi", que significa, "Niña, levántate", está en siríaco, pues en hebreo no se dice "Talitha", sino ילדה (yaldah) o נערת (na'arah). También "Abba" en Marcos 14, que en hebreo es אב (av). En Mateo 27, "Hacheldama" es siríaco, mientras que en hebreo se dice שדה דם (sade dam). Igualmente, "Gólgota" es siríaco, mientras que en hebreo sería גלגלת (gulgoleth). En todos los evangelios encontramos la palabra "Pascua", que no es ni griego ni hebreo, ya que en hebreo se dice פסח (pesach). Puedes encontrar más ejemplos en Jerónimo en su libro sobre los nombres hebreos. Así, no puede haber duda de que en ese tiempo la lengua vulgar no era el hebreo, y, sin embargo, las Escrituras se leían y cantaban públicamente en el templo y en las sinagogas únicamente en hebreo. En primer lugar, en el libro 2 de Esdras, capítulo 8, se desprende claramente que la Escritura se leía en hebreo y no en siríaco, ya que el pueblo no entendía sin un intérprete. Esto también se confirma en Juan 7: "Esta multitud que no conoce la ley".
Finalmente, hasta el día de hoy, los judíos leen las Escrituras en hebreo en las sinagogas, aunque actualmente ninguna nación habla el hebreo como lengua vulgar. Esto no contradice la existencia de la paráfrasis caldea de las Escrituras, ya que fue hecha en su totalidad, o en gran parte, después de la venida de Cristo, y además, los hebreos nunca la recibieron como Escritura para ser leída públicamente, que es de lo que estamos hablando.
En segundo lugar, se prueba a partir de la práctica de los apóstoles, ya que ellos predicaron el Evangelio por todo el mundo y establecieron iglesias, como queda claro en la carta de Pablo a los Romanos (Rom. 10) y en la carta a los Colosenses (Col. 1), así como en el último capítulo del Evangelio de Marcos. También se menciona en el libro 1 de Ireneo, capítulo 3, quien, estando muy cercano a los tiempos apostólicos, dice que en su tiempo ya había iglesias fundadas en Oriente, en Libia, en Egipto, en Hispania, en Germania y en las regiones intermedias, es decir, Italia y Galia. Y, sin embargo, no escribieron los Evangelios ni las Epístolas en las lenguas de esos pueblos a los que predicaban, sino únicamente en hebreo o en griego, y según algunos, también en latín. De hecho, algunos piensan que el Evangelio de Marcos, como ya mencionamos anteriormente, fue escrito en latín en Roma por el mismo Marcos, y luego él mismo lo tradujo al griego. Sobre este tema, véase a Dámaso en la vida de San Pedro, a Adriano Fino en su libro 6 Flagelo contra los judíos, capítulo 80, y libro 8, capítulo 62, así como a Pedro Antonio Beuter en sus anotaciones 9 a las Sagradas Escrituras.
El hecho de que no escribieran en ninguna otra lengua, aunque no las desconocían, ya que poseían el don de lenguas, puede demostrarse de varias maneras. Primero, porque no queda ningún vestigio de ningún escrito apostólico que no sea en griego; ni ningún antiguo autor transmite que hayan escrito en otra lengua que no sea hebreo, griego o latín. Además, Pablo escribió a los romanos en griego, aunque la lengua vulgar en Roma no era el griego, sino el latín; del mismo modo, Pedro y Santiago escribieron en griego a los judíos dispersos por el mundo, aunque su lengua materna no era el griego ni el hebreo, sino la lengua de la región en la que habitaban, como se desprende del pasaje de Hechos 2: “¿No son galileos todos estos que están hablando? Y nosotros los oímos hablar en nuestras lenguas, etc.” Esto fue dicho por los judíos que habían llegado a Jerusalén desde varias regiones. Pues Lucas dice en Hechos 2: “Había en Jerusalén judíos, hombres piadosos, de todas las naciones bajo el cielo”. Igualmente, Juan escribió en griego su primera epístola a los partos, como lo atestigua San Higinio en su epístola 1 y San Agustín en el libro 2 Cuestiones sobre los Evangelios, cuestión 39, y el Papa Juan XI en su epístola a Valerio, aunque el griego no era la lengua materna de los partos.
