CAP. X: Sobre los libros de Tobías, Judit, Sabiduría, Eclesiástico y Macabeos.

Estos libros son rechazados en conjunto por los hebreos, como lo atestigua San Jerónimo en su prólogo Galeato. Además, casi todos los herejes de este tiempo siguen la opinión de los hebreos. Los Magdeburgenses, en el libro 2 de las Centurias, 1, capítulo 4, columna 51, solo aceptan aquellos libros que los judíos aceptaban. Lo mismo hace Martín Kemnitius en su examen de la sesión 4 del Concilio de Trento. También Juan Brenz, en la Confesión de Wurtemberg, en el capítulo sobre la Sagrada Escritura, quiere que se acepten únicamente aquellos libros sobre los cuales nunca ha habido duda, que son únicamente aquellos aceptados por los judíos. Calvino, en el libro 1 de Instituciones, capítulo 11, §. 8, acusa al libro de Sabiduría de ser mentiroso, por lo que está muy lejos de aceptarlo. En el libro 2, capítulo 5, §. 18, no quiere considerar el libro de Eclesiástico como de sólida autoridad. En el libro 3, capítulo 5, §. 8, emite el mismo juicio sobre los libros de Macabeos. Además, en el Antídoto al Concilio de Trento, sesión 4, también parece rechazar Tobías y Judit. Calvino es seguido por aquellos ministros que publicaron la Confesión de Fe en Pissy. Finalmente, Lutero y Zwinglio, en los prefacios de las Biblias que tradujeron, arrancan estos cinco libros del sagrado canon, y especialmente Lutero insiste en que los libros de Macabeos no tienen autoridad alguna, como argumenta en su defensa del artículo 37 sobre el purgatorio.

Sin embargo, la Iglesia Católica considera estos libros, al igual que los demás, como sagrados y canónicos. Pero antes de probar esto, es importante señalar que los herejes, y especialmente Kemnitius, no niegan que estos libros sean buenos y santos, y dignos de ser leídos, pero sostienen que no son tales como para que se puedan extraer de ellos argumentos firmes. De esta manera, intentan eludir los testimonios de los antiguos en los que estos libros son llamados sagrados o eclesiásticos. Por lo tanto, debemos probar que estos libros son sagrados de tal manera que contienen la verdad infalible. Esto se demuestra primero en general sobre todos los libros y luego sobre cada uno en particular.

En primer lugar, estos libros, junto con los demás, son colocados en el canon por los Concilios, como el III de Cartago, canon 47, y el de Trento, sesión 4. También los mencionan los Papas, como Inocencio I en su epístola a Exuperio, y Gelasio I en su decreto sobre los libros sagrados y eclesiásticos, junto con 70 obispos. Finalmente, también los mencionan los Padres, como San Agustín en el libro 2 de De doctrina christiana, capítulo 8, Isidoro en el libro 6 de Etymologiarum, capítulo 1, Casiodoro en el libro 1 de De divinis lectionibus, y Rábano Mauro en el libro 2 de De institutione clericorum. Que se coloquen en estos lugares como libros de verdad infalible se deduce del hecho de que se numeran y se colocan en el mismo orden que los demás, que son de verdad infalible.

Además, el Concilio de Cartago, del cual los demás Concilios tomaron este canon, llama a estos libros no solo canónicos, sino también divinos. ¿Qué otra cosa significa que un libro sea divino, sino que tiene autoridad divina?

Asimismo, en los lugares mencionados se dice que estos libros son canónicos y que pertenecen al canon. Decir que un libro es canónico es decir que es de verdad infalible. Y ciertamente, es una distinción muy vana la de Kemnitius, quien dice que algunos libros canónicos son de verdad infalible, mientras que otros no lo son. Pues, como él mismo deduce correctamente de San Agustín en el libro 11 contra Fausto, capítulo 5, y en el libro 2 contra Cresconio, capítulo 32, se dice que los libros son canónicos porque son como una norma y regla que guía nuestra debilidad ignorante y según la cual se juzga sobre todos los demás libros. ¿Cómo podrían ser norma y regla esos libros que no son de verdad infalible?

Kemnitius, por el contrario, objeta primero de la siguiente manera:

San Agustín, en el libro 2 de De doctrina christiana, capítulo 8, dice que en los libros canónicos se debe observar que aquellos que son recibidos por todas las iglesias se deben preferir a aquellos que no son recibidos por todas, y deben ser considerados de mayor autoridad. Pero si todos fueran de verdad infalible, uno no debería ser preferido a otro, sino que todos tendrían la misma autoridad. Además, San Jerónimo en el prólogo Galeato dice que los libros canónicos se dividen en la Ley, los Profetas y los Hagiógrafos. Y en el prólogo a Tobías y en el prólogo a Judit, dice que estos libros también son contados entre los Hagiógrafos por los judíos, pero que no son adecuados para confirmar los dogmas de fe.

