- Tabla de Contenidos
- CAP. I: Se demuestra que la edición hebrea de Moisés y los profetas nunca se ha perdido.
- CAP. II: Si la edición hebrea está corrompida.
- CAP. III: De la edición caldea.
- CAP. IV: De la edición siríaca.
- CAP. V: Sobre las diversas ediciones griegas.
- CAP. VI: Sobre la interpretación de los Setenta Ancianos.
- CAP. VII: Sobre la edición griega del Nuevo Testamento
- CAP. VIII: Sobre las ediciones latinas
- CAP. IX: Sobre el autor de la edición Vulgata
- CAP. X: Sobre la autoridad de la edición latina vulgata.
- CAP. XI: Se resuelven las objeciones de los herejes contra la edición latina vulgata.
- CAP. XII: Se defienden los pasajes que Kemnitius dice que están corrompidos en la edición vulgata.
- CAP. XIII: Se defienden los pasajes que Calvino afirma que el intérprete latino tradujo mal en los Salmos.
- CAP. XIV: Se defienden los pasajes que los herejes afirman que están corrompidos en la edición latina del Nuevo Testamento.
- CAP. XV: Sobre las ediciones vulgares.
- CAP. XVI: Se responden a las objeciones de los herejes.
CAP. III: Se propone la cuestión sobre el juez de las controversias; y a la vez se diserta sobre los sentidos de las Escrituras.
Ya que se ha demostrado que la Escritura es oscura y necesita de un intérprete, sigue otra cuestión: ¿Debe buscarse la interpretación de la Escritura en un juez visible y común, o debe dejarse al juicio de cada uno? Ciertamente, esta es una cuestión gravísima, y de ella dependen casi todas las controversias. Muchos han escrito sobre esta cuestión, pero especialmente Juan Driedo en el libro 2, capítulo 3 de De Ecclesiasticis Dogmatibus, Juan Cochleo en el libro De la Autoridad de la Escritura y de la Iglesia, el Cardenal de Warmia en los libros 2 y 3 contra los Prolegómenos de Brencio, y Pedro de Soto en su defensa de su Confesión contra los mismos Prolegómenos de Brencio, parte 2 y 3, y también Martín Pérez en el libro De las Tradiciones, aserciones 2, 3, 4 y 5, Miguel Medina en el libro 7 De la Fe Correcta en Dios, y Melchor Cano en el libro 2 de Los Lugares Teológicos, capítulos 6, 7 y 8.
Para entender, en primer lugar, qué es lo que se pregunta, deben aclararse algunas cosas. Y primero, sobre los sentidos de la Escritura. Pues es propio de la Escritura divina, porque tiene a Dios como autor, contener muchas veces dos sentidos: literal o histórico, y espiritual o místico. El LITERAL es el que las palabras presentan de inmediato; el ESPIRITUAL es el que se refiere a algo distinto de lo que las palabras significan directamente. Esta división se deduce del Apóstol en 1 Corintios 10, donde dice que todas las cosas sucedieron a los judíos en figura para nuestra corrección. Y lo que se dice literalmente sobre la salida de los judíos de Egipto, el paso del mar, el maná que llovió en el desierto, el agua que brotó de la roca, se acomoda espiritualmente a los cristianos. Estos dos sentidos también están representados en el libro escrito por dentro y por fuera del que se habla en Apocalipsis 5 y Ezequiel 2, como enseña Jerónimo en el capítulo 2 de Ezequiel.
Filo, en el libro Sobre la Vida Teórica de los Suplicantes, y Nazianzeno, en su carta a Nemesio, comparan el sentido literal al cuerpo y el espiritual al alma: y así como el Verbo de Dios engendrado tiene una naturaleza divina e invisible, y una humana y visible, también la palabra escrita de Dios tiene un sentido externo e interno. Esto es propio únicamente de la Escritura divina, como enseña San Gregorio en el libro 21 de Los Morales, capítulo 1.