En tercer lugar, se prueba a partir de la práctica de la Iglesia universal, pues, como enseña San Agustín en su epístola 118, disputar contra lo que toda la Iglesia universal practica es una insensatez sumamente insolente. Toda la Iglesia, en su conjunto, siempre ha usado solamente las lenguas hebrea, griega y latina en el uso común y público de las Escrituras, aunque hace mucho tiempo que dejaron de ser lenguas vulgares.
Esto se demuestra, primero, por lo que dice el beato Agustín en el libro 2 Doctrina cristiana, capítulo 11, que para la comprensión de las Escrituras es necesaria solo la cognición de tres lenguas: hebrea, griega y latina, porque en esas lenguas se lee la Sagrada Escritura, y ningún autor antiguo menciona ninguna otra traducción. Sin embargo, sin duda, había muchas otras lenguas vulgares en ese momento. Por lo tanto, al menos durante los primeros cuatrocientos años, cuando la Iglesia floreció más, las Escrituras no se leían en lengua vulgar. Luego, según la regla de San Agustín en el libro 4 Contra los donatistas, capítulo 24, y del sermón 2 de San León sobre el ayuno de Pentecostés, lo que se practica en toda la Iglesia, si no se puede asignar su origen, se cree con razón que proviene de la tradición apostólica y que siempre ha sido así. Ahora bien, vemos que hoy, en Italia, Germania, Galia, Hispania y Grecia, dondequiera que haya católicos, solo se usan las lenguas griega y latina en la lectura pública de las Escrituras, y no se puede señalar el inicio de esta práctica. ¿Quién podría decir cuándo comenzó este uso?
Además, en todo Oriente, en tiempos de San Jerónimo, la única edición en uso público era la griega de los Setenta, corregida por Orígenes, Luciano o Hesiquio. Porque, como aprendemos del mismo Jerónimo en el prefacio de Paralipómenos, desde Constantinopla hasta Antioquía se usaba públicamente la edición griega de Luciano; desde Antioquía hasta Egipto, es decir, en toda Siria, se usaba la edición de Orígenes; en todo Egipto se usaba la edición de Hesiquio, y, sin embargo, la lengua griega no era vulgar desde Constantinopla hasta Antioquía, y mucho menos en Siria y Egipto. Porque Galacia está entre Constantinopla y Siria, y sin embargo, la lengua propia de los gálatas en tiempos de San Jerónimo no era el griego, sino otra muy similar a la lengua de los tréveros, como el mismo Jerónimo testifica en el prefacio del libro 2 de su comentario a la epístola a los gálatas.
Además, Ponto, Capadocia, Asia Menor, Frigia y Panfilia están situadas entre Constantinopla y Antioquía, y, sin embargo, no compartían la misma lengua vulgar, sino que hablaban lenguas distintas, de modo que no se entendían unos a otros, como se muestra en Hechos 2. Aun así, todos estos pueblos utilizaban una única y misma edición de las Escrituras, concretamente la de San Luciano. En Siria, por otra parte, en ese mismo tiempo, la lengua vulgar no era el griego, sino una muy distinta, como lo testifica San Jerónimo en la vida de San Hilarión, donde dice que Hilarión interrogó a un poseso primero en siríaco y luego en griego, para que lo entendieran los griegos presentes. También el santo Efrén escribió muchas obras en lengua siríaca, es decir, en su lengua vernácula, como menciona San Jerónimo en el Catálogo de escritores.
En cuanto a Egipto, también tenía su propia lengua, como lo atestigua Atanasio en la vida de San Antonio, donde dice que San Antonio discutía con unos filósofos griegos a través de un intérprete. San Jerónimo, asimismo, en su libro De viris illustribus, sobre San Antonio, dice que este escribió algunas cartas en egipcio, que luego fueron traducidas al griego.
