OFERTORIO*

Pan y vino ya estaban en el templo, pero desapercibidos, como inexistentes. Ahora se convierten de repente en el centro de atención. Todo lo anterior era como un preludio, del que aún no se sabía lo que iba a introducir. Ahora el sacerdote, que sabe de su indignidad, toma la patena y presenta la hostia a Dios Padre. Suscipe sancte Pater. El don debe transformarse en algo que conduzca a la vida eterna, a él y a todos. Pero solo puede llegar a serlo si Dios lo acepta y lo toma, por lo que debe ser ofrecido a Dios. La hostia entra en unidad con Dios, mientras que el sacerdote está en unidad con la comunidad, con vivos y difuntos, con todo el mundo, por cuya salvación ruega. Pero él sostiene la hostia en la mano, y en esta unidad de sacerdote y hostia han de tocarse y entrecruzarse ambos círculos: la vida eterna de Dios y la vida temporal presente del mundo. Ambas vidas son atravesadas por un corte transversal: uno que desde la nada de la hostia alcanza a Dios Padre, el otro que a partir de la Iglesia de los creyentes alcanza al sacerdote. En el ministerio del sacerdote que ofrece la hostia, ambas vidas se encuentran y entrecruzan.

Luego el sacerdote va adelante y ofrece el cáliz. Los objetos: patena, cáliz, pan y vino, los jarritos, el cuenco, el agua son como un compendio de nuestra vida terrena, que podría sustentarse con pan, vino y agua. Pero lo que aquí hay es tan poco que no bastaría para vivir. Solo cuando Dios se hace presente en ellos, es tanto que desborda toda vida terrena. De lo natural surge lo sobrenatural, pero de tal manera que ninguna transformación es visible a nuestros ojos terrenos. Dios desciende, transforma lo que se le ofrece, vive de tal manera en su interior que las cosas ya no tienen una substancia propia, sino que son solo envolturas, portadores de la substancia divina. Así, estas cosas inanimadas se convierten en una imagen de nuestra vida en Dios. En verdad, Él no nos despoja de nuestra substancia, pero hace de nosotros, junto con toda nuestra substancia, una envoltura, un portador de su vida eterna y divina. Nuestra vida terrenal, junto con sus leyes y actividades naturales, se transforma en función y expresión de otra Vida, cuyas leyes trascienden las nuestras y cuya esencia nos resulta inconcebible. El sacerdote lo expresa en la oración: Oh Dios, que maravillosamente creaste la dignidad de la humana substancia… La dice frente a estas cosas de nada: pan, vino y agua. Y desde esta nada, se eleva en oración al todo de Dios, porque por la gracia de Dios estas cosas participarán de la vida eterna. Toda vida real, el único valor de estas cosas de nada, consiste en esta participación.

El pan se ha ofrecido más al Padre. El cáliz (Te ofrecemos) se ofrece más al Hijo. Padre, Hijo y Espíritu aceptan nuestra ofrenda en unidad. Antes de que el Hijo descienda otra vez en la Transubstanciación y asuma de nuevo carne y sangre, vive para nosotros, los oferentes, en el seno de la Trinidad, como Esta era antes y después de la encarnación. Él vive en una eternidad y unidad con el Padre y el Espíritu en la que nosotros no podemos diferenciar sus obras. En su Ascensión a los cielos, el Hijo se retiró al seno del Padre y todo el Padre vive en Él y ambos son uno en la unidad del Espíritu Santo. Y, en este momento, la distinción de pan y vino sobre el altar existe solo para recordarnos, como en imágenes, que cuando ofrecemos lo nuestro al Padre eterno y omnipotente, nos referimos al Padre trino que tiene en sí al Hijo y al Espíritu.

