EL PADRE NUESTRO

El sacerdote invita a los fieles a rezar con él la oración del Hijo que Él mismo nos ha enseñado. Ellos pueden y deben atreverse a decirla porque el precepto y la instrucción de Dios les mueve a ello. Si nosotros rezamos el Padre Nuestro en soledad, estamos no obstante siempre entre cristianos a los que el Hijo ha enseñado su oración.

Pero en la santa Misa, como pecadores que somos, lo rezamos de manera especial con el Hijo presente. Él asume tan fuertemente una parte de nuestra oración que es como si Él mismo la rezara. En la hostia, está con nosotros en una comunión de oración. Reza llevándonos con Él y, al llevarnos consigo, da poder eclesial a su oración, el Padre Nuestro. El sacerdote la reza junto con la comunidad, el Hijo en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, y ambas oraciones son una en la eucaristía. El Hijo asume de algún modo el aspecto celestial de la oración, que a nosotros nos supera, pero sin separarse de nuestra oración terrena.

El Padre Nuestro termina con una súplica a Dios que quiera perdonar la culpa, protegernos del mal y librarnos de él. Así, la confesión de nuestros pecados hecha al inicio es retomada en un nivel nuevo. Ahora que el Hijo está presente en la congregación, los cristianos han vuelto a aprender hasta qué punto hay que evitar todo pecado.

El sacerdote continúa pidiendo por la liberación de todos los males, porque conoce su pecaminosidad y la de la congregación, también para llamar la atención no solo de Dios, sino de todos los presentes sobre cuán seriamente han de tomar su propia petición de salvación, tocante al pasado, al presente y al futuro. Y de nuevo, como para acentuar la seriedad, invoca la presencia de la Madre del Señor y de los demás santos: todos deben interceder por los pecadores ante el Señor aquí presente.

Al mismo tiempo, pide la paz en nuestros días. Nosotros necesitamos la paz ya ahora para poder alcanzar la paz eterna. Debemos ser fieles convertidos ya ahora para poder serlo en el cielo. No debemos posponer la conversión esencial para más adelante y mientras tanto vivir en pecado y perturbación, sino que debemos entrar en la paz regalada por Dios, para, en ella, poder despegarnos de nuestras ataduras de pecado. Es la paz de la fe y su seguridad, tal como Dios la otorga, para fortalecernos en la lucha contra la perturbación del pecado. Es la paz que viene del cielo, tanto y tan claramente que el hombre terreno solo la soporta a regañadientes, pues esta paz le exige una lucha continua contra el pecado. Que nosotros recibamos y conservemos esta paz sobrenatural es un puro don de1 la misericordia divina. Solo la misericordia mantiene la alianza que Dios contrajo con nosotros en Cristo.