Además, el sentido literal es doble: uno SIMPLE, que consiste en la propiedad de las palabras; y otro FIGURADO, en el que las palabras se transfieren de su significado natural a uno diferente. Y hay tantas clases de este sentido figurado como figuras existen. Cuando el Señor dice en Juan 10: "Tengo otras ovejas que no son de este redil", el sentido es literal, pero figurado, refiriéndose a otros hombres, además de los judíos, que serán congregados en la Iglesia. Esto se dice propiamente en Juan 11 para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Ve sobre estas expresiones figuradas a Agustín en el libro 3 de De la Doctrina Cristiana.
El sentido espiritual, sin embargo, es distinguido por los teólogos recientes en tres: alegórico, tropológico y anagógico. Se llama ALEGÓRICO cuando las palabras de la Escritura, además de su sentido literal, significan algo en el Nuevo Testamento que concierne a Cristo o a la Iglesia. Así como Abraham, quien literalmente tuvo dos esposas, una libre y otra esclava, y dos hijos, Isaac e Ismael, representó a Dios como autor de los dos Testamentos y como padre de dos pueblos, como lo explica el Apóstol en Gálatas 4. Se llama TROPOLOGICO cuando las palabras o hechos se refieren a algo que concierne a la moral. Así como "No pondrás bozal al buey que trilla", Deuteronomio 25, que se entiende literalmente de bueyes reales, significa espiritualmente que no debe prohibirse a los predicadores recibir sustento del pueblo, como lo explica el Apóstol en 1 Corintios 9. Se llama ANAGÓGICO cuando las palabras o hechos se refieren a significar la vida eterna. Así como en el Salmo 94: "A los cuales juré en mi ira: no entrarán en mi reposo", lo que se entiende literalmente de la tierra prometida, se refiere espiritualmente a la vida eterna, como lo explica el Apóstol en Hebreos 4.
Esta distinción de los sentidos espirituales no siempre es observada por los antiguos. Aunque reconocen en cuanto al contenido todos estos sentidos, a veces los llaman a todos alegorías, como Basilio en el inicio de la homilía 9 sobre el Hexamerón y Agustín en el libro De Utilitate Credendi, capítulo 3. Además, Jerónimo en su carta a Hedibio, cuestión 12, incluye también el sentido alegórico bajo el nombre de tropológico; y al contrario, en el capítulo 4 de Amós, incluye el sentido tropológico bajo el nombre de alegórico.
De estos sentidos, el literal se encuentra en toda frase tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. No es improbable, a veces, encontrar varios sentidos literales en la misma frase, como enseña San Agustín en muchos lugares, especialmente en el libro 12 de Confesiones, capítulo 26, en el libro 11 de La Ciudad de Dios, capítulo 19, y en el libro 3 de De la Doctrina Cristiana, capítulo 27. El sentido espiritual se encuentra en ambos Testamentos. Nadie duda de que el Antiguo Testamento tenga sentido alegórico, tropológico y anagógico. Muchos sienten lo mismo respecto al Nuevo Testamento, y con razón. Pues Agustín interpreta alegóricamente en el Tratado 122 sobre Juan la pesca de los peces cuando se rompía la red, Lucas 5. Y lo interpreta anagógicamente cuando la red no se rompía, Juan 21. De igual manera, en el Tratado 124 sobre Juan, interpreta alegóricamente lo dicho a Pedro: "Sígueme", y anagógicamente lo dicho sobre Juan: "Así quiero que él permanezca", Juan 21. El mismo Señor interpretó tropológicamente, en Juan 13, su propia humildad al lavar los pies de los discípulos.
Aunque esto es así, no se encuentra un sentido espiritual en toda frase de la Escritura, ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento. Porque, por ejemplo, "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón", Deuteronomio 6 y Mateo 22, y preceptos similares, no tienen más que un solo sentido, el literal, como bien enseña Casiano en la Colación 8, capítulo 3. Con esto establecido, tanto nosotros como los adversarios coincidimos en que los argumentos eficaces deben buscarse solo en el sentido literal. Pues el sentido que se deduce directamente de las palabras es ciertamente el sentido del Espíritu Santo. Pero los sentidos místicos y espirituales son variados y, aunque edifican, cuando no están en contra de la fe o las buenas costumbres, no siempre se sabe con certeza si son intencionados por el Espíritu Santo. Por lo tanto, San Agustín, en la carta 48 a Vicente, ridiculiza justamente a los donatistas, que de esas palabras interpretadas místicamente: "Dime, ¿dónde pastoreas, dónde reposas al mediodía?", deducían que la Iglesia de Cristo había permanecido solo en África. Jerónimo también enseña en su comentario al capítulo 13 de Mateo que los dogmas de la fe no pueden confirmarse eficazmente a partir de los sentidos místicos.
