- Tabla de Contenidos
- Introducción del Editor
- Sobre la Santa Misa
- Invocación de la Trinidad
- Acto de Contrición
- Introito
- Kyrie
- Gloria
- El señor esté con vosotros
- Colecta
- Epístola
- Evangelio
- Credo
- Ofertorio
- El lavado de las manos
- Prefacio
- El Canon hasta la Transubstanciación
- Transubstanciación
- Excursus
- Continuación del Canon
- El Padre Nuestro
- Preparación de la Comunión
- Comunión
- Oración final y bendición
- Apéndice
CREDO
El Credo contiene la fe de la Iglesia: la fe del sacerdote y de los fieles. En el Credo vive el Espíritu trinitario, y es como si este Espíritu necesitase un testimonio tan expreso de su Iglesia para saber que puede permitir al Hijo volver a encarnarse. La Iglesia debe confesar su fe, como María en su sí confesó su fe y dio su consentimiento. El Credo es la expresión de que el creyente comprende algo del Dios trino, tiene una concepción de Él que es adecuada en sus líneas y rasgos fundamentales. Y el Espíritu trinitario exige de él esta y no otra confesión, la confesión de la recta fe ortodoxa, como requisito previo para que el Hijo se haga de nuevo carne y sangre en el seno de la Iglesia. No se trata de una confesión espontánea que sueltan los creyentes. Se trata del control de la fe establecido por Dios: por tanto, para los creyentes es un acto de obediencia. Dios y la Iglesia quieren que la fe de todos los presentes sea la recta fe.
En primer lugar, se presenta la confesión de un solo Dios. Este Dios uno es Padre y Creador, tanto su paternidad como su acto creativo lo abarcan todo: lo visible y lo invisible. Pero el Padre quiere que la fe pase inmediatamente al Hijo y al Espíritu Santo. El Hijo aparece primero como el Hijo de Dios: Él mismo es Dios. De nuevo, como en el Gloria, se describe al Hijo con mayor detalle que al Padre, como si el Padre fuera definitivamente demasiado grande para ser descrito, y como si Él le hubiera dejado al Hijo lo visible, tangible y comprensible de sus atributos divinos, para que nos sean reconocibles en el Hijo. En efecto, el Hijo se hizo hombre y con ello nos ha revelado su divinidad y nos ha hecho cercano al Dios trino en su totalidad. A continuación sigue la presentación de la vida del Hijo en la tierra, partiendo de una fuente doble: del Espíritu Santo y de la Virgen Madre. El Dios incomprensible y el hombre comprensible devienen juntos un principio del que surge la unidad del Dios hombre.
Ni para la encarnación ni para la pasión se hace referencia al testimonio de las Escrituras. Solo se hace referencia a ella cuando se menciona la resurrección del Hijo: Resucitó al tercer día según las Escrituras. Las Escrituras no se introducen como un objeto independiente en el que creer. Pero, para que este contenido no aparezca de algún modo secundario, se transfiere por completo a la fe en el Hijo, precisamente al lugar donde aparece lo absolutamente sobrenatural del Hijo: en la resurrección. Que alguien sufra, sea crucificado y sepultado por sí solo no testimonia su origen divino, como tampoco testimonia el origen divino de las Escrituras. Pero, al presentarse juntos la resurrección y el testimonio de las Escrituras, queda claro que el Hijo da fe de las Escrituras del mismo modo que estas de Él. Con su testimonio divino, las Escrituras están justo allí donde se detiene la comprensión humana. Se sitúan allí donde inicia el salto, donde tiene lugar el resurgir, el nuevo ascenso del hombre en y hacia Dios.
Luego sigue la parte celestial de la misión del Hijo: la Ascensión al cielo, el sentarse a la derecha del Padre, el venir de nuevo para juzgar, el Reino que no tendrá fin. La eternidad, en la que se sitúa su Reino, no aparece como una magnitud que lo contiene en sí, sino más bien como una propiedad de su Reino. A partir de este Reino tiene lugar la transición al Espíritu Santo. El Espíritu es presentado de inmediato como el que procede del Padre y del Hijo, siendo así el principio de la unidad, también de la unidad del Reino eterno. Esta unidad es testimoniada y realizada en la oración, en la adoración: Él es co-adorado. Y es el Espíritu quien ha hablado por medio de las Escrituras. Esa segunda mención de las Escrituras, más allá de la primera, introduce ahora la Antigua Alianza en el Credo. También ella ha dado testimonio del Espíritu, en especial en los profetas. Los profetas pertenecen primariamente a la Antigua Alianza, aunque también en la Nueva pueden surgir nuevos profetas. A continuación y en relación con el Espíritu, se habla de la Iglesia, de la Iglesia que se transforma en la Esposa del Señor por medio del Espíritu. Hasta ahora todo el Credo tenía su lugar esencialmente en el cielo, desde donde también tenía lugar su siempre nuevo descenso a la tierra: a la Virgen Madre, al Hijo, a los profetas. La Iglesia, que ahora es puesta de manifiesto, está como entre el cielo y la tierra. Y ahí ella es una, y esta unidad está fundada en el cielo, en el Padre, el Hijo y el Espíritu. Pero la Iglesia nos es revelada, es donada a cada creyente concreto en la tierra, quien ha de portarla en sí: como unidad con todos los que creen y con el Dios trino. Ella es católica, universal, siempre la misma en toda la tierra. Es apostólica, proviene de los apóstoles y por eso lleva esta propiedad del apostolado como una cualidad constante, perennemente activa, nunca agotada en la historia ni alguna vez cerrada y acabada en sí misma. La esencia misma de la Iglesia es ser apostólica y, por lo tanto, también lo es la esencia de cada creyente, en el que ella se realiza. Y esto, de nuevo, en las dos direcciones: hacia el mundo y hacia el altar.
La Iglesia es santa; posee esta santidad como un don del Dios trino, pero la tiene en cuanto la dona. Tampoco su santidad es algo cerrado, sino algo que ha de ser realizado siempre de nuevo. También en nosotros ella es santa, así como es santa en Dios. Su santidad es lo más magnánimo que existe: puro manar que se dona gratuitamente. Ella la toma de Dios y nos la da a nosotros, la toma de nuevo de nosotros para dársela de nuevo a Dios. Solo ahora, en el seno de la Iglesia, en el séquito de su ser, existe un bautismo y un perdón de los pecados. Así como la santa Iglesia solo es posible en el interior de la Trinidad, así también el bautismo y el perdón de los pecados solo son posibles en el interior de la Iglesia.
Ahora, mirando hacia el principio, la estructura de todo el Credo se vuelve clara: partiendo del Dios todopoderoso, que ha creado y ordenado todas las cosas, pasando por el Hijo, que muriendo nos ha redimido, hasta llegar al Espíritu Santo en la Iglesia, por quien nos fueron perdonados los pecados, todo el fluir de este acontecer se revela ciertamente en el tiempo, pero como revelación de la eternidad inmutable. Por eso, por último, sigue la fe en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. Antes la resurrección estaba asentada según las Escrituras en el interior del testimonio de esta misma. Ahora es una resurrección que hace estallar todo y lo abre todo hacia la vida eterna. Y nuestra vida eterna ya ha comenzado en nuestra fe en el Dios uno todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de modo que todo el Credo, en un movimiento circular, se abre y se cierra eternamente hacia su Origen, y cada uno de sus artículos condiciona y es condicionado por cada uno de los demás, y así todos juntos forman una unidad perfecta.