- Tabla de Contenidos
- Introducción del Editor
- Sobre la Santa Misa
- Invocación de la Trinidad
- Acto de Contrición
- Introito
- Kyrie
- Gloria
- El señor esté con vosotros
- Colecta
- Epístola
- Evangelio
- Credo
- Ofertorio
- El lavado de las manos
- Prefacio
- El Canon hasta la Transubstanciación
- Transubstanciación
- Excursus
- Continuación del Canon
- El Padre Nuestro
- Preparación de la Comunión
- Comunión
- Oración final y bendición
- Apéndice
EL CANON HASTA LA TRANSUBSTANCIACIÓN*
El Canon es el centro de la Misa, posee una unidad bien compacta, entrelazada, indisoluble. Pero toda la celebración hasta ahora fue necesaria para que esta misma unidad se hiciera visible en toda su validez. Había que abrir accesos a ella desde todos los ángulos. Para conducir al Canon, fueron necesarios el sacerdote y la comunidad, pan y vino, oraciones y lecturas, confesiones y ofrendas.
Te igitur. La plegaria va hacia el Padre, se le pide que acepte los dones de la Iglesia en nombre del Hijo. Pero que los acepte bendiciéndolos. Pues la aceptación y la acogida de Dios siempre coinciden con su bendición. Por medio de la bendición divina, la aceptación deviene lo que nosotros esperamos, es decir, que por su bendición nuestro don se transforme en la Carne y la Sangre del Señor. Pero en los dones que el Padre ha de aceptar están incluidos, finalmente, todos los dones que tenemos para ofrecerle: también la fe del sacerdote y de la comunidad y la entrega sacrificial de sus vidas. Pues en la fe solo se da dándose a sí mismo, porque el creyente nunca se distancia de lo que ofrece. El sacrificio es ofrecido a Dios por tu santa Iglesia católica. Cada santa Misa es para toda la Iglesia; en el momento de la celebración, es un punto central de la Iglesia universal. Por eso, cada Misa está también en relación con todas las demás.
La Iglesia se presenta a continuación en toda su estructura jerárquica, desde el Papa y el obispo, hasta todos los creyentes: todos juntos forman la unidad de la Iglesia ante Dios, que encuentra su expresión en la presente Misa. Ciertamente, esta se celebra en una congregación determinada, por un sacerdote determinado, para sí, para los presentes, pero necesariamente con la participación y la inclusión de todos los creyentes, sin excepción. Así fue en la Última Cena. El Señor tomó una cena única y determinada con sus apóstoles, como todos los hombres deben hacerlo para vivir. Sin embargo, de repente, esa cena, que parecía limitada a pocos, se hizo una cena para todos, para todo tiempo y todo lugar. El Señor hizo de su única cena la cena de toda la cristiandad. Del mismo modo, también la Misa actual debe ser una santa Misa de la cristiandad.
Memento [de los vivos]. Lo personal no desaparece en esta expansión que ocurre a través de la función ministerial. Al ofrecer su persona a su ministerio, el sacerdote puede ahora también sacar a los individuos del anonimato de la cristiandad e incluirlos de un modo personal en el sacrificio. Y precisamente porque la Misa es tan anónima y eclesial, ella puede rezar, como la orante universal, el Memento, trayendo, antes de que venga el Hijo, a determinados individuos a una relación especial con Él.
Pero estos individuos así no son aislados, sino que son puestos en relación con todos los aquí presentes, cuya fe y devoción Tú conoces. El sacerdote dice estas palabras, si bien es muy consciente de que la fe de los presentes puede ser vacilante en algunos aspectos, de que quizá no tengan demasiada devoción. Toma prestado lo que falta de la Iglesia universal y echa su propia fe y devoción a lo que falta. Lo hace en un paralelismo con el Señor, que, al ofrecer el mundo al Padre, se ofrece a sí mismo y quiere que el Padre reconozca en Él la fe de todos los redimidos.
Nosotros, todos los aquí presentes, vivimos en este momento de la protección y del crédito de la Iglesia, que a su vez lo recibe en última instancia del Hijo, que conduce la Iglesia a la casa del Padre. Es parte de su donación sacerdotal que el sacerdote mezcle su fe ministerial más fuerte con la fe de la multitud. Ahora también entrega los dones a los presentes para que los ofrezcan a Ti, Dios eterno, vivo y verdadero. El sacerdote se eclipsa aún más: Dios debe olvidar, por así decirlo, que es él quien ofrece el sacrificio, en este debe reconocer, sobre todo, los dones y el sacrificio de todos los aquí presentes. Debe recordar que esta ofrenda está unida a una esperanza –por su esperanza de salvación [pro spe salutis]–, que mediante esta acción los oferentes están andando el camino de salvación, el camino hacia el cielo. Así como Dios está a la vez en el cielo y en la tierra, así los creyentes esperan ahora estar en el camino desde la tierra al cielo mediante su propio sacrificio, para que el Hijo, cuando venga a ellos en la Transubstanciación y en la Comunión, no tenga otra vez que redimirlos y convertirlos.
