- Tabla de Contenidos
- Introducción del Editor
- Sobre la Santa Misa
- Invocación de la Trinidad
- Acto de Contrición
- Introito
- Kyrie
- Gloria
- El señor esté con vosotros
- Colecta
- Epístola
- Evangelio
- Credo
- Ofertorio
- El lavado de las manos
- Prefacio
- El Canon hasta la Transubstanciación
- Transubstanciación
- Excursus
- Continuación del Canon
- El Padre Nuestro
- Preparación de la Comunión
- Comunión
- Oración final y bendición
- Apéndice
TRANSUBSTANCIACIÓN
Aquí comienza la substitución. El sacerdote se coloca en el lugar de Cristo, «juega» el papel de Cristo, repitiendo, en obediencia a su mandato, lo que Él realizó en la Última Cena. Al hacerlo, el Padre recuerda lo que el Hijo ha realizado. Su acción única y singular debe hacérsele presente. Si todo esto no fuera un actuar en la obediencia más estricta, entonces esta osada empresa sería la mayor irreverencia. En la obediencia, en cambio, es una acción de la mayor reverencia. Y puesto que el Hijo vino a nosotros y como hombre se hizo uno de nosotros, puesto que se comportó como nosotros nos comportamos, nos imitó y copió nuestro modo de ser, resulta más comprensible que ahora nos invite a copiar su modo de ser e imitarlo. Lo que ha tomado de nosotros nos lo vuelve a dar, pero en forma divina. El sacerdote, que se pone en el lugar del Hijo, ya es tan solo pura obediencia. No dice, como lo hará en la Comunión, que él no es digno. Desaparece por completo en lo que hace. Narra el acontecimiento y en nombre del Señor pronuncia sus palabras de consagración. Pan y vino se convierten en Carne y Sangre, Cuerpo visible del Señor a los ojos de la fe. Y en este momento de la Transubstanciación, toda la Iglesia, toda la comunidad, el sacerdote, todos los que de alguna manera están relacionados con la santa Misa, los que fueron invocados y los que fueron especialmente nombrados, todos ellos junto con los dones reciben en la fe su vida por medio del Señor. Mientras la hostia se convierte en la carne del Señor, la fe se convierte en vida y la Iglesia se convierte en comunión viva en el Señor. Y la fe se transforma de un mero tener-por-verdadero en ojos que ven en el Misterio.
Hasta ahora, toda la Misa era adoración, piedad. Se rezó, se confesó, se escuchó la palabra, se ofreció la ofrenda. El hombre realizó lo que estaba en su poder. Ahora que el Señor está presente en carne y sangre, Él se convierte en el punto central: todo fluye a partir de Él, de su Cuerpo y de la pura fe como presencia y realización activa del Ser divino trinitario en nosotros. Ahora esta presencia da a todas las cosas su sentido, su vida, su dirección. Todo lo anterior era solo un preludio, una introducción. Era un camino necesario y muy hermoso. Pero solo un camino. Ahora, de repente, todo ha alcanzado su meta. La realidad del Hijo ha sustituido a los intentos y esfuerzos de la Iglesia y ha elevado esos intentos al nivel de Su realidad. Solo a partir del cumplimiento ahora se comprende el verdadero sentido de lo que ha precedido: así como un preludio recibe su significado solo por medio del motivo central que le sigue. El preludio tiene su belleza y parece contenido en sí mismo, tanto que nadie puede adivinar y deducir de él el movimiento principal. Pero tan pronto este comienza, se entiende por qué lo anterior era solo un preludio. A partir del cumplimiento, nosotros nos hacemos capaces y deseosos de participar en tantas Misas como días tenga nuestra vida. La hostia, una entre millones semejantes, se ha convertido en el Cuerpo del Señor, lo más personal, lo más único y singular que Él tiene. Y en ese mismo momento, nuestra fe, que era la certeza de una verdad en la que también creen miles y millones, se convierte en lo más personal, distintivo e insustituible que existe. Esa «transformación» no ha de ser analizada de un modo psicológico, ella es una simple verdad cristiana. Cuando el Señor está ahí como un Ser único, entonces nosotros llegamos a ser únicos por Él y hacia Él. Nunca somos tanto nosotros mismos como en su unicidad. Hasta ahora, el aspecto personal del cristiano estaba determinado por la Iglesia: en ella, cada uno debía ser, lo mejor posible, aquello que debía representar en su propio lugar: el sacerdote debía ser un sacerdote en su función ministerial, el fiel un creyente en el interior de la congregación. Ambos debían poner toda su personalidad a disposición del cumplimiento de su tarea. Pero precisamente en el momento en que lo anónimo se vuelve predominante, cuando el Señor dice en completa soledad: Este es mi Cuerpo, todo se hace también perfectamente único y personal en el Señor, todo adquiere forma por medio de Él. También en el cuerpo de la Iglesia, que es el cuerpo del Señor, no existe nada intercambiable. Todo participa en la unicidad y personalidad del Señor. Ahora yo soy el que llego a ser en la fe en Cristo, totalmente igual a como Cristo es el que se hizo hombre de un modo único. El individuo ya no es determinado por las coordenadas de su naturaleza, de sus pecados, de su arrepentimiento, etcétera. Es una «nueva creatura» gracias al Señor, tiene su centro únicamente en el Señor y lo recibe y conserva en Él y por Él. Y las misiones personales de los individuos nunca son más visibles, más diferenciadas y más únicas que en este momento en que el Señor se hace carne. Y si tenemos oídos para oír, entonces este es el momento en que debemos tener nuestros oídos preparados y disponibles para escuchar la palabra única dirigida a nosotros. Es el momento de la certeza, de la serenidad, porque es el momento en el que Dios se hace concreto en el hombre. Y no, como en la confesión, como momento de la unión del pecado y la gracia, cuando por la grandeza de la gracia de Dios se hace concreta y evidente la grandeza de la propia culpa, sino como momento de la unión de Dios y el hombre más allá de todo pecado en la encarnación de Cristo, el cual abraza y comprende a la Iglesia, a la fe, a cada creyente. Aquí la Iglesia se transforma en el Cuerpo y en la Esposa del Señor, la fe se transforma en una fe concreta y encarnada, el creyente singular en un llamado, un enviado, un santificado, en una persona como Dios quiere tenerla en su Hijo.