EPÍSTOLA*

La Epístola es un hacerse presente del Espíritu Santo tal y como vive, firme e incólume, en las Santas Escrituras. Durante su lectura, el sacerdote da un paso atrás: él u otro es el lector; el servicio se hace como incoloro, para que todo el relieve lo adquiera el contenido del texto. Mientras que en el Evangelio el Espíritu se hace visible sobre todo como Espíritu del Hijo, como Espíritu del Encarnado, en la Epístola, ya sea del Antiguo como del Nuevo Testamento, Él es más bien el puro Espíritu de la Escritura. A menudo, en ella se hace tangible el Espíritu Santo presente en el Antiguo Testamento. Y mientras que el Evangelio se dirige mucho más fuertemente a la congregación, proclamado en un movimiento desde el altar hacia el pueblo, la Epístola permanece de algún modo más fuertemente ligada al Espíritu del altar. Ella, de alguna manera, da la seguridad de que la fiesta o el santo del día están en un vínculo válido con el altar. Antes, al rezar la Colecta, el santo estaba todavía como retenido: estaba en medio del coro orante de los santos que acompañan desde el cielo; era uno de tantos que podía ser invocado. En la Epístola, él gana contornos más concretos, es mostrado de un modo que le permite ocupar un lugar firme y decidido en el Espíritu del altar, para luego, como uno así enraizado en el altar, cobrar forma ante el pueblo en el Evangelio.

La Epístola es un pasaje de la Escritura. Pero cada pasaje de ella es más profundo y rico de lo que un hombre puede asimilar, incluso escuchándolo repetidamente. Por tanto, al escuchar la lectura de la Escritura, no se trata ante todo de entender completamente cada palabra, sino de dejarse tocar por el Espíritu de la Escritura. Esto puede ocurrir tomando y reteniendo solo una frase de la Epístola, o tal vez ninguna, pero sabiendo bien que ahora se está leyendo la palabra de Dios. Sí, uno puede asistir con el mismo celo a una Misa cuyo texto desconoce como a otra cuyas oraciones y lecturas lee y ya conoce. Por supuesto, con esto no se aboga por una mera asistencia pasiva, por un simple «ocupar un lugar y sentarse a escuchar» la Misa, sino solo por la posibilidad de una participación activa, de un ser verdaderamente tocado por el Espíritu de Dios, aun sin seguir con exactitud las oraciones particulares.

El modo en que los cristianos se dejan tocar por Dios durante la Misa es dejado en gran parte a su libertad. Lo importante es que la eucaristía en la santa Misa no quede sin relación con la Escritura: ella se apoya en esta, por así decirlo, porque el Espíritu, que hoy mueve al Señor a venir corporalmente a su Iglesia, es el mismo Espíritu que entonces, en la Última Cena, lo movió a instituir la eucaristía y que en la Epístola y en el Evangelio da a conocer la gran acción de gracias del Hijo al Padre, su encarnación y redención.

En todo caso, la escucha de los textos bíblicos no ha de ser una instrucción por medio de palabras aisladas, sino una introducción en el Espíritu de las Sagradas Escrituras, un Espíritu que siempre será inmensamente más rico que lo que la letra puede acoger y expresar. Del mismo modo, cada uno de los que toma parte en la liturgia también puede recibir las más diversas intuiciones y sugerencias del mismo texto de la Epístola. Dios utiliza la riqueza de la Escritura para revelar la plenitud de sus propias posibilidades. Aparentemente, una Misa da la impresión de ser un todo fijo en el que todo está regulado hasta el último detalle. En realidad, está llena de vida, cambia todos los días, la misma Misa puede ser contemplada y celebrada desde innumerables aspectos.

La Epístola está relacionada con el altar, lo encarna, está como grabada en él. El Evangelio, en cambio, es proclamado de un modo más inmediato al pueblo, está más dirigido a él, le resulta más accesible, más comprensible. La Epístola es más misteriosa que el Evangelio, a menudo existen menos puentes de comprensión y de interpretación. Pero ambas direcciones, hacia el altar y hacia el pueblo, pertenecen a Dios.