En África, es cierto que, mientras hubo cristianos allí, siempre se utilizó solo la lengua latina en el uso público de las Escrituras, ya que no hay mención alguna en ningún autor de una traducción al púnico. San Agustín, en el libro 2 de Doctrina cristiana, capítulo 13, dice que en su tiempo se solía cantar los Salmos en latín en la Iglesia. Igualmente, San Cipriano, en su sermón sobre el Padre Nuestro, testifica que en su tiempo se solía decir en la Misa aquella premonición: Sursum corda (“Levantemos el corazón”). San Agustín, en De bono perseverantiae, capítulo 13, dice que en la Misa, después de la frase Habemus ad Dominum (“Lo tenemos levantado hacia el Señor”), el sacerdote añade inmediatamente Gratias agamus Domino Deo nostro (“Demos gracias al Señor nuestro Dios”) y el pueblo responde Dignum et iustum est (“Es justo y necesario”). De esto se desprende claramente que en África la Misa se solía decir en latín, así como la Lectura, la Epístola y el Evangelio, que son partes principales de la Misa.
Sin embargo, en ese tiempo, no todos en África hablaban latín como lengua vulgar, como lo testifica el mismo San Agustín. En su Exposición incompleta de la Epístola a los Romanos, hacia la mitad del texto, dice que la palabra Salus también es púnica, pero en púnico significa tres cosas, y afirma allí que algunos sabían latín y púnico, y otros solo púnico, siendo estos últimos casi todos los campesinos. También en su sermón 35 sobre las palabras del Señor, dice que la lengua púnica es afín al hebreo y que lo que los romanos llaman lucro, los fenicios lo llaman mammon. San Jerónimo, en el prefacio del libro 2 de su Epístola a los Gálatas, dice que la lengua de los africanos era una versión algo modificada de la lengua fenicia. Fenicia, por cierto, es una región de Siria.
En Hispania, siempre ha estado en uso público de las Escrituras solo la lengua latina, como se desprende de San Isidoro en sus dos libros De divinis officiis. Asimismo, en el Concilio de Toledo IV, capítulo 2, celebrado hace 900 años, se estableció que en toda Hispania se observaría el mismo orden en la recitación de los Salmos, en la Misa, en las Lecturas y en los demás oficios eclesiásticos. Y más adelante, en los capítulos 12, 13, 14 y 15, se muestra claramente que en ese tiempo se solía leer todo en latín, una práctica que se ha mantenido hasta el día de hoy.
No hay ninguna memoria ni vestigio de cambio, aunque hace ya muchos siglos que el latín dejó de ser la lengua vulgar en Hispania. Pues hace más de mil cien años, Hispania se separó del Imperio Romano y fue sometida, en parte, por los godos y, en parte, por los moros, quienes sin duda introdujeron una nueva lengua. Los godos, a quienes algunos llaman getas, tenían su propia lengua, como lo explica San Jerónimo al comienzo de su Epístola a Sunia y Fretela. Incluso antes de que los godos corrompieran la lengua de los hispanos, San Jerónimo sugiere que en Hispania existía una lengua propia, ya que en el prefacio del libro 2 de su Epístola a los Gálatas, dice que en las Islas Baleares la lengua vulgar era muy similar al griego.
En Inglaterra, San Beda testifica en su tiempo, en el libro 1 de la Historia de su pueblo, capítulo 1, que había cuatro lenguas vulgares según las regiones de la misma isla. Sin embargo, el latín era común a todos debido a las Escrituras, ya que todos utilizaban la edición latina de las Escrituras, aunque algunos tenían sus propias lenguas maternas. Esta misma práctica se mantuvo, como se evidencia por Tomás de Walden en el tomo 3 de De sacramentalibus, título 3 y 4.
