- Tabla de Contenidos
- Introducción del Editor
- Sobre la Santa Misa
- Invocación de la Trinidad
- Acto de Contrición
- Introito
- Kyrie
- Gloria
- El señor esté con vosotros
- Colecta
- Epístola
- Evangelio
- Credo
- Ofertorio
- El lavado de las manos
- Prefacio
- El Canon hasta la Transubstanciación
- Transubstanciación
- Excursus
- Continuación del Canon
- El Padre Nuestro
- Preparación de la Comunión
- Comunión
- Oración final y bendición
- Apéndice
EL LAVADO DE LAS MANOS
Mientras realiza el lavado purificador de sus manos, el sacerdote habla de circundar, de abrazar el altar del Señor [circumdabo altare tuum, Domine]. Por el lavado entra, por así decirlo, en una relación nueva con el altar. Cuando luego tomará la hostia, abrazará todo el Espíritu del altar. Su cuerpo, sus pasos se adaptan ahora al Espíritu de la eucaristía que está viniendo, sobre todo a la pureza de la hostia, de forma que cuando se transforme en el Cuerpo del Señor, encuentre una morada acorde a ella en el cuerpo del sacerdote y, junto con él, en el cuerpo de toda la congregación.
Recibe, Trinidad santa. Después de la oración, que quiere agraciar al Padre en su misericordia, se ofrecen de nuevo los dones a toda la Santa Trinidad en memoria de todo el sacrificio del Hijo. De esta manera, otra vez se anudan nuevos vínculos: el Hijo pertenece al Dios trino, pero el sacerdote, que ahora ofrece los dones, sacrifica en unidad con el sacrificio del Hijo. Sacrifica con el Hijo encarnado, que de este modo, como Dios, capacita al sacerdote y a su fe para sacrificar al Dios trino. Como si el Hijo, que ahora tiene uno que sacrifica con Él, se apoderase de la fe del sacerdote para expandirla de tal manera que él pueda dirigirse al Dios trino con su ofrenda. No podría hacerlo si el Hijo no lo acogiera y llevara consigo. Allí donde el Hijo nos permite sacrificar junto con Él, nos introduce en una forma de fe que nos supera esencial y completamente. Si sacrificara Él solo, quizá podría dejarnos en una forma de fe más limitada, más humana. Podría conformarse con atribuirnos los frutos objetivos de su sacrificio. Pero así nosotros debemos compartir su propia fe trinitaria.
En su oración, el sacerdote recuerda no solo la pasión como sacrificio cruento del Hijo, sino también la resurrección y ascensión a los cielos: el sufrimiento y su fruto son transferidos así a la alegría del Padre. El Dios trino, al aceptar nuestro sacrificio, ha de recordar también la alegría que experimentó gracias al sacrificio del Hijo en su resurrección y ascensión al cielo. A continuación se menciona a María y a los demás santos a los que también se quiere honrar por el sacrificio. Y se pide a Dios que quiera aceptar y escuchar la intercesión de todos ellos. Antes, a su manera, ellos han participado en la realización del sacrificio del Hijo. Ahora, que ya han sido iniciados en el servicio sacrificial, deben asumir una especie de posición mediadora entre el sacerdote y el Hijo, para que los lazos entre la tierra y el cielo se unan aún más fuertemente. El sacerdote recuerda a Dios que no solo existe el sacrificio del Hijo, sino que también existen santos que alegran el corazón de Dios y a los que el Hijo mismo acoge en su cielo. Recuerda que Dios Padre entonces ya ha aceptado sacrificios de los santos, sacrificios que fueron una verdadera alegría para Él, sacrificios de hombres que quizá no estaban para nada muy lejos del servicio sacrificial que el sacerdote está a punto de realizar. Para el sacerdote, el hecho de que existan santos es como una recomendación ante Dios.
Pero en el mismo momento en que ha osado tanto y ha ofrecido su sacrificio a toda la Trinidad en unión con el sacrificio del Hijo y de los santos, el sacerdote se dirige a la comunidad diciendo: ¡Rogad hermanos! No quiere reclamar para sí solo la recomendación de los santos, sino que atrae e incorpora de inmediato a todos los fieles presentes. En el momento en que se forma una cadena desde el Padre al Hijo, a los santos y al sacerdote, él tiende la mano a los fieles. El sacrificio del Hijo ha dado prueba de sí mismo, el de los santos también, así que el sacerdote espera que ahora el suyo también se confirme, y en esta esperanza se dirige a la congregación. Pues, en verdad, él no se hizo sacerdote para sacrificar en soledad. Está ante el altar para que el sacrificio de todos sea aceptado junto con el suyo: Este sacrificio mío y vuestro, nos dice. En pocos lugares de la santa Misa resplandece tan gloriosamente la esencia de la Iglesia católica como aquí. La cadena desde Dios Padre, pasando por el Hijo, los santos y el ministerio sacerdotal hasta llegar al pueblo de Dios es una cadena ininterrumpida, aunque quizá hacia abajo se vaya debilitando la comprensión de lo más profundo del acontecimiento. El Hijo tenía plena conciencia del alcance de su sacrificio. Los santos sabían mucho de él, el sacerdote sabe un poco, la comunidad quizá aún menos, pero todos los miembros están incluidos en el sacrificio único, incólume e inquebrantable.
El Señor acepte este sacrificio. Y la comunidad responde: Quiera Dios aceptar el sacrificio para su glorificación y para el bien de los aquí reunidos y de toda la santa Iglesia. El sacerdote está en el altar como en una contemplación de la Trinidad, de la encarnación y de los santos, e invita a la comunidad a participar en ella. Y esta responde en su oración como con una acción: con el deseo de que Dios quiera aceptar el sacrificio. Se encomienda a esa forma de visión de conjunto que el sacerdote tiene en este momento: del cielo y de la tierra y de la unidad de ambos que está aconteciendo en la Misa. La gradación de la jerarquía se hace muy clara en este lugar: el sacerdote habla con Dios como una vez lo hizo Moisés, como un amigo con un amigo, y la asamblea se encomienda a ese diálogo. Existe en el sacerdocio –como en el estado de la vida consagrada, que aquí está cercano al sacerdocio como estado sacrificial– una intimidad especial con Dios que le está reservada. Pues la jerarquía de la oración que aquí se hace visible reposa en el sacrificio especial que el sacerdote, ante el altar, ha ofrecido a Dios en su persona. El consagrado y la consagrada han realizado el sacrificio correspondiente. Y ambos modos de sacrificio abren una forma especial de contemplación divina. En el caso del sacerdote, esta contemplación está condicionada al mismo tiempo por su ministerio y le obliga a decir de inmediato: ¡Orad hermanos!