Respondo que San Agustín estaba absolutamente seguro de que todos los libros canónicos son de verdad infalible; pero no estaba igualmente seguro de todos los libros que enumeró, si eran canónicos. Pues, aunque él así lo creía, sabía que esto aún no había sido definido por un Concilio general, y por lo tanto, algunos libros podían no ser aceptados por otros sin que por ello fueran considerados herejes. Esto es lo que él dice que debe observarse en los libros que se llaman canónicos: que aquellos que son recibidos por todos se deben preferir a aquellos que no son recibidos por todos. Porque, en efecto, había más certeza en ese momento sobre los primeros que sobre los segundos de que fueran canónicos; pero ahora que los Concilios generales han definido toda la cuestión, estamos igualmente seguros de la autoridad de todos los libros, y no debemos preferir uno a otro.

Y que San Agustín realmente creía que todos los libros que él llama canónicos son de verdad infalible, se demuestra tanto por el Concilio III de Cartago, al cual él suscribió, como también porque no se puede citar un solo pasaje de San Agustín donde él llame canónico a un libro y sin embargo diga que se puede dudar de su veracidad. Al contrario, se pueden citar innumerables pasajes donde él dice que todos los libros que se llaman canónicos son de verdad infalible. En la epístola 19 a Jerónimo: "He aprendido a conceder este temor y honor solo a los libros de las Escrituras que ahora se llaman canónicos, de tal manera que creo firmemente que ninguno de sus autores cometió error alguno al escribir". Habla de la misma manera en las epístolas 8, 9, 48, 112, en el libro 2 de De baptismo, capítulo 3, en el Salmo 67, en el libro 2 contra Cresconio, capítulos 31 y 32, en el libro 11 contra Fausto, capítulo 5, y en otros muchos lugares.

En cuanto al pasaje de San Jerónimo, digo que los judíos tenían dos tipos de Hagiógrafos: algunos dentro del arca y otros fuera del arca, como lo enseña Epifanio en el libro De mensuris et ponderibus. Aquellos que estaban dentro del arca se llamaban Hagiógrafos para diferenciarlos de los libros históricos y proféticos, y estos eran considerados canónicos, y de ellos habla San Jerónimo en el prólogo Galeato. Los que estaban fuera del arca se llamaban Hagiógrafos para distinguirlos de los canónicos y sagrados, y de estos habla San Jerónimo en el prólogo a Tobías y Judit, de lo cual se deduce que San Jerónimo nunca llama canónicos a esos libros sobre los cuales se puede dudar.

SEGUNDO: Kemnitius y otros adversarios objetan lo siguiente: La Iglesia que existía en el tiempo en que estos libros fueron editados tenía dudas sobre su autoridad; por lo tanto, la Iglesia posterior necesariamente debe tener también dudas sobre estos mismos libros. Existen dos maneras de conocer si un libro es verdaderamente divino. La primera es a través del testimonio de alguien que sea reconocido como profeta o apóstol, a quien Dios suele revelar misterios. La segunda, como enseña San Agustín en el libro 33 contra Fausto, capítulo 6, es a través de testimonios ciertos de aquellos que vivían cuando el libro fue editado, quienes atestigüen que esos libros fueron editados por profetas o apóstoles, y cuyos testimonios han llegado hasta nosotros a través de la sucesión de personas que usaban esos libros. Así es como no solo juzgamos sobre los libros sagrados, sino también sobre los libros profanos.

En la actualidad, no podemos recurrir a la primera manera, pues ya no viven profetas ni apóstoles en la tierra; por lo tanto, debemos avanzar por la segunda vía, y basarnos en los testimonios de la primera Iglesia para determinar los libros canónicos. Por consiguiente, si la primera Iglesia tenía dudas, con mayor razón nosotros tendríamos motivo para dudar. La sinagoga judía, según Josefo en el libro 1 contra Apión, tenía dudas sobre estos libros; y la primera Iglesia cristiana, según Orígenes, Atanasio, Gregorio Nacianceno, Epifanio, Jerónimo y otros Padres que hemos citado antes, tampoco los incluyó en el canon, y abiertamente dicen que siempre hubo discusión sobre estos libros entre los eruditos.

Respondo que la afirmación de que la antigua Iglesia dudaba de estos libros puede entenderse de dos maneras: Una manera es que la duda era tal que no había personas en ese tiempo que pudieran testificar que esos libros fueron escritos por profetas o apóstoles. En este caso, el argumento tendría fuerza, pues por esa razón la Iglesia no aceptó el libro de Enoc, ya que no había testimonios de la época en que fue escrito, ni de los tiempos cercanos, como enseña San Agustín en el libro 18 de De civitate Dei, capítulo 38. Sin embargo, negamos que la antigua Iglesia tuviera dudas en este sentido, ya que siempre hubo algunas personas dignas de confianza que consideraban estos libros como canónicos.