En cuanto a Francia, el uso de la lengua latina en la lectura pública de las Escrituras cuando ya no era lengua vulgar entre los francos se puede deducir de Albino Alcuino, el preceptor de Carlomagno, en su libro De divinis officiis, y también de Amalario de Tréveris, quien floreció alrededor del año 840 y escribió detalladamente sobre los oficios eclesiásticos, donde también muestra que los oficios divinos se celebraban de la misma manera no solo en toda Francia, sino en todo Occidente. En ese momento, el latín no era la lengua materna en Francia, como se deduce del hecho de que doscientos años antes de la época de Amalario, los francos, provenientes de Franconia, una región de Germania, habían ocupado Francia con una gran multitud. San Jerónimo, en la vida de San Hilarión, escribe que los francos tenían su propia lengua, y hablando de un poseso dice: “Se oía claramente de su boca bárbara, que solo conocía la lengua franca y la latina, palabras en siríaco”. Incluso antes de que los francos ocuparan Francia, San Jerónimo indica que la lengua de los galos era distinta del latín, en el prefacio del libro 2 de su Epístola a los Gálatas.
En Alemania, durante el mismo tiempo, se usaba únicamente el latín en la lectura pública de las Escrituras, como se desprende claramente de Rábano Mauro, obispo de Maguncia, que vivió hace más de setecientos años. En su libro 2 De institutione clericorum, explicando el orden de los oficios divinos que se mantenía entonces en Alemania, manifiesta claramente que solo se solía leer públicamente las Escrituras en latín. Y no solo en Alemania, sino también en el resto de Occidente, se seguía la misma práctica, como lo indica en el mismo libro, capítulo 9, cuando dice: “Este es el orden católico de las celebraciones divinas, que se observa inmutablemente en toda la Iglesia de Cristo”.
Esto también se puede deducir de Ruperto de Deutz, que floreció en Alemania hace unos cuatrocientos años, y en el libro 1 De divinis officiis muestra claramente que en Alemania, como en el resto de la Iglesia, se solía leer las Escrituras en latín en la Iglesia. Que el latín nunca fue lengua vulgar en Alemania es un hecho muy seguro, como lo atestiguan San Jerónimo en su Epístola a Sunia y Fretela y en la vida de San Hilarión, así como el hecho de que la lengua germánica no tiene ninguna afinidad con el latín, como para que pudiera haber surgido gradualmente de la corrupción del latín, de la misma manera que lo hicieron el italiano, el español y el francés.
Además, en Bohemia y en las regiones vecinas, donde nunca fue la lengua latina vulgar, las Escrituras divinas se leían en latín en las iglesias hace más de mil años. Existe una carta de Gregorio VII, en el libro 7 de sus epístolas manuscritas, dirigida al duque de los bohemios, en la que dice que, por razones justificadas, no quiso permitirles que celebraran los oficios divinos en lengua eslava, como ellos habían solicitado.
Finalmente, en Italia, sin controversia alguna, las Escrituras divinas siempre se leyeron en latín en la Iglesia. El orden romano de los oficios divinos es ahora, en cuanto a sustancia, el mismo que fue desde el inicio de la Iglesia. Isidoro, en el libro 1 de De officiis ecclesiasticis, capítulo 15, afirma que este orden de los oficios divinos fue iniciado por San Pedro, y es el que utiliza la Iglesia romana. Sin embargo, fue ampliado y mejorado por el papa Gelasio I, como se desprende del decreto en la distinción 15, canon Sancta Romana. Posteriormente, Gregorio I también lo revisó, como se desprende del libro de los Sacramentos, editado por él. Más tarde, Gregorio VII, al ver que este orden se había deteriorado por la negligencia de los tiempos, lo restauró a su forma original, como se muestra en el canon In die, de la consagración, distinción 5, y esto mismo fue hecho por el papa Pío V en nuestros días.
Por lo tanto, al comparar estos hechos, entendemos que en la actualidad la Iglesia romana celebra los oficios divinos en la misma lengua y con el mismo orden y número de lecturas y salmos que hace mil años, en tiempos de Gelasio. No debería haber duda de que el uso del latín entre el pueblo en Italia ha desaparecido desde hace mucho tiempo. Pues Radevicus, que floreció en el año 1170, en su libro 2 De rebus gestis Friderici, capítulo 70, escribe que, en la elección del papa Víctor, el pueblo aclamó en estas palabras: Papa Vittore santo Pietro l'elegge (“Papa Víctor, san Pedro lo elige”). Incluso Santo Tomás, que floreció hace más de 300 años, en su comentario al capítulo 14 de la primera carta a los Corintios, testifica que en su tiempo había una lengua diferente en Italia que hablaba el pueblo, distinta de aquella en la que se leían las Escrituras en la Iglesia. Por lo tanto, se ha observado siempre en toda la Iglesia de Cristo que las Sagradas Escrituras solo se leían públicamente en griego y en latín, aunque estas lenguas no fueran maternas ni vulgares.
