- Tabla de Contenidos
- Introducción del Editor
- Sobre la Santa Misa
- Invocación de la Trinidad
- Acto de Contrición
- Introito
- Kyrie
- Gloria
- El señor esté con vosotros
- Colecta
- Epístola
- Evangelio
- Credo
- Ofertorio
- El lavado de las manos
- Prefacio
- El Canon hasta la Transubstanciación
- Transubstanciación
- Excursus
- Continuación del Canon
- El Padre Nuestro
- Preparación de la Comunión
- Comunión
- Oración final y bendición
- Apéndice
EXCURSUS: 1 CO 11,23-30
Porque yo recibí del Señor lo mismo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: «Este es mi Cuerpo que es partido por vosotros. Haced esto en memoria mía». Del mismo modo, después de la cena, tomó el cáliz y dijo: «Este cáliz es la Nueva Alianza en mi Sangre. Haced esto, tantas veces bebiereis, en memoria mía».
Lo que Pablo lleva a los corintios, el Señor se lo ha dado a él. Es lo mismo que hace el sacerdote durante la consagración. Y lo que el Señor ha transmitido permanece siempre igual en la tradición de la Iglesia: no se gasta ni se debilita ni se agota con el paso del tiempo. Casi se podría decir: ¡todo lo contrario! Si el Señor, después de tanto tiempo, se hace carne de un modo nuevo cada día, entonces toda la fuerza y el poder del tiempo se pone a su servicio.
El Señor fue partido como pan la noche anterior a su sufrimiento. Él entrega su Cuerpo doblemente, para una doble ruptura: en el sufrimiento y en el pan. La unidad de ambas rupturas reside en la única voluntad de sacrificio del Señor. Esta unidad en el Señor ha de reflejarse en la unidad de nuestra fe con la que aceptamos tanto su cruz como la transubstanciación. La unidad de su sacrificio es tan perfectamente realizada, una y otra vez, por el Señor que nosotros hemos de recibir en una unidad correspondiente esa misma unidad de sacrificio de cruz y de sacrificio del pan.
Como si en su único Espíritu de sacrificio Él formara también la unidad de nuestra fe, como si lo que hace lo concentrara tan fuertemente en la unidad que también nos quitara a nosotros toda posibilidad de estar divididos, de fragmentarnos, como si su voluntad de ser uno frente al Padre en toda forma de sacrificio que le es requerido fuese lo suficientemente fuerte como para ser también garante de nuestra unidad en la fe.
Esta fuerza amalgama la unidad de la Iglesia, la unidad del dogma y la del Credo. Frente a esa unidad ya no existe ninguna posibilidad para el eclecticismo. Si el Señor es realmente el mismo: como Hijo eterno del Padre, como Niño en el pesebre, como Hombre moribundo en la cruz y como Dios en la hostia, entonces gracias a esa fuerza unitiva nos salva de la posibilidad de ser una multiplicidad.
Cada cristiano debe ser uno por su fe, y la fuerza unitiva de la fe procede del Señor. La unidad del hombre como ser natural es mucho más débil, mucho más precaria que la unidad de Cristo. El entero cuerpo del hombre cambia en pocos años, también su alma está sujeta a múltiples cambios. Su unidad es pura fragmentación comparada con la unidad de la gracia de Dios en él, con la unidad de su misión, con la unidad de su fe. Esta unidad proviene del Hijo, que es siempre el mismo en el cielo y en la tierra, pues vive siempre en Dios.
Con ocasión del pan, el Señor habla solo de su cuerpo. En las palabras referidas al cáliz, menciona su sangre y la Nueva Alianza: como si su sangre fluyese inmediatamente en la Nueva Alianza. Mientras que respecto al cuerpo, la atención se dirige ante todo a la personalidad del Señor encarnado, respecto a la sangre, Él aparece como en función de la Alianza que Él trae.
El cuerpo es, por así decirlo, lo personal en Él; la sangre, por así decirlo, lo despersonalizado que fluye en la misión. Y si cada vez que celebramos la eucaristía nos invita a pensar en Él, lo hace sobre todo en nombre de la Alianza, de la Iglesia recién instituida, de toda la doctrina transmitida.
El cuerpo es compacto; la sangre, en cambio, fluye. La carne es la encarnación, la sangre es el derramarse de la encarnación como su efecto activo. La carne es el enviado, la sangre es la misión, es lo que pasa de la substancia del enviado a su fundación: la Iglesia.
