CAP. XVII: Lo mismo se prueba a partir del origen y la antigüedad del primado.

Y hasta aquí, hemos mostrado mediante el derecho divino, los Concilios Generales, el testimonio de los Papas santos y el consenso de los Padres griegos y latinos, que el primado eclesiástico del Pontífice Romano comenzó desde la misma resurrección de Cristo, por obra del mismo Cristo. Este tipo de argumento suele llamarse ostensivo. Ahora nos disponemos a demostrar lo mismo mediante otro tipo de argumento, conocido como “reducción al absurdo”. Si no es como decimos, entonces el primado eclesiástico del Pontífice Romano habría comenzado en otro tiempo y por otro autor. Sin embargo, no es posible asignar ningún