EVANGELIO

El Evangelio constituye la conclusión de la liturgia de la Palabra. Siendo un relato dirigido al pueblo, constituye la última preparación de la congregación para lo que está por venir, que se representará por completo en el altar: el Ofertorio, la Transubstanciación. El Evangelio, con la interpretación que le sigue en la homilía, ofrece como un descanso necesario, mientras que la Epístola era como una anticipación de la seriedad de la Transubstanciación que se dispone en el altar.

Después del ingreso, hubo una primera elevación –en el Introito, Kirie, Gloria–, en la que los santos y la asamblea de fieles se reunieron como el único pueblo de Dios. Luego siguió un recogimiento en el lugar santo, el altar.

De la primera elevación surge ahora, en el Evangelio, una segunda: como inclusión del pueblo de Dios, de la congregación y de los santos en el Espíritu del Evangelio. Este Espíritu revela ahora un lado completamente diferente del Espíritu Santo que el Espíritu de la Colecta y de la Epístola. Ahora es el Espíritu del Encarnado, un Espíritu mucho más accesible para nosotros, que lleva y revela plenamente el rostro del Dios hecho hombre, mientras que el Espíritu de la Epístola llevó más el Espíritu del Dios trinitario. Sin embargo, toda la liturgia de la Palabra es como un camino hacia la llegada inminente del Hijo, que corresponde al acompañamiento del Hijo por el Espíritu trinitario hasta la encarnación y en el seno de la encarnación. Si ahora en el Evangelio sale a la luz el Hijo encarnado y anuncia su propio Espíritu, al mismo tiempo se revela en Él el Espíritu trinitario, que lo acompaña inseparablemente y en el que vive continuamente. Así, la Epístola aparece de nuevo bajo un cariz distinto: como la representante de la Antigua Alianza, en la que el Espíritu del Hijo aún no se distinguía del Espíritu del Padre y del Espíritu Santo, mientras que el Evangelio encarna la Nueva Alianza, en la que, mediante el salir a la luz del Espíritu del Hijo, también se revela de un modo nuevo el Espíritu de todo el Dios trinitario. El Espíritu del Evangelio es, por tanto, el Espíritu del Encarnado, el Espíritu de su carne y sangre, por consiguiente también el Espíritu de la vida del Señor. Mientras que la Epístola, que también puede sonar veterotestamentaria, aunque esté tomada del Nuevo Testamento, es menos la expresión de una «vida» que de un «espíritu». El Evangelio suele hablarnos con más fuerza, nos atrae hacia él y nos entraña en él: por eso es en la santa Misa el punto en el que la congregación en su conjunto alcanza su mayor coparticipación.

Antes del Evangelio, el sacerdote pide a Dios que sea capaz de proclamar la palabra del Señor de tal manera que la congregación presente sea capaz de comprenderla. Ese ser capaz y ese satisfacer siguen siendo por fuerza algo muy relativo, pues casi no existe en el mundo un fenómeno que supere tan universal y fundamentalmente la capacidad del hombre como la santa Misa. Así, el sacerdote en esta oración proclama en el fondo justamente su insuficiencia: sabe que él solo no puede realizar lo que es propio de su ministerio, que durante toda la santa Misa Dios debe acompañarle con más fuerza y más presencia que en ninguna otra parte.

Después del Evangelio, como también después de la Epístola, los que participan en la celebración dicen una palabra de agradecimiento a Dios. Es una palabra que los atrae y los hace entrar en el evento que está aconteciendo. Ellos alaban, dan gracias, se alegran de que la palabra se haya dirigido de este modo a ellos; el corazón comienza a arderles, por así decirlo, entran en un estado de emoción y conmoción que a partir de ahora llevará a todos los que participan al interior de un acontecimiento inmenso que supera toda visión y toda comprensión. Han oído en el Evangelio acerca del Dios hecho hombre, se sienten interiormente entusiasmados y saben que por el acontecimiento de la Misa pronto serán iniciados aún más profundamente en la vitalidad de estos misterios. En el Evangelio, todo estaba dispuesto para poner al Señor en un contacto lo más cercano posible con la comunidad. El sacerdote pudo ciertamente leer las palabras y también explicarlas, pero al hacerlo retrocede frente al Señor. Después, cuando comience la acción santa, ocupará cada vez más tan solo su función ministerial. También los santos dan un paso atrás para permitir el encuentro inmediato entre el Señor y el pueblo. Como cuando alguien presenta a dos personas y por un momento da un paso atrás para darles la posibilidad de conocerse, y solo después se introduce otra vez en la conversación. La Iglesia también conoce algo de esos buenos modales. Así, por ejemplo, el sacerdote está presente de un modo mucho más personal durante la absolución en la confesión que durante la distribución de la santa Comunión, y luego de esta desaparece por completo y deja a las almas a solas con el Señor.