Communicantes. En este estar en camino hacia el cielo, la Iglesia ahora destaca su comunión con los santos. En primer lugar, con la Madre de Dios, que hasta ahora solo fue mencionada ocasionalmente, pero que ahora es venerada expresamente y es colocada en el primer lugar, porque ella ha concebido y hospedado en sí perfectamente al Señor y representa como nadie la unidad de la Iglesia con el Hijo. Hasta ahora, permanecía como oculta detrás de todo el proceso del sacrificio adorante, y cuando toda la Iglesia ofreció sus dones, ella los ofreció junto con la Iglesia de un modo oculto. Pues también ella ha regalado su don, el fruto de su vientre, al Padre, para que lo bendiga y lo regale a todos. Ahora cambia la perspectiva: la Iglesia y el Hijo se unen a la Madre, ella se transforma en una especie de centro, en un pilar que lo sostiene todo. Y a partir de ella todo es atraído ahora hacia ese centro, el camino a través de los apóstoles individuales, de los papas, de los mártires y santos hacia la Iglesia infinita aparece ahora como un continuo e ininterrumpido pasaje que va vinculando a toda la Iglesia con María.
Los «méritos y oraciones» de los santos son necesarios para esa unidad. Ellos deben establecer el vínculo, asegurar la mediación. Es como si la Iglesia no pudiese asegurarse a sí misma lo suficiente, por todos los medios que están a su alcance; como si, por medio de esta invocación a la comunidad de los santos, Dios se viera obligado de alguna manera a aceptar la ofrenda de la Iglesia, dado que en las oraciones, méritos y sacrificios de los santos ya posee una prenda garante de su buena voluntad. La Iglesia debe actuar así también en su carácter de Madre próvida: debe pensar en esos hijos que no se atreven a abandonarse ciega y confiadamente a Dios, sin garantías de que su ofrecimiento será realmente aceptado por Él. A ellos, entonces, hay que transmitirles una cierta seguridad: a ellos la Iglesia les promete los méritos de los santos.
Hanc igitur oblationem. Esta ofrenda vuelve a recibir un aspecto nuevo por medio de las oraciones anteriores, se ha transformado más que nunca en la ofrenda de toda la Iglesia: De toda tu familia, de la asamblea presente, pero también de toda la Iglesia católica terrena, de toda la Iglesia celeste con la Madre de Dios, los apóstoles y los santos a la cabeza. Mientras tanto, nada ha cambiado en el altar. Se sigue dando el mismo gesto de ofrenda, de donación, de sacrificio, pero infinitamente enriquecido con la afluencia de toda la Iglesia terrena y celeste junto al sacerdote y la congregación. La Iglesia en su totalidad ha estado siempre implicada en el sacrificio, pero antes no era tan claramente visible esa participación; es como si, para aumentar el ofrecimiento, hubiera cada vez más oferentes en torno al altar. Y ahora también rezamos para que Dios bendiga nuestros días en su paz y nos conduzca, sin peligro de ser rechazados, desde estos días terrenos hacia la vida eterna, por el camino que se abre y se recorre gracias a la unidad y conexión de la Iglesia visible e invisible, bajo la bendición y la protección de Dios.
Quam oblationem. En la súplica renovada, que ahora deviene un ruego inmediato para la Transubstanciación, los dones son marcados con la señal de la cruz. En este signo se hace evidente que Dios Padre está dispuesto a aceptar estos dones. Pues, al marcarlos con la cruz, la impronta del Hijo en ellos se hace visible para el Padre. Ahora el sacerdote puede atreverse a pedir que estos dones sean hasta tal punto del Padre que se conviertan para y por nosotros en carne y sangre de su Hijo amado. Pues no hay nada que pertenezca tanto al Padre como la carne y sangre del Hijo. Si el Padre acepta realmente el don en el sentido último y supremo, entonces lo recibirá en el sentido del sacrificio del Hijo, como su carne y su sangre. Si el Padre realmente reconoce en el signo de la cruz que los dones pertenecen al Hijo, entonces no puede aceptarlos en un sentido más claro y más marcado que dejándolos convertirse en lo que el signo significa: carne y sangre del Hijo.