- Tabla de Contenidos
- Introducción del Editor
- Sobre la Santa Misa
- Invocación de la Trinidad
- Acto de Contrición
- Introito
- Kyrie
- Gloria
- El señor esté con vosotros
- Colecta
- Epístola
- Evangelio
- Credo
- Ofertorio
- El lavado de las manos
- Prefacio
- El Canon hasta la Transubstanciación
- Transubstanciación
- Excursus
- Continuación del Canon
- El Padre Nuestro
- Preparación de la Comunión
- Comunión
- Oración final y bendición
- Apéndice
CONTINUACIÓN DEL CANON
La sangre de la nueva y eterna Alianza es el Hijo entregado por el Padre al mundo, que reconcilia al mundo con Dios de un modo nuevo, definitivo y eterno.
Esa sangre, dice el Señor, será derramada. Su derramarse no significa ningún pasado, sino que tiene actualidad siempre nueva, tiene futuro y un presente que nos está llegando siempre. Esto vale para la cruz como para todos los demás misterios de la redención, comenzando por la encarnación del Hijo hasta su resurrección. Todo esto acontece para el perdón de nuestros pecados.
La sangre es derramada por vosotros y por muchos: por el sacerdote y la asamblea presente, pero también por innumerables otros que no están presentes. Y todos, nosotros y los muchos, no cesamos de ser aquellos por los que esa sangre es derramada; no es posible encontrar a un hombre sin saber que también por él ha sido derramada. En cada encuentro humano, entonces, ha de ser anunciada la muerte del Señor; esto vale hasta el fin del tiempo, hasta que Él vuelva. Del mismo modo, el apostolado, la tarea misionera de la Iglesia, su lucha por la conversión del mundo, no acaba nunca en nuestro tiempo terreno.
Misterio de la fe. Toda la eucaristía es un puro misterio de la fe. El Señor la regala a la Iglesia expresamente como un misterio. No la dona de tal modo que al revelarla nuestra fe se transforme en saber. Y aun si viéramos al Señor corporalmente en carne y sangre ante nosotros y lo pudiéramos tocar y abrazar, a pesar de ello no sabríamos cuál es la esencia interior y verdadera de esa corporalidad: su fuerza, su alcance, sus posibilidades divinas. La fe permanece en una oscilación entre el comprender y el no comprender. Ella no puede percibir el misterio mismo. Y, sin embargo, debe percibir en la confianza de la fe que el Señor está aquí presente corporalmente. Pues esta fe es, sin duda, el presupuesto para que el Espíritu del Señor pueda actuar en el creyente. Su fe hace posible este actuar y asimismo co-actúa. En la eucaristía, el ser-siempre-mayor de Dios irrumpe y se muestra en el mundo sensible, pues quiere unirse a la fe para que el misterio-siempre-mayor de la eucaristía se haga real en la Iglesia. Y como la eucaristía, el derramarse de la sangre, es siempre actual, el carácter de misterio también permanece siempre actual; no se agota, transformando la fe paulatinamente en saber. Más bien, la fe misma siempre surge como nueva en cada eucaristía. En las comidas normales se nutre un cuerpo ya existente para que permanezca en su equilibrio vital. La fe, en cambio, no está en equilibrio con la eucaristía, debe surgir cada vez de nuevo por medio de ella, nacer de Dios.
Por eso, al celebrar este memorial… Ante la presencia del Señor, la Iglesia ofrece al Padre todo el ser y actuar del Hijo. Ella lo enumera como en un credo, pero dota a cada artículo de un epíteto de peso, la beata Pasión, la gloriosa Ascensión, y ofrece todo a la excelsa Majestad: cada acontecimiento decisivo recibe su pleno valor mediante la eucaristía. Cada momento de la vida de Jesús puede contemplarse ahora, en su presencia, a la luz de la gracia surgida para la Iglesia. El camino desde el Credo antes recitado hasta aquí ha sido largo. Allí era una confesión de verdades objetivas, ahora esas verdades aparecen como el resplandor de la objetiva presencia del Señor.
Y este Hijo, presente en carne y sangre, la Iglesia lo ofrece ahora al Padre, en la forma que el Hijo mismo ha elegido para poder ofrecernos al Padre por medio de ella. Cuando dentro de poco habite en nosotros en la Comunión, llevaremos su signo en nosotros. Pero el Hijo no quiere que esta marca sea perceptible en nosotros antes de que haya sido ofrecida al Padre. Él nos trae su Cuerpo, pero antes de recibirlo, nosotros debemos ofrecerlo al Padre. Es como una pre-Comunión que se desarrolla entre el Padre y el Hijo en el Espíritu: el Hijo no quiere ser comido y disfrutado por nosotros antes de serlo en el Padre en la unión del Espíritu Santo. Por medio de su Eucaristía nos recuerda su vida en la Trinidad; nosotros no podemos recibirlo separado de esta Trinidad.
