GLORIA

Al entonar el Gloria, el sacerdote vuelve a asumir con fuerza la guía del evento. Ya que comienza este canto como mediador, donde, por una parte, da gloria a Dios en lo alto del cielo y, por otra, proclama Su gracia a los hombres en la tierra, es puesto en una rara soledad. Los hombres en la tierra están, por decirlo de algún modo, por debajo de él; Dios en las alturas parece aún más distante. Pero toda fe personal está siempre sola en algún lugar, nunca es algo gregario. El sacerdote debe experimentar esta soledad por un instante para poder compartir la soledad de Dios ahora, antes de alabar a Dios junto con la Iglesia. Precisamente el amor verdaderamente desinteresado debe ser capaz de estar solo: debe amar tanto al amado hasta el punto de querer abrir a todos un camino hacia él, y cuando la multitud ha encontrado el acceso, entonces el amante se queda solo al costado. Así, en el Gloria, el sacerdote abre al pueblo el acceso a la alabanza y a la gloria del Dios amado. Anuda el hilo entre Dios y la Iglesia, y mientras lo anuda, no se encuentra ni en Dios ni en la Iglesia. Solo cuando la feligresía comienza a proclamar, es incluido de nuevo en la comunidad de todos los que alaban y dan gloria, en la que él sólo es uno entre todos los demás.

El sacerdote comienza a dar gloria a Dios con la alabanza, con la adoración, aún antes de que surja la comprensión de la esencia y las propiedades de Dios. Así lo quiere el servicio que realiza, así lo quiere la realidad eclesial y católica. La alabanza y el servicio son lo primero. La comprensión de la esencia de Dios, del Dios al que se obedece, surge de esto como lo segundo.

Y además: la Misa es una acción en la contemplación. El inicio de la glorificación de Dios sigue estando en manos del sacerdote, en su alma y en su adoración. Quizá sería hermoso para él poder continuar esa contemplación y estar solo junto a Dios. Pero ahora esto ha terminado: la acción apremia, sigue pulsando. Aquí también el sacerdote es aislado. En la soledad del servicio activo que le permite introducir a los demás en la adoración contemplativa, él debe decir en nombre de todos: «Te adoramos».

Después de la adoración, son introducidos Dios Padre y Dios Hijo. Primero el Padre, pero el Hijo es descrito y alabado de un modo más explícito que el Padre. Pues la Misa es una fiesta del Hijo en el Padre. En ella celebramos su eucaristía, que, sin embargo, solo aparece como punto culminante de toda su encarnación. Y toda la encarnación, junto con su prolongación en la eucaristía de la Iglesia, es concebida por el Hijo como su eucaristía al Padre. El Padre, sin embargo, ha de reconocer por medio de la santa Misa que la Iglesia comprende el regalo que le ha hecho en su Hijo. Como liturgia, como acción determinada y servicial, la santa Misa es un servicio al Hijo, y como tal la verá también el Padre. El regalo del Hijo era la palabra del Padre dada a nosotros, y la santa Misa es como una respuesta de los hombres dada al Hijo. La palabra del Hijo nos dice: «Yo he venido para glorificar al Padre». Y la santa Misa ha de ser nuestra glorificación del Hijo por su glorificación del Padre. Como el Hijo ha asumido glorificar al Padre por medio de su eucaristía, así nosotros, en nuestro servicio, asumimos glorificar al Hijo por su eucaristía.

Pero pronto se mezcla la amarga comprensión de que somos pecadores: Tú que quitas el pecado del mundo. Nosotros, por tanto, no podemos glorificar al Hijo como Él ha glorificado al Padre. Debemos hacerlo en el claro reconocimiento de que lo hemos de glorificar como a Aquel que está cargado con nuestro peso. Pues ha asumido su obra de glorificación paterna como la obra de nuestra redención. Por eso, para glorificarlo como Él es en verdad, debemos recordar nuestros pecados. Debemos reconocer que Él carga el pecado del mundo y que, por eso mismo, tiene piedad de nosotros –ten piedad de nosotros–, también la piedad de ayudarnos a glorificarle mejor. Y así toda nuestra glorificación del Hijo desaparece finalmente en su gloria –Sólo Tú eres santo–, en su señorío y en su unicidad, en la que nuestra glorificación aparece solo como una parte que no cabe mencionar y que se sumerge en lo hondo de Su glorificación del Padre.

Aquí y ahora aparece el Espíritu Santo, pero en realidad no entre el Padre y el Hijo, sino que el Hijo se sitúa entre el Padre y el Espíritu. Y como el Hijo ha tenido piedad de nosotros, nosotros tenemos la gracia de estar con Él entre el Padre y el Espíritu Santo, y de co-glorificar a la Santa Trinidad.