Naturalmente, su sangre también contiene toda su substancia indivisa, carne y sangre unidas. El cáliz se ha convertido en este proceso como en el recipiente de toda la misión, de una misión que va mucho más allá de lo que la forma visible del cuerpo del Encarnado permite insinuar.
El hecho de hacerse hombre en la carne puede, en cierto sentido, captarse y circunscribirse, pero en la efusión de la sangre esta encarnación experimenta una expansión hasta devenir un acto de Dios que va más allá de todo tiempo, un acto eterno del Dios trinitario que apareció en el tiempo como Hijo encarnado.
Pero el pan mismo, en su separación del vino, nos reenvía ya a este misterio ulterior. Por el pan, que representa lo concreto, somos iniciados en lo que para nosotros es lo abstracto de la misión total de Cristo, en los misterios de la doctrina de la Nueva Alianza.
Pero ambos están conectados, en ambos el Señor dice: Haced esto. Pero hacedlo no como algo históricamente concluido, solo retrospectivamente, como algo de lo que podríais disponer vosotros mismos, sino en memoria mía, de modo que el Señor conserve la autoridad de disponer también de lo que ahora se ha hecho.
Pues en este hacer memoria, en esta conmemoración de lo que Él ha hecho, no solo recordamos su permanencia de entonces entre nosotros en un cuerpo concreto, sino que somos incorporados en los misterios de su vida eterna, tomamos parte como Iglesia visible en los misterios de la invisible. Hacemos lo que Él ha hecho de un modo visible, sabiendo que Él permanece visible entre nosotros también en su invisibilidad: porque en la visibilidad del pan y del vino nos regala el misterio del hacerse visible de su invisibilidad; porque en su cuerpo, en su sangre, en todo su ser, une así el misterio de la invisibilidad y de la visibilidad, abarca nuestra vida terrena tangible y la vida eterna intangible en la única, en su propia unidad divina.
Y cuando en memoria suya partimos el pan y bebemos la sangre, no podemos hacerlo con alguna limitación que nos impondría nuestro pecado, sino solo en la ilimitación de su fe que se nos ha dado. De manera que no nos resulta más inverosímil que habite bajo la forma de este pan y nos dé su sangre que el hecho de que habitara entre nosotros como hombre.
En la eucaristía el Señor abraza y realiza de nuevo la unidad total de su existencia celestial y terrenal. Pues cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Pablo nos dice que al celebrar la eucaristía anunciamos la muerte del Señor. Al recibir su vida, que se nos dona de nuevo en el momento de la santa Misa, anunciamos su muerte. Cuando Él se hace vivo, nosotros nos hacemos testigos de su muerte. Y precisamente de su muerte de cruz, de su muerte de donación total.
Nosotros comprendemos que el sentido de su vida terrena estaba en su muerte por nosotros. En su morir nos ha dado el signo y la prenda de su vida siempre nueva. No habría podido legarse a nosotros como carne y sangre, si antes no hubiera muerto por nosotros, si antes no hubiera ido hasta el fin de su donación muriendo por nosotros. Esta entrega de amor continúa viviendo en su vida nueva.
Vida y muerte dan testimonio del Señor recíprocamente. En su muerte, Él es vida, y en su vida Él muere. Así nosotros aprendemos a comprender la simultaneidad de ambos estados en el Señor, que es Dios, y cuya temporalidad tiene siempre un lado eterno.
Nosotros, hombres, nos quedamos siempre ligados a nuestros desarrollos, tiempos, procesos. El Señor, en cambio, vive en el siempre-ahora de la vida eterna incluso en su existencia temporal, y nos lo da a entender en su muerte y en su vida. Pero para comprender esto de alguna manera, para penetrar en el Espíritu de su eucaristía, para recibir el regalo de su encarnación y de su sacrificio de cruz, debemos tener fe, es decir, participar en la vida eterna.
La santa Misa es el signo de la eternidad concreta, porque aquí vida y muerte coinciden, han devenido una sola cosa. Y esto solo puede suceder en la medida en que vida y muerte se encuentran en la vida eterna. La eucaristía es como un acto de la vida eterna dirigido hacia nosotros, la prueba de su realidad.
Una imagen de esto. Dos que se aman viven en habitaciones contiguas. Cada uno tiene derecho a llamar al otro en cualquier momento. Si uno viene, da testimonio de su presencia, quizá con un apretón de manos o con un beso. Luego se va. Este testimonio de amor no es el origen del amor, sino solo una prueba de su existencia, un acto que brota de su realidad y conserva viva y nutre su presencia constante.