Ciertamente, Él es carne y sangre entre nosotros y para nosotros, pero nunca alejado del Padre y del Espíritu. Cuando el sacerdote hace la señal de la cruz sobre el Señor aquí presente, no es solo para que el Padre reconozca en ella la donación del Hijo, sino que al mismo tiempo la hace como el signo de la fe de la Iglesia. El Hijo mismo quiere recibir, por medio del sacerdote, el signo de la fe eclesial y experimentarlo en sí mismo. De nuevo hay que recordar el ejemplo de los que se aman: no basta con que uno simplemente le asegure al otro que lo ama, este alguna vez necesita un beso. Cuando el sacerdote bendice los dones transubstanciados, no se trata de una mera ceremonia: el Señor siente en su cuerpo el signo de la cruz, recuerda su sufrimiento y al mismo tiempo sabe que también la Iglesia recuerda que Él ha muerto por ella.
No es que con este gesto ella vuelva a transformar al Hijo en ofrenda sacrificial, pero muestra que ha comprendido y que acepta el sacrificio: le pone su firma, por decirlo así. Hay sacerdotes cuya bendición hace que la persona bendecida sienta algo, incluso en su cuerpo. Así el Señor siente la bendición de la Iglesia, igual que sintió en su pecho la cabeza de Juan en la Última Cena.
Ciertamente, antes de la Transubstanciación, el pan y el cáliz no podían sentir las bendiciones, pero estas valían de antemano para el Señor que luego se hace presente. Como cuando una madre prepara la cama de su niño y por amor a él besa la almohada, para que, de algún modo, su lecho sea más acogedor. Existe en la actitud del amor una unidad que se mantiene inalterable antes y después del encuentro con el amado; cuando uno ama, no comienza a obrar de un modo digno del amor solo cuando el amante llega, sino ya al preparar su llegada. Y en esta preparación, la Iglesia no es solo Marta, que se agota trabajando, sino igualmente María, que espera con amor y llena de amor toda su espera.
Luego sigue la súplica para que el Padre acepte el sacrificio nuevo y eterno, como ha aceptado el sacrificio de la Antigua Alianza. Con ello, el don de la Iglesia, que ahora se encuentra recogido en la donación del Hijo, se inserta en la unidad de todos los sacrificios ofrecidos desde el inicio del tiempo, desde Abel en adelante. De estos sabemos que fueron gratos a Dios. Ahora, en la Nueva Alianza, sucede de alguna manera al revés: nosotros sabemos que el sacrificio del Hijo es grato al Padre, y el sacerdote y la comunidad esperan que también su sacrificio, incluido en el del Hijo, sea grato al Padre. Los sacrificios antiguos, adecuados a su tiempo, apuntaban hacia el sacrificio del Hijo; los de la Iglesia, también adecuados a su tiempo, provienen de Él.
Abel ofreció a Dios un animal de su rebaño, algo que le pertenecía. Abraham le sacrificó a su hijo. Melquisedec ofreció pan y vino. Todas ellas eran ofrendas perfectamente válidas, pero en el interior de una promesa que aún no se había cumplido. Nosotros no ofrecemos en sacrificio un Hijo que aún debe venir, sino uno que está allí, y esperamos su venida para ofrecerlo al Padre. No lo hacemos mientras Él aún está en el seno del Padre, sino ahora que ha sido entregado y abandonado a nosotros.
Y cuando lo ofrecemos en este estado al Padre, necesariamente nos ofrecemos a nosotros mismos junto con Él, porque el Hijo, por amor, se desapropia cada vez más profundamente y se ha identificado con nosotros. Por tanto, no podemos decir que el sacrificio sea más difícil para nosotros que para Abel, que solo ofreció algo exterior a él, pues nuestro sacrificio, por así decirlo, se sumerge y desaparece en el sacrificio del Hijo, que ha cumplido lo más difícil en nuestro lugar. Y claramente el sacrificio de Abraham era pesado, pues debía ofrecer a su hijo. Pero él era solo un hombre individual. El sacrificio de Cristo, en cambio, no tiene límites, abarca a todos aquellos por los que se entrega y, por ende, también a todos los que sacrifican. Del mismo modo, ahora también el sacrificio de la Iglesia en esta santa Misa está en el interior del sacrificio del Hijo. Mientras el sacerdote Melquisedec ofrece el pan y el vino, aquí la esencia de estas dos formas ya ha desaparecido en la carne y sangre sacrificiales del Señor.