Animados en espíritu de humildad. Ahora, después del Padre y del Hijo, aparece de un modo alusivo el Espíritu Santo. Sacerdote y comunidad, después de presentar su ofrenda, se presentan ante Dios en espíritu de humildad y piden que su ofrenda le sea grata y encuentre acogida en Él. Para ellos, sin embargo, su encontrar acogida será que el Hijo encuentre acogida en ellos. El espíritu de humildad, en el que ellos quisieran ser gratos a Dios, no ha de ser otro que el humilde Espíritu Santo del Hijo que se encamina al sufrimiento, que come la Última Cena junto con el pueblo y se deja transformar a sí mismo en alimento. Comiendo con los hombres, el Hijo nota la enorme necesidad de alimento que ellos tienen, y Él lo toma allí donde lo encuentra: en sí mismo. Todas las criaturas quisieran vivir, todas necesitan nutrirse. Y también Él se ha hecho una criatura, conoce el hambre y desea alimentos. Pero no se ha hecho hombre para comer, sino para dar de comer. No se ha hecho hombre para vivir, sino para tomar sobre sí la cruz y entregar la vida. Para regalar la propia vida a los demás por medio de su no ser saciado, por medio de su sed. Pero Cristo es uno: cuando se dona a sí mismo en la comida, no solo da su vida terrenal, sino también su substancia divina. Sacrifica su vida humana en la muerte de cruz, pero consecuentemente también dona sin retorno su vida divina, ligada a su carne, para así transformarse para nosotros en alimento en todas sus formas. Pues en su encarnación hay un doble sacrificio: el de su divinidad que Él ofrece para hacerse hombre, y que es el requisito previo de su segundo sacrificio: el volver a donar la vida humana asumida. Pues solo ha tomado sobre sí la vida humana para poder volver a donarla: en la muerte de cruz, en el retorno al Padre y, finalmente, en una especie de perpetuación de esta donación en la eucaristía. Y ofrece este sacrificio eucarístico en una forma doble: recorriendo siempre de nuevo el camino desde el cielo al mundo, a esta especie de aniquilación en el pan y en el vino, y también renunciando siempre de nuevo a este estado para volver al Padre, pero de nuevo de tal forma que, al hacerlo, siempre de nuevo nos dona su carne y su sangre para transformarse en nuestro alimento. En esta donación nos entrega ambas cosas: su cuerpo creado, que, sin embargo, no sería suficiente para alimentar nuestra alma si al mismo tiempo no entregara también su divinidad. Él vive como Dios-hombre con sus dos naturalezas en un estado que se revela hacia ambos lados: desde la eternidad se sacrifica hacia el interior de la encarnación temporal, y hacia el interior de la eternidad se sacrifica desde la encarnación hacia el interior de la eucaristía.

Ven, oh santificador. Se ruega a Dios que venga a bendecir los dones que se han preparado. El sacerdote también bendice los dones con el signo del Hijo, la señal de la cruz. Aquí, y cada vez que el sacerdote hace la señal de la cruz durante la Misa, da el carácter del Hijo a todo lo que se ofrece y acontece, para que el Dios trino reconozca por este signo que la Iglesia pertenece al Hijo. El sacerdote lo hace, por así decirlo, en nombre de Dios, a quien pide que bendiga. Su sacerdocio, su ministerio en el altar son ya en sí mismos signos de la presencia de Dios entre nosotros. Solo siendo un signo que Dios da de Su presencia él puede presentarse ante el altar, saber que Dios acepta el sacrificio y requerirle que lo acepte. De hecho, Dios ya ha aceptado el sacrificio personal de su vida, en caso contrario no estaría allí, y así también aceptará el sacrificio litúrgico, que él tiene la gracia de cumplir en virtud de su sacrificio personal en favor de la comunidad. Ambas ofrendas forman una unidad.

Es invocado el Dios eterno y omnipotente: el Padre mismo ha de venir para que el Hijo pueda venir. El don debe ser restituido a Dios para que en adelante Dios pueda habitar en el don. El sacerdote debe renunciar al don en nombre del pueblo, debe ofrecerlo para que Dios pueda elegirlo como su morada. Ya cuando Él vino a María, vino a su propiedad. Así también ahora, en la Transubstanciación, viene a un don que le fue dado como propio. Y todo esto solo para que Él también pueda venir a todos nosotros como a su propiedad en la Comunión. Estamos como oferentes detrás de los dones: y renunciando a ellos, renunciamos a nosotros mismos. Nosotros ofrecemos los dones para que el Hijo pueda transformarlos en sí mismo, y con ello sacrificamos al Hijo mismo como por adelantado, pero al Hijo más en nosotros que en los dones. Pues nosotros sacrificamos, cuando lo hacemos según su sentido y válidamente, siempre a partir del sentimiento y la actitud sacrificial del Hijo que vive en nosotros, a cuyo sacrificio nos unimos cuando finalmente lo ofrecemos como único don sacrificial válido. Este sacrificio lo realiza en primer lugar el sacerdote: cuando ofrece los dones a Dios, le ofrece junto con ellos todo su camino sacerdotal. Y al hacerlo, ofrece al Hijo que está en él, para que Dios permita que este su Hijo surja de nuevo en él. Es el lugar en cada Misa donde el sacerdote ofrece y devuelve su vida sacrificial al Padre: Bendice este sacrificio preparado para tu santo nombre. Él, el sacerdote, está incluido en el misterio de este mismo sacrificio que aquí está preparado, pues él se ha ofrecido a sí mismo para poder ofrecerlo. Su sacrificio personal es acogido como un presupuesto en el don sacrificial preparado. Por lo tanto, él también estará contenido misteriosamente en la eucaristía que distribuye. Su estar junto al altar, ese hecho supremo en su vida sacerdotal, se basa por último, pero no menos significativamente, en que él se ofrece con el Señor y así tiene la certeza de que también es distribuido junto con Él.