Del mismo sentido literal, a veces surgen dudas por dos razones. La primera es la ambigüedad de las palabras, como se observa en ese pasaje de Mateo 26: "Beban de esto todos." Esa palabra, "todos", es ambigua: no se sabe si se refiere a todos los hombres en sentido absoluto, o solamente a todos los fieles, o solo a todos los Apóstoles. La segunda y más grave es la propiedad de las palabras. Pues como el sentido literal puede ser a veces (como hemos dicho) simple, y otras veces figurado, en muchos pasajes es dudoso si el verdadero sentido es simple o figurado. Por ejemplo, en Mateo 26: "Esto es mi cuerpo", los católicos quieren que se entienda de manera simple, según la propiedad de las palabras, pero los zwinglianos lo interpretan figuradamente a través de la metonimia. Y por esta razón, algunos han caído en gravísimos errores. Un ejemplo es Orígenes, quien erró porque lo que debía ser entendido de manera simple, lo entendió de manera figurada, como enseña Jerónimo en su carta a Pamaquio sobre los errores de Juan de Jerusalén, donde dice que Orígenes alegorizó el paraíso terrenal de tal manera que privó de verdad a la historia, al interpretar los árboles como ángeles, los ríos como virtudes celestiales, y las túnicas de piel de Adán y Eva como cuerpos humanos, como si antes del pecado hubieran vivido sin cuerpo.
Otros, por el contrario, se han equivocado porque entendieron de manera simple y propiamente lo que debía ser entendido figuradamente, como Papías y aquellos que lo siguieron, Justino, Ireneo, Tertuliano, Lactancio y otros, quienes creyeron que lo que se dice en Apocalipsis 20 sobre la nueva Jerusalén y los mil años en los que los santos reinarán con Cristo se cumpliría aquí en la tierra. Jerónimo refutó este error en el prólogo del libro 18 de Isaías y en el capítulo 36 de Ezequiel, y Agustín en el libro 20 de La Ciudad de Dios, capítulo 7.
También coincidimos con los adversarios en que las Escrituras deben entenderse en el espíritu en el que fueron escritas, es decir, en el Espíritu Santo. Esto lo enseña el Apóstol Pedro en su segunda epístola, capítulo 1, cuando dice:
"Entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada. Porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo."
Aquí, San Pedro prueba que las Escrituras no deben ser interpretadas según el propio ingenio, sino según la dirección del Espíritu Santo, porque no fueron escritas por inspiración humana, sino por la inspiración del Espíritu Santo.
Así que toda la cuestión radica en dónde se encuentra este Espíritu. Nosotros creemos que este Espíritu, aunque muchas veces se concede a personas privadas, se encuentra con certeza en la Iglesia, es decir, en un Concilio de Obispos confirmado por el Sumo Pastor de toda la Iglesia, o en el Sumo Pastor con el Concilio de los demás pastores. No queremos discutir aquí sobre el Papa y los Concilios, si solo el Papa puede definir las cuestiones, o si solo el Concilio puede hacerlo, porque trataremos de esto en su lugar correspondiente. Pero aquí decimos en general que el juez del verdadero sentido de la Escritura y de todas las controversias es la Iglesia, es decir, el Papa con el Concilio, en lo cual todos los católicos coinciden; y esto está expresamente recogido en el Concilio de Trento, sesión 4.