El Padre, por su parte, no es Uno que solo recibe todos estos sacrificios. Él es el que ha sacrificado a su Hijo por todos nosotros, lo ha entregado y lo sigue entregando a través de todos los tiempos. Ahora el gesto sacrificial lo abraza todo. Así, nuestro sacrificio personal nunca puede desligarse del sacrificio de la Iglesia, que a su vez nunca es separable del sacrificio de Cristo, que por su parte descansa sobre el sacrificio del Padre por el mundo. La eucaristía es todo esto: sacrificio de la Iglesia junto con todos sus miembros, sacrificio de Cristo, sacrificio del Padre, que ha concedido al Hijo morir por todos en la cruz.
Luego el sacerdote pide que las ofrendas sean llevadas al altar del cielo, a aquel altar del que se habla en el Apocalipsis. Y también el ángel que ha de llevar hasta allí las ofrendas es un ángel del Apocalipsis. No recibimos el sacramento en una dimensión terrena separada de la celeste, sino ante el altar de Dios. En el momento de recibir la Comunión, el cielo que se nos ha prometido se transforma en un cielo cumplido. Cuando comulgamos, coinciden ambas dimensiones, cielo y tierra, porque ya el milagro de la transubstanciación es cielo en la tierra, un descender, un inclinarse del cielo sobre nuestro mundo. Por tanto, nosotros debemos hacer el movimiento contrario: pedir poder ser partícipes, como seres humanos, del cielo. Aunque no recibamos ninguna visión del cielo, tenemos la gracia de saber en la fe que somos colmados de todas las bendiciones y gracias celestiales, puesto que nosotros, recibiendo al Hijo donado por el Padre, estamos frente al rostro del Padre.
Sigue la oración por los difuntos, que poseen la misma fe que nosotros, que nos han precedido con la señal de la fe y ahora ya participan en la expansión consumadora de la fe terrena acontecida en la muerte. La Iglesia dice que ya duermen el sueño de la paz y, sin embargo, inmediatamente después ruega que Dios les conceda el lugar de la paz. Como si esos muertos se encontraran en un nivel intermedio, todavía en camino: ya en paz y, sin embargo, tendiendo hacia la paz última. Es como una oración para viajeros de los que no se sabe si ya han llegado; si aún tienen que esforzarse o si ya se les permite descansar. Pero, puesto que los difuntos han partido en el signo de la fe, es decir, en Cristo, están en camino entre Aquel que está presente en la tierra en la eucaristía y Aquel que les espera en el cielo. Y es Él mismo –por el mismo Jesucristo nuestro Señor– quien acompaña y hace posible todo este viaje.
La oración por nosotros pecadores incluye a todos los vivos: al sacerdote, a los presentes, a la Iglesia toda, pero alcanza inmediatamente a los santos del cielo, que no se separan de nosotros, pecadores. Si Cristo es el mismo en todos sus estados en el cielo y en la tierra, existe también una santidad proveniente de Dios y donada por Él, que es la misma en el cielo y en la tierra, solo en una plenitud diferente. Los santos apóstoles y mártires, algunos de los cuales son invocados por su nombre, la poseen en plenitud; los creyentes en la tierra de alguna manera potencialmente, si bien aún son pecadores. El sacerdote pide que sean acogidos en la comunidad de los que la poseen en plenitud. Ellos tienen su santidad gracias a testimonios de fe muy diferentes –Juan el Bautista y Esteban están entre los mencionados con nombre propio–, pero todos plenamente válidos. Nosotros, pecadores, solo podemos ser asociados a ellos si Dios no sopesa, no mira nuestros pecados, sino que deja preponderar su perdón. Y Dios puede hacer esto del mejor modo cuando el Hijo encarnado está ante Él. El poder de la presencia eucarística debe cooperar para que Dios nos acepte y acoja a pesar de nuestra pecaminosidad. Y a través de la serie de santos mencionados, se recuerda de algún modo a Dios que una vez ellos también participaron en el pecado original y que algunos de ellos, incluso, se hicieron santos desde el pecado actual: por la acción perdonadora y misericordiosa de la gracia santificante de Dios. Y si nosotros mismos queremos ser asociados a ellos, esto significa que estamos dispuestos a asumir las consecuencias del proceso de purificación y santificación por el que ellos han pasado. Quizá no sea en vano que se recurra aquí a tantos testigos de sangre. Ellos deben obtener para nosotros, por así decirlo, un crédito ante Dios. También nosotros quisiéramos estar dispuestos a dar la vida por Él, cuando Él lo exija.
Por quien Tú sigues creando todos los bienes… Por el Hijo, el Padre crea ininterrumpidamente, como si el Hijo siempre estuviera animando al Padre a crear nuevos bienes. Es como si Él llevase continuamente al Padre de vuelta al primer día de la creación. En el principio Dios creó a Adán una vez, pero genera al Hijo, que se hace carne y sangre en cada santa Misa, siempre de nuevo, por así decirlo. Adán, que fue creado en el principio, ha pecado. Ahora Dios origina al Hijo siempre de nuevo en el tiempo, así como lo genera continuamente en la eternidad: el Hijo del que tiene la certeza de que jamás pecará y que en la eucaristía nos participará algo de su impecabilidad. Si realmente lo dejáramos vivir en nosotros, por Él podríamos liberarnos del pecado. Gracias a la certeza viva en nosotros de que el Hijo no peca, tenemos para esta posibilidad de no pecar muchas más garantías y seguridades de las que tuvo Adán.
