PREPARACIÓN DE LA COMUNIÓN

Con la fracción del pan comienza la Comunión.

En una nueva forma de servicio, el sacerdote recibe, por así decirlo, poder y fuerza sobre la hostia, la que atesora en sí el Cuerpo del Señor. Ya no es un servicio de pura reverencia, sino un acto que cumple en nombre y por deseo del Señor. Lo inexorable de esta tarea sacerdotal parece superar aquí todo aspecto personal. En obediencia al Señor en el cielo, parte el Cuerpo del Señor en la tierra. Así será a lo largo de todos los tiempos: el acto de la encarnación del Señor desemboca en la ruptura de su Cuerpo. Y para el Señor, el presente acto litúrgico de la Iglesia es una prueba de su fe en esa ruptura que lo traspasa. Un acto que ya va al encuentro del comer su Cuerpo que Él ha ordenado a los suyos. Una parte de la hostia se deja caer en el cáliz, como signo de hasta qué punto carne y sangre se pertenecen, son la misma comida. (Por supuesto, lo normal sería que la comunidad comulgara siempre bajo las dos especies. Donde eso no ocurre, lo hace el sacerdote solo en su papel de mediador. Pero eso presupone una especie de renuncia y delegación de la comunidad en favor del sacerdote, si bien él no recibe ese papel mediador de la congregación sino del Señor).

El sacerdote desea a la congregación la paz del Señor por la que ya se rezó antes, esa paz que el Señor quiso traer al mundo precisamente por su cruz y su eucaristía. Al redimir nuestra culpa por su sufrimiento, se ha transformado corporalmente en nuestra paz. Al ser partido, establece la totalidad plena de su Cuerpo místico, instaura la paz entre todos sus miembros. La eucaristía significa y regala esta paz, pero como solo puede recibirse en el Espíritu del Señor, en la fe, la actitud y el sentimiento de paz entre todos los creyentes debe establecerse antes de comulgar. Ellos hacen su parte como preparación, lo que también ya es gracia del Señor, para que el Señor pueda cumplir Su propia obra en la Comunión. El desear la paz del Señor a los creyentes está introducido por una oración que le recuerda al Señor que Él, estando en medio de sus discípulos, no solo les prometió, sino que les dio su paz. Así, la asamblea reunida se une a las filas de los apóstoles, entra en el cenáculo de la Última Cena en el Espíritu del Señor. Y las palabras que el Señor dirige a los apóstoles deben ser dirigidas también a nosotros. Esto es posible, si Él no mira a nuestros pecados, sino a la fe de su Iglesia, y nosotros quisiéramos pertenecer a su Iglesia tal y como los apóstoles la formaron en su día. El Señor debe ser quien era entonces en la tierra, y debe contentarse con que ahora estemos nosotros en el lugar de sus apóstoles. Eso es posible gracias a la unidad de la fe de la Iglesia, la Iglesia apostólica. Esa fe no cambia, como tampoco el Señor cambia, porque sus palabras y estados participan de la eternidad. De acuerdo con su voluntad, Él ha de otorgar a la Iglesia la paz y la unidad: en verdad, paz objetiva y concordia subjetiva. El Señor lo puede otorgar porque en virtud de su divinidad ha instaurado la paz entre el cielo y la tierra. Y solo porque Él está siempre dispuesto a representar su papel de fundador de la paz, nosotros podemos también hacer lo nuestro: creer y, en virtud de esta fe, conservar la unidad entre nosotros. Luego, sacerdote y comunidad se preparan para la Comunión con una última oración. * Primero se recuerda al Señor que Él, como Hijo del Dios vivo, ha vivificado al mundo por su muerte y gracias a la cooperación del Espíritu Santo: que, por tanto, la obra de redención era una obra del Dios trinitario. La vida que ha regalado al mundo es su vida encarnada y, en esta, toda la vida trinitaria. Para nosotros ese es un concepto de vida completamente nuevo e inconcebible, una vida que, sin embargo, no queda externa a nosotros, sino que se transforma en la vida del mundo, en nuestra vida. Esa vida que nos regala el Señor no es solo para purificarnos y preservarnos de todo mal, sino sobre todo para ayudarnos a ser fieles, a no separarnos jamás del Señor, del mismo modo que el Señor, quien vive como Dios en la eternidad junto con Dios Padre y Espíritu Santo, jamás puede ser separado de la Trinidad. La vida que el Hijo da al mundo y a nosotros proviene de esa vida trinitaria y debe confluir en ella. La oración se dice en silencio. El sacerdote reza para sí, por su propia fidelidad en el ministerio, pero esto ya im- * Cf. el apéndice para el texto de esta oración, pronunciada a solas por el sacerdote. [N. d. T.] plica que incluye a la comunidad que le ha sido confiada. Él no solo debe cuidarla, sino también personificarla ante Dios, pero de tal manera que él mismo desaparezca, por así decirlo, en esa representación de la comunidad y solo sea importante la presencia de ella ante Dios. También debe presentarse ante Dios por aquellos que no están aquí presentes, por los que no comulgan. Debe recibir la eucaristía en una cierta sustitución por ellos. Y tiene la gracia de hacerlo porque ha recibido su ministerio del Hijo, que representa vicariamente a todos ante el Padre.