Así, en un beso, quien fue besado puede guardar por mucho tiempo la presencia del amado en sí. Del mismo modo, quien realmente ama al Señor vive en su presencia real de una Misa a la otra. No se aleja de Él, aunque no esté en el acto mismo de recibirlo. Lo deja actuar en sí.
Como una mujer luego del acto no se separa, en realidad, de su marido, sino que ahora deja que su semen actúe en su interior. Hasta que Él vuelva. Entonces, de hecho, su encarnación, su hacerse carne y sangre, adoptará una forma nueva y definitiva. Pero, hasta entonces, la eucaristía es la forma a la que debemos adherirnos como la forma normativa.
Quien por lo tanto coma de este pan o beba del cáliz del Señor indignamente, peca contra el Cuerpo y la Sangre del Señor. Como sabemos que al recibir al Señor anunciamos su muerte, debemos hacerlo dignamente. La dignidad consiste en vivir nuestras vidas y cada uno de sus momentos con la mirada puesta en la venida del Señor en carne y sangre; en no alejarnos, entretanto, nunca de Él.
La maravilla de su encarnación es una realidad que permanece, que es ininterrumpidamente activa, y quien se expone a ella ha de perseverar en su mismo actuar. Esto es posible si tenemos fe, y así sabemos en ella que la eucaristía es realmente el bien más alto, verdaderamente un acto, un encuentro de la eternidad con nuestra vida; si, por tanto, dejamos que nuestra actitud sea determinada por la eucaristía.
El Señor se hace carne y sangre para encontrarnos, y nosotros debemos irle al encuentro y complacerle, abriéndonos a este encuentro tanto como Él quiera. Y Él quiere tenernos como el Padre quiere tenerle a Él mismo, de modo que toda nuestra actitud esté caracterizada por su obediencia al Padre, por su cumplimiento de la voluntad paterna.
No podemos decir que no sabemos cómo hemos de comportarnos, porque el Señor ha vivido para nosotros con antelación el ejemplo perfecto de cómo hacerlo: ya entonces en la tierra y ahora, además, en el hacerse definitivo de su donación total en la eucaristía.
No se puede contemplar el milagro de la transubstanciación solo como un movimiento desde la hostia hacia el Señor, como un desaparecer de la substancia de la hostia hacia y en la existencia del Señor. También existe el camino opuesto, el camino del Señor hacia la hostia, pues Él, siendo Dios, ha elegido anonadarse (anéantissement) desde su ser Dios hacia la hostia.
Y espera de nosotros en la fe la respuesta de buena voluntad que corresponde. Pues, así como Él se anonada en la hostia, del mismo modo, para recibirlo dignamente, nosotros debemos anonadarnos en Él, es decir, en la fe: no podemos salir a su encuentro con una vida y voluntad gobernadas por nosotros mismos y con una visión del mundo determinada por nosotros.
Un encuentro auténtico solo es posible si nosotros, como receptores, también nos dejamos anonadar. Si intentamos ser ante Él quienes Él desea que seamos, así como Él se hizo ante el Padre y ante nosotros el que el Padre deseaba que fuera. Por lo tanto, quien comulga de un modo indigno, es decir, fuera de la fe, se hace culpable.
Comulga fuera de la fe quien pasa su vida fuera de ella, quien reserva todo el lugar para sí mismo y para la incredulidad del pecado, y así en su alma ya no ofrece ningún punto de contacto a la eucaristía. Este no corresponde a la esperanza del Señor: como se aferra al pecado, no puede al mismo tiempo aferrarse al Señor.
Entonces, dado que quien come la carne del Señor y bebe su sangre anuncia la muerte del Señor y así sabe de la cruz en su vida, él debe poner esta cruz en su vida también en la forma de la confesión, para no ser encontrado indigno por el Señor. El efecto y resultado de la cruz, la confesión, es instituida para crear en nosotros la dignidad capaz de recibir al Señor.
Pecar contra el Cuerpo y la Sangre significa no ver y no reconocer el sacrificio de la cruz en el sacrificio de la eucaristía. Significa querer separar, de la manera que sea, la vida y la muerte del Señor, contentarse con que Él ahora viva en la eucaristía y pensar que su muerte ya no nos concierne más.
Pensar que en la eucaristía uno pueda pasar por alto tanto los pecados propios como la cruz del Señor. Al hacerlo, uno peca contra la cruz en la eucaristía. Entonces que cada uno se examine a sí mismo y luego coma del pan y beba del cáliz.
Un examen es indispensable, no se puede ir de una Misa a otra desentendiéndose por completo de uno mismo. Incluso si uno se atreve con toda seriedad a hacer el intento de permanecer en el Señor, de vivir de Él, no está dispensado del examen.