Los dones que están en el altar no son al principio más que estos bienes, cosas buenas. Pero Dios crea algo vivo desde estas cosas buenas, hasta el punto de que la fe de la Iglesia se hace necesaria para que esta creación tenga lugar. Pues el Hijo quiere ser creado en el seno de la fe, darse de tal modo a su Iglesia que, al recibirlo, vivamos en la fe en Él y ya no en nosotros mismos. De nosotros se exige una especie de salto a la fe. Como para Adán debe haber sido un salto el representarse que provenía de la nada, que unos pocos días le separaban del caos inimaginable, del mismo modo también se exige de nosotros algo inconcebible: que nosotros –que somos creados igualmente de la nada– nos transformemos ahora de terrestres en celestes, recibiendo el cielo en la fe. Hemos de afirmar cosas, que, si no llevaran el sello de Dios y de la fe de la Iglesia, no podrían considerarse verdaderas.
Y santificas y vivificas los bienes creados. Dios les da de su propia santidad y de su propia vida celestial. Y los «bendice», para poder «repartirlos entre nosotros». Los da y reparte, pues, dotados de las cualidades de Dios: su santidad y su vida. Por tanto, debemos contemplar sus dones como viniendo de Él y siendo marcados por Él. Comprendida correctamente, la Comunión otorgaría participar, simple y completamente, en la santidad de Dios y en la vida eterna.
Por Él, con Él y en Él… Con esta alabanza de la Trinidad se cierra el Canon. Es una alabanza al Padre, en la unidad del Espíritu, pero de tal manera que se incluye y se menciona expresamente toda forma de participación en el Hijo. Por el Hijo presente en la hostia y en el cáliz, se dan al Padre en el Espíritu «todo honor y toda gloria». Sin el Hijo, no comprenderíamos nunca el honor y la gloria y, por tanto, nunca podríamos ofrecérselos a Dios. En el Hijo, podemos y debemos. Por Él, el Padre quiere recibir honor y gloria de nosotros. Cuando el sacerdote eleva el cáliz y la hostia para ofrecérselos al Padre, en el hombre Cristo eleva a la vez a todos los hombres hacia el Padre. El Hijo es uno de nosotros, por nosotros tomó esta forma corporal en la que debe ser acogido por el Padre. Y el Padre ve en esto y sabe por esto que solo puede obtener honor y gloria de la humanidad por el Hijo y con el Hijo y en el Hijo.
El sacerdote no pronuncia estas palabras desconociendo que el Padre ya es glorificado por el Hijo resucitado y entronizado en el cielo. Esto es, obviamente, así. Más bien, las pronuncia allí donde el Hijo está presente en la fe, donde la humanidad del Hijo se prolonga en la fe y siempre de nuevo llega a hacerse real en la fe. En su propio nombre y en el de la congregación, el sacerdote pronuncia las palabras de glorificación, elevando y mostrando cáliz y patena al Padre: como prueba de que él, junto con todos los fieles reunidos, cree en la presencia eucarística del Hijo, y de que la Iglesia en su totalidad quiere glorificar a Dios por medio de esa fe.
Ahora Dios también le mostrará a la Iglesia que Él bien sabe de esto: aceptando esta glorificación que ella le da por medio de la eucaristía y de la fe eucarística. Esto sucede en la unidad del Espíritu Santo. Esta manifiesta que la Iglesia no solo sabe de la unidad indivisible de la Trinidad de Dios en el cielo, sino que está convencida de la participación del Espíritu en la eucaristía del Hijo. La donación del Hijo por el Padre, el sacrificio del Hijo en la cruz y su hacerse presente en la eucaristía acontecen en la unidad del Espíritu Santo, en el Espíritu creador de unidad, quien, como fuerza creadora de Dios, trae siempre de nuevo el cielo a la tierra, igual que una vez llevó al Hijo al seno de la Virgen María. Así como el Hijo entonces se abandonó al Espíritu que lo llevaba, así también se deja llevar siempre de nuevo por el Espíritu a las formas de pan y vino.
Por los siglos de los siglos. Amén. En todo lo que esta alabanza y glorificación ha expresado: la Trinidad de Dios, el obrar de las tres Personas en su acción particular, la fe de la Iglesia, el ser por, con y en Cristo, en todo esto nada es temporal ni está condicionado por lo temporal. Todo es eterno y entra en la eternidad.