Pero todos los herejes de este tiempo enseñan que el Espíritu Santo, como intérprete de la Escritura, no está ligado a los Obispos ni a ningún grupo de hombres, y que por lo tanto cada uno debe ser su propio juez, siguiendo su propio espíritu si posee el don de la interpretación, o adhiriéndose a otro que vea dotado del mismo don. Lutero, en el prólogo a la afirmación de sus artículos, nos remite abiertamente al Espíritu que cada uno tiene cuando lee diligentemente las Escrituras. Y en el artículo 115 de los quinientos que Cochleo recopiló de los libros de Lutero, dice lo siguiente:
"Entiende este Evangelio, porque no ha sido encomendado ni al Papa, ni a los Concilios, ni a ningún hombre decidir y concluir qué es la fe. Por tanto, debo decir: Papa, tú has concluido con los Concilios, ahora yo tengo que juzgar si puedo aceptar esto o no. ¿Por qué? Porque no estarás en mi lugar ni responderás por mí cuando deba morir. Y nadie puede juzgar la falsa doctrina, sino el hombre espiritual. Por lo tanto, es una locura que los Concilios quieran concluir y establecer qué debe creerse, cuando muchas veces no hay allí ni siquiera un hombre que haya sentido siquiera un poco el Espíritu divino." Esto lo confirma en las afirmaciones de los artículos 27, 28 y 29.
Felipe Melanchthon, en su tratado sobre la Iglesia, parece conceder algo a la Iglesia, pero en realidad deja todo el juicio a cada individuo privado. Dice:
"¿Quién será el juez cuando surge una disensión sobre el significado de la Escritura, ya que entonces se necesita una voz que resuelva la controversia? Respondo: la misma palabra de Dios es el juez, y le acompaña la confesión de la verdadera Iglesia."
Esto dice. Sin embargo, más adelante, cuando enseña que por la verdadera Iglesia no debe entenderse a los prelados de la Iglesia ni a la mayoría de los fieles, sino a esos pocos que concuerdan con la palabra de Dios, envuelve todo en tinieblas y convierte a cada uno en su propio juez. Porque no puedo juzgar cuál es la verdadera Iglesia sin antes juzgar cuál es la sentencia que concuerda con la palabra de Dios. Dice:
"Hay alguna diferencia entre los juicios de la Iglesia y los juicios de los políticos. Porque en los políticos, o el monarca solo pronuncia con su autoridad, o en el senado prevalece la sentencia de la mayoría; pero en la Iglesia prevalece la sentencia que concuerda con la palabra de Dios, y la confesión de los piadosos, sean más o menos que los impíos."
Véase más en el tratado sobre las notas de la Iglesia.
De manera similar, Brencio enseña en la confesión de Wurtemberg, en el capítulo sobre la Sagrada Escritura, y con más detalle en los Prolegómenos contra Pedro de Soto, donde dice dos cosas. Primero:
"No está permitido, dice, en cuestiones de salvación eterna adherirse ciegamente a la opinión de otro sin nuestro propio juicio."
Y segundo añade:
"Le corresponde a cada persona privada juzgar sobre la doctrina de la religión y discernir la verdadera de la falsa. Pero hay una diferencia entre el príncipe y el particular, ya que el particular tiene potestad privada para juzgar, mientras que el príncipe tiene potestad pública para decidir y juzgar sobre la doctrina de la religión", etc.
Y en casi todo el libro intenta probar estas dos cosas: que el príncipe secular está obligado a forzar a sus súbditos, incluso bajo pena de muerte, a la fe que él juzgue verdadera. Y a la vez que los súbditos están obligados a seguir su propio juicio, no el de otro, sea quien sea. Brencio no advierte cuán absurdas y contradictorias son estas ideas, que el príncipe deba ordenar y los súbditos estén obligados a desobedecer. Tampoco advierte que si esta sentencia es verdadera, estaría actuando correctamente el César y los otros príncipes católicos de Alemania si también, bajo pena de muerte, obligaran a todos los luteranos a abrazar la fe católica.
Juan Calvino, en el libro 4 de las Instituciones, capítulo 9, §§ 8, 12 y 13, ordena que las definiciones de los concilios, incluso los más generales, sean examinadas con el rasero de las Escrituras; por lo tanto, convierte a los individuos privados en jueces en asuntos de fe, no solo de los Padres, sino también de los Concilios, y no deja ningún juicio común a la Iglesia. Finalmente, Martín Chemnitz en el examen de la cuarta sesión del Concilio de Trento, y todos los demás herejes de este tiempo, trasladan la autoridad de interpretar la Escritura de los concilios de los obispos al espíritu de individuos privados.