No veo qué argumento más eficaz se podría desear para reprimir la audacia de los innovadores de nuestro tiempo. Sin embargo, añadamos un cuarto argumento tomado de la razón misma. Es conveniente para la conservación de la unidad de la Iglesia que el uso público de las Escrituras sea en alguna lengua común. Porque si no hubiera un uso público de las Escrituras en una lengua común, primero se perdería la comunicación entre las Iglesias. Ningún hombre, docto o indocto, asistiría a las iglesias fuera de su patria; además, no podrían celebrarse concilios generales, ya que no todos los Padres que asisten a los concilios tienen el don de lenguas. Esta es la razón a priori por la cual los apóstoles escribieron casi todo en griego, ya que en ese tiempo el griego era la lengua común más extendida, como lo testifica Cicerón en su discurso Pro Archia Poeta:
"Las obras griegas, dice, se leen en casi todas las naciones, mientras que las latinas se limitan a sus propios confines."
Posteriormente, las Escrituras fueron traducidas al latín, porque, al crecer el Imperio Romano, la lengua griega dejó de ser común en Occidente, y el latín comenzó a ser la lengua común al menos entre los eruditos en toda Italia, Galia, Hispania, África y otras regiones. Así que, dado que en la actualidad no hay una lengua común en todo Occidente, excepto el latín, ciertamente las Escrituras divinas deben leerse en esa lengua.
Quinto, si hubiera alguna razón para que las Escrituras debieran leerse públicamente en lengua vulgar entre los fieles, esta sería para que todos pudieran entenderlas. Pero ciertamente el pueblo no entendería los Profetas, los Salmos y otras lecturas de las Escrituras, aunque se leyeran en su lengua materna. Pues nosotros, que sabemos latín, no entendemos inmediatamente las Escrituras, a menos que leamos o escuchemos a los expositores. Entonces, ¿cómo podrían entender los hombres ignorantes? Especialmente cuando las Escrituras se vuelven aún más oscuras al ser traducidas a lenguas extranjeras.
Además, el pueblo no solo no obtendría ningún fruto de las Escrituras, sino que incluso sufriría daño. Fácilmente encontraría ocasión para el error, tanto en la doctrina de la fe como en los preceptos de la vida y la moral. Pues todas las herejías han nacido de las Escrituras mal entendidas, como lo muestra Hilario en el último libro de De Synodis. Incluso Lutero reconoció esto, llamando a las Escrituras el "libro de los herejes". Y la experiencia confirma lo mismo.
Casiano, en su Collationes, capítulos 2, 3, 4 y 5, relata que los errores absurdos de los antropomorfitas surgieron exclusivamente por ignorancia. Eneas Silvio, en su libro sobre el origen de los bohemios, relata los errores groseros de los taboritas, orebitas y otros, quienes leían las Escrituras en su lengua materna sin entenderlas. Lo mismo sucedió con David Joris, el más pestilente de todos los herejes, quien no conocía ninguna lengua excepto la suya materna, la de los batavos, y, sin embargo, de las Escrituras concluyó que él era el Hijo de Dios y el Mesías, como se puede ver en el libro o carta que sobre sus errores publicaron los basilenses.
Además, si el pueblo ignorante escuchara que en su lengua vulgar se leyera en el Cantar de los Cantares:
"¡Que me bese con los besos de su boca!" y: "Su mano izquierda está bajo mi cabeza, y su derecha me abraza." Y en Oseas: "Ve y toma para ti hijos de prostitución."