Debe examinarse para ver si ha permanecido fiel, de alguna manera, a sus propósitos e intenciones. Y esto para no hacerse culpable de la carne y sangre del Señor. Puede que uno haya pecado poco, en algo pequeño, pero por la negligencia de no examinarse, del olvido, del dejar pasar, incurra en una culpa mayor ante el Señor.
El encuentro con Él en la vida diaria es ciertamente muy real. Pero el encuentro en la eucaristía es, además, una medida con la que puede ser examinada, una y otra vez, la autenticidad de ese encuentro cotidiano. Es más, el encuentro diario recibe su vitalidad, ante todo, a partir de la eucaristía.
Ciertamente, no debe verse simplemente como un efecto posterior de la eucaristía y tan envuelto en su luz que casi se confunda con ella. Más bien, nuestra actitud diaria ha de ser examinada siempre de nuevo a la luz de nuestra actitud frente a la recepción de la eucaristía.
Una preparación real y activa para cada nueva Misa es, pues, necesaria. No basta con saber que todo está en orden hasta ahora y que la eucaristía posee una fuerza purificadora contra el pecado venial. Es necesario permanecer atentos y vigilantes en la fe.
La propia eucaristía es una ocasión permanente para ello y la exhortación de san Pablo nos anima concretamente a ello. Nuestro examinarnos antes de recibir la eucaristía es un signo exterior de nuestro estado interior.
Lo que se examina y se pone a prueba es la actitud de la fe y su perseverancia. ¿He permanecido desde ayer digno de comulgar en cada momento? ¿Como si estuviese frente al milagro de la carne y sangre de Cristo? El examen tiene que tener su origen y su fin mucho más en la luz del Señor que en la propia oscuridad.
Es decir, se trata menos de un examen de conciencia como el que se hace antes de la confesión –como especificación de mis faltas particulares– que de un examen del estado general en el que me encuentro. ¿Me he apartado de la actitud en la que puedo encontrar al Señor?
Y en caso de haber caído en un pecado particular: ¿cuál fue la causa en mí para que pudiera llegar a esto? ¿Qué rechazo, qué alejamiento, qué oscurecimiento de la relación más íntima con el Señor ha tenido lugar? Todo debe verse primariamente en la luz del Señor.
El estado del Señor en su eucaristía es de tal modo un continuo permanecer en el amor y la entrega, que Él espera de nosotros como respuesta también un permanecer, un estado del amor. Y luego coma.
El examen solamente puede terminar con un renovado comer y beber. No le está permitido alejarnos de la eucaristía. Su único fin es, en verdad, acercarnos a ella, si bien reconocemos que el camino hacia ella pasa por medio de la confesión.
La confesión, entendida en esta luz, también es memoria de la muerte del Señor y como una parte de la eucaristía. El pecador puede y debe aprovechar la muerte del Señor para poder de nuevo recibirlo vivo.
Pues quien come y bebe indignamente, sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propio castigo. Por eso hay tantos débiles y enfermos entre vosotros, y muchos ya se han dormido.
No hay que acercarse a la Comunión sin discernimiento, con indolencia, como si se tratara de una comida habitual.
Esto sería negar la presencia del Señor. Tan pronto se sabe de esta presencia, se cree; y tan pronto se cree, se está obligado a vivir en la fe, a reconocer el encuentro con el Señor como aquello que es, se está obligado también a acoger en sí en la santa Comunión la vida y la muerte del Señor.
Si no se hace esto, entonces se toma sobre sí un castigo contra uno mismo, es decir, se deja pronunciar un juicio a la justicia de Dios sin el amor que se ha hecho efectivo en la cruz. Nosotros alcanzamos la gracia por medio de la muerte del Señor, que por su muerte vive en nosotros y en virtud de esta vida en nosotros da a conocer al Padre la muerte del pecador en nosotros, le anuncia la vida de su hermano que vive en Él.
Recibir la eucaristía sin la fe, es decir, sin discernir en ella el Cuerpo de Cristo, significa que uno ha sabido de la presencia del Señor, pero la ha rechazado por y para sí mismo, y así renuncia voluntariamente a la gracia de la Nueva Alianza y recurre a la justicia de la Antigua.
Por ello existen tantos débiles y enfermos entre vosotros: porque han recibido conscientemente la gracia de la eucaristía, sin querer someterse a su ley, a sus condiciones. Debilidad, enfermedad y muerte en la comunidad son mencionadas por Pablo a propósito del estado de aquellas almas que se han alejado más o menos de la salud del Señor.