Otra manera de entenderlo es que la Iglesia dudaba porque algunos dudaban, aunque la misma Iglesia no quiso definir la cuestión en ese momento, y esto es absolutamente cierto, como lo prueban correctamente los testimonios citados. Pero de ahí no se puede concluir que la Iglesia posterior deba tener dudas, y esto lo probamos de la siguiente manera:

Sobre el libro de Judit hubo dudas al principio, y sin embargo, el Concilio de Nicea lo incluyó en el canon, según lo atestigua San Jerónimo en el prefacio a Judit, un concilio que los herejes aceptan y valoran junto con otros tres. Por lo tanto, no estamos obligados a dudar siempre, incluso si hubo alguna duda en el pasado.

Además, si los libros del Antiguo Testamento no pueden ser recibidos ahora con certeza como canónicos porque la primera Iglesia dudó de ellos, entonces, por la misma razón, no podrían ser aceptadas con certeza como canónicas la epístola de Santiago, la de Judas, el Apocalipsis, la segunda de Pedro, la segunda y tercera de Juan, y la epístola a los Hebreos, porque también hubo dudas sobre estos libros en la primera Iglesia. Sin embargo, los calvinistas aceptan todos estos libros como verdaderamente canónicos, como se evidencia en los libros de Calvino, donde estos libros son citados con frecuencia, y en la confesión de los ministros calvinistas en el artículo 3, que presentaron en Pissy en 1561. Aunque los luteranos varían en su opinión sobre estos libros, los Magdeburgenses aceptan el Apocalipsis como verdaderamente canónico, como se menciona en Centurias 1, libro 2, capítulo 4, columna 56.

En cuanto a la objeción sobre las dos maneras de investigar la autoridad de los libros, admito que esas dos vías existen, y que actualmente no hay profetas ni apóstoles, y que debemos avanzar por la segunda vía. Pero afirmo que para que la Iglesia posterior pueda determinar que un libro es canónico, basta con que tenga algunos testimonios de personas dignas de confianza de esa época o, ciertamente, de una época próxima.

Por lo tanto, no decimos, como Kemnitius nos calumnia con la mayor impudicia, que la Iglesia, es decir, el Papa, pueda, a su antojo y sin ningún testimonio de los antiguos, hacer que un libro no canónico sea canónico, y que un libro canónico no sea canónico; y que si el Papa quisiera, la Escritura divina no tendría más autoridad que las fábulas de Esopo. Estas no son nuestras afirmaciones, sino sus mentiras. Admitimos que la Iglesia de ninguna manera puede hacer que un libro no canónico sea canónico, ni lo contrario, sino solo declarar qué libros deben considerarse canónicos, y esto no lo hace de manera temeraria ni arbitraria, sino basándose en los testimonios de los antiguos y en la similitud de los libros sobre los que hay duda con aquellos sobre los que no la hay, y finalmente, basándose en el consenso común y casi instintivo del pueblo cristiano. Como dice San Jerónimo en el libro De viris illustribus, en Santiago, que la epístola de Santiago gradualmente adquirió autoridad con el tiempo.

La Iglesia observó estos tres criterios al declarar que estos libros son canónicos. En primer lugar, tuvo testimonios de los antiguos sobre cada uno de ellos. Aunque no haya testimonios de la sinagoga judía, los hay de la Iglesia Apostólica, y esto es suficiente. Los apóstoles podían declarar que esos libros eran canónicos sin necesidad de otros testimonios, y así lo hicieron; de lo contrario, nunca San Cipriano, Clemente y otros, a quienes citaremos, habrían afirmado con tanta constancia que esos libros son divinos. Luego, observaron que son conformes con otros libros. Finalmente, observaron que estos libros fueron gradualmente aceptados por todos los cristianos como canónicos, lo cual es un argumento que no tenían aquellos que vivieron en la primera Iglesia.

La última objeción es la siguiente: La Iglesia acepta los libros que San Jerónimo acepta, y rechaza los que él rechaza, como se evidencia en el Decreto 15, capítulo Sancta Romana. Sin embargo, San Jerónimo, en el prólogo Galeato y en el prólogo a los Proverbios, afirma que estos cinco libros no son canónicos. Así argumenta Cayetano, un doctor católico y piadoso, al final de sus comentarios sobre Ester.

Algunos responden que San Jerónimo solo dice que no son canónicos para los judíos. Pero ciertamente, en el prólogo Galeato, junto con estos libros del Antiguo Testamento, también menciona el libro del Pastor, que es del Nuevo Testamento, y dice que todos juntos no están en el canon. Por lo tanto, no habla solo del canon de los judíos. Además, en el prólogo a los Proverbios, dice:

"Así como la Iglesia lee los libros de Tobías, Judit y los Macabeos, pero no los recibe entre las Escrituras canónicas; así también lee estos dos volúmenes, Sabiduría y Eclesiástico, para la edificación del pueblo, no para la confirmación de los dogmas eclesiásticos."

Admito, entonces, que San Jerónimo tenía esta opinión, porque aún no se había decidido nada sobre estos libros en un Concilio general, excepto sobre el libro de Judit, que San Jerónimo aceptó posteriormente. Lo que Gelasio dice en ese Decreto 15, capítulo Sancta Romana, se refiere a los libros de los doctores, como los de Orígenes, Rufino y otros similares, no a los libros sagrados, como se deduce claramente del propio decreto.