O los relatos del adulterio de David, el incesto de Tamar, las mentiras de Judit, cómo José emborrachó a sus hermanos, cómo Sara, Lea y Raquel dieron sus siervas a sus esposos como concubinas, y muchas otras historias de aquellos que se mencionan con gran alabanza en las Escrituras, o bien se sentirían incitados a imitar tales acciones, o bien despreciarían a los santos patriarcas, como lo hacían los maniqueos en tiempos antiguos, o pensarían que las Escrituras contienen mentiras. Y al ver tantas aparentes contradicciones en las Escrituras que no podrían resolver, correrían el riesgo de no creer en nada al final.
He escuchado de una persona digna de fe que, cuando en Inglaterra un ministro calvinista estaba leyendo en la iglesia en lengua vulgar el capítulo 25 del Eclesiástico, donde se dicen muchas cosas sobre la maldad de las mujeres, una mujer se levantó y dijo:
"¿Es esto la palabra de Dios? Más bien, es la palabra del diablo."
Sexto, si fuera necesario leer públicamente las Escrituras sagradas en lengua vulgar, sería necesario cambiar las traducciones en cada generación. Pues las lenguas vulgares cambian considerablemente con cada siglo, como lo enseña Horacio en su Arte poética y la misma experiencia lo confirma. Sin embargo, tantos cambios en las traducciones no podrían hacerse sin un grave peligro y dificultad. Pues no siempre se encuentran traductores idóneos, y así se cometerían muchos errores que no podrían corregirse fácilmente después, ya que ni los papas ni los concilios pueden juzgar sobre tantas lenguas.
Séptimo, parece que la majestad de los oficios divinos requiere una lengua más grave y venerable que las que usamos comúnmente, si es posible hacerlo de manera conveniente. Especialmente cuando en los misterios sagrados hay muchas cosas que deben permanecer secretas, como enseñan los antiguos. Dionisio, en el capítulo 1 y el último de Ecclesiastica hierarchia, Orígenes en la homilía 5 sobre Números, Basilio en De Spiritu Sancto, capítulo 27, Crisóstomo en la homilía 24 sobre Mateo, y Gregorio en el libro 4 de Diálogos, capítulo 56. No es relevante la respuesta de Kemnitius, quien intenta demostrar que la lengua latina no es de ninguna manera más santa y venerable que las demás. No decimos que sea más santa, ni siquiera más grave si consideramos las palabras en sí, pero decimos que es más grave y reverenda precisamente porque no es vulgar.
A todo esto, añadamos los testimonios de dos padres de gran peso, Basilio, el griego, y Jerónimo, el latino, quienes no consideraban conveniente que todos los hombres sin distinción manipularan las Escrituras, aunque en su tiempo no era fácil evitarlo, ya que las lenguas griega y latina aún eran vulgares para algunos pueblos. Teodoro, en el libro 4 de Historia eclesiástica, capítulo 17, relata que cuando el prefecto de cocina del emperador dijo algo de las Escrituras, el gran Basilio le reprendió diciendo:
"Tu deber es pensar en los guisos, no en desentrañar los dogmas divinos."
¿Qué diría ahora San Basilio, por favor, si viera farmacéuticos, zapateros y otros artesanos manejar la Sagrada Escritura desde los pulpitos en las iglesias luteranas, calvinistas y anabaptistas? Jerónimo, en su epístola a Paulino sobre el estudio de las Escrituras, dice:
"Lo que es propio de los médicos, lo prometen los médicos; lo que es propio de los herreros, lo hacen los herreros. Solo la ciencia de las Escrituras es aquella que todos se atribuyen."
"Escribimos poemas en todas partes, ya seamos doctos o ignorantes; esta ciencia la presume una anciana parlanchina, un viejo demente, un sofista charlatán; todos la toman, la destrozan, la enseñan antes de aprenderla."
Las quejas de Jerónimo encuentran su mayor expresión hoy en toda Alemania y Francia. Pues todos los artesanos, no solo los hombres, sino también las mujeres, tienen las Escrituras en sus manos, y de su lectura solo añaden a su ignorancia la indocilidad y la arrogancia. Porque al poder recitar las palabras del apóstol y citar los libros y capítulos, creen saberlo todo y no aceptan ser enseñados de ninguna manera. Véase a Juan Cochlaeus en su libro sobre la vida y acciones de Lutero, del año 1522.