SOBRE LA SANTA MISA

La santa Misa es el medio y el signo en que el Señor nos lega su amor. Pues toda su vida era eucaristía ofrecida al Padre, y Él quiere incluir a los suyos en esta misma eucaristía de su vida. La eucaristía de los cristianos se celebra en la santa Misa. Ella no ha de separarse de su totalidad, la cual consiste en ser un memorial de la totalidad del amor del Señor. Cada santa Misa es una introducción en el amor del Señor, pero la Misa particular tampoco debe ser contemplada aisladamente, sino que está en relación con todas las demás Misas, que en su totalidad forman el signo indivisible del amor total e indivisible del Señor a su Iglesia.

Ese amor está presente en la Misa tanto en su forma activa como en su forma contemplativa. Las oraciones son contemplativas, mientras que la transubstanciación es acción, acción tanto del Señor cuanto del sacerdote que representa a la Iglesia. La Comunión es acción y contemplación al mismo tiempo, pero conduce a una contemplación que a su vez es llevada al trabajo cotidiano, el cual puede ser tanto activo como contemplativo. Ambas formas del amor son igualmente fecundadas por la Comunión recibida.

La Misa es un elemento esencial de la Iglesia, de la Esposa de Cristo. Es un proceso articulado, como también la Iglesia está articulada: el sacerdote media, la comunidad celebra junto con él en el único amor eclesial. La celebración se cumple en un espacio eclesial, en el que todos sus elementos interiores están orientados primordialmente a la santa Misa: en el lugar central está el altar, que está consagrado porque es el signo visible del intercambio de Dios con los hombres, signo de su condescendencia, de su aceptación del sacrificio de los hombres, es decir, signo del amor entre cielo y tierra. Nosotros mismos queremos celebrar el acto del amor del Señor que se nos dona en un lugar preparado para ello. La comunidad se dirige hacia ese lugar para estar presente en la Cena del Señor. Y el Señor está presente desde siempre, pues está allí donde dos o tres se reúnen en su nombre. El reunirse es ya una respuesta al amor anterior del Señor, un intento de corresponderle y de otorgar expresión a nuestro amor por Él. Si bien toda nuestra vida, en todos sus actos, ha de ser un intento semejante, al decidirnos a asistir a la Misa le damos una especie de forma perceptible. Si alguna vez estamos imposibilitados de participar en ella, permanecemos no obstante incluidos en el acontecer de la Iglesia, porque pertenecemos a una Iglesia que acoge en sí a todos sus hijos. Las oraciones de la Misa son rezadas siempre para todos los creyentes, y el Señor mismo, a quien ellas se dirigen, nos incluye en su comunidad de amor. Quien sale del templo al final de la Misa, no se aleja del Señor. La celebración tiene la fuerza de incluir también la vida diaria en el amor del Señor. Dado que esa fuerza es real y efectiva, no es algo indiferente para la comunidad si en la Iglesia fue celebrada o no una Misa por la mañana.

Para nosotros hombres, que vivimos en un tiempo y un espacio, son importantes las disposiciones espacio-temporales de nuestros actos religiosos. El hecho de que haya una iglesia o capilla visible, de que se celebre Misa en ella, da realidad concreta a nuestra relación con Dios. A partir de estos puntos de referencia en nuestro mundo cotidiano, la presencia del Señor –indivisible e ilimitable en un espacio y un tiempo– se extiende hacia todas las cosas, esa presencia que nos acompaña en el quehacer cotidiano del día y de la noche.

El altar en el que celebramos la Misa proviene originariamente del Antiguo Testamento. Ya entonces era el lugar santo reservado solo a Dios. Ya entonces reinaba Su gloria sobre el tabernáculo. Pero Su presencia en el Nuevo Testamento es enteramente una presencia del amor trinitario y encarnado. Y la mesa está consagrada únicamente al servicio de este amor. Si allí algo fuera realizado contra el Señor y su amor, sería al mismo tiempo una profanación del altar. Y no solo el altar, sino todo lo que hay sobre él y en torno a él está consagrado: los utensilios, el libro, las velas, los paños, ante todo el sacerdote mismo. Todo debe estar únicamente al servicio del Señor.

A partir del sacerdote, que está consagrado al servicio exclusivo del Señor, la consagración debe alcanzar con su luz a todos los que se reúnen para servir al Señor y que por el bautismo están consagrados para tal servicio. Como el sacerdote mismo está consagrado en su cuerpo, así también está consagrado todo lo que él lleva: las vestiduras que solo utiliza cuando en el oficio divino entra visiblemente en una especial relación de amor servicial al Señor. Pero el sacerdote no se separa de la congregación por su ordenación, sino que mediante esta entra en relación con su congregación: él es, en efecto, uno de la comunidad; pertenece a ella, pertenece a todos; y al estar frente a ella como el ordenado, no hace sino acentuar su ministerio y su deseo de hacerse todo a todos. La variedad de los paramentos, que cambian con los tiempos litúrgicos, muestra igualmente que adopta de buena voluntad la situación eclesial respectiva y se deja poner en favor de la Iglesia en cada disposición interior, en cada estado de ánimo, en cada circunstancia. Reúne en su persona el amor de la comunidad por el Señor para en esta unificación ponerlo a sus pies, y recibe el amor del Señor en nombre de la comunidad para volver a donárselo a ella. Es mediador del amor en ambas direcciones.

En el hecho de que el sacerdote esté claramente diferenciado de la congregación, hay todavía algo más: por su oficio en el altar recibe una marca interior, así como el Señor mismo por su oficio de mediador fue marcado, determinado y diferenciado de la multitud de los hombres. En los ornamentos del sacerdote se hace visible la acción que le está reservada, y en esta a su vez se hace visible toda la vida que ha de llevar y para la que ha de permanecer disponible de un modo exclusivo. Difícilmente un sacerdote pueda ejercer otra profesión junto con su ministerio. Si ahora se viste festivamente en nombre de la congregación, es porque está dando un servicio en nombre de todos. Su ministerio es ser el representante de la comunidad ante Dios. Por lo tanto, por medio de su distinción litúrgica honra también a la comunidad. La comunidad misma quiere que sea alguien distinguido, porque así se transforma claramente en su representante. De este modo, él lleva los dones de la comunidad al altar y la hace partícipe en el acontecimiento del altar. Todos los que han contribuido a la confección de sus vestidos y de todos los restantes adornos del altar y de la Iglesia, están incluidos de un modo especial en el acontecimiento eucarístico, pero nuevamente también incluidos como representantes de toda la comunidad. Honrando al sacerdote y adornando la iglesia, la comunidad honra y glorifica al Señor; pero el esplendor de esos adornos se derrama a su vez sobre ella y la glorifica de parte del Señor, a la par que ella tiene la gracia de presentarse con sus dones ante Su rostro.

En cierto modo, todo esto ya existía en la Antigua Alianza. Siempre se ha separado el servicio de Dios de los restantes servicios. Las vasijas, las ceremonias, los sacrificios, todo lo relacionado con el servicio era separado del ámbito profano y pertenecía exclusivamente a Dios. Lo que una vez fue consagrado no podía ya entonces, y con toda propiedad no puede en el Nuevo Testamento, ser devuelto al uso profano. En la celebración de la Misa solo el pan y el vino no son algo especial. Todo lo demás es precioso, quizá incluso fastuoso. Pan y vino son de tan poco valor que casi no tienen precio. Reciben su precio, que constituye lo invalorable de una Misa, solo gracias al Señor. No por medio de la comunidad creyente. Visto desde ella, el pan es un pedazo cualquiera de pan, el vino un par de gotas cualquiera de vino. Pan y vino no están consagrados de antemano. El Señor, que incluso como glorificado, como elevado al cielo, se hace de nuevo presente en lugar de este pan y de este vino, vuelve a cumplir su abajamiento a esta realidad ínfima: este trozo cualquiera de pan, estas gotas de vino, así como una vez se hizo un hombre como los demás. La contraposición entre el despliegue litúrgico de la santa celebración y este casi nada del pan y del vino, que en la celebración se convierte en la cosa principal, deja surgir el verdadero sentido de la liturgia: ser adoración de este casi nada que, en el hacerse presente del Señor, deviene una nada total y le deja a Él, que es todo, todo el lugar.

El sacerdote que vive para servir a la congregación tiene por tanto derecho a vivir de ese servicio. Lo que la congregación debe pagar a su sacerdote no queda simplemente a su propio criterio; debe ser tal que el ministro pueda vivir de ello y ejercer su ministerio sacerdotal (1 Co 9,13-14). Esa instrucción dada por Pablo no solo se extiende a los que realizan el servicio litúrgico, sino de igual manera a los que anuncian el Evangelio, que incluye, además del sermón, todo lo relacionado con la comunicación de la Buena Nueva. Esto significa no solo la catequesis, sino también lo relacionado con el servicio litúrgico, la lectura misma en la santa Misa. Por eso están justificados los estipendios de la Misa, en vista de la integridad del ministerio sacerdotal; el sacerdote no debe estar obligado a buscar algún otro servicio mundano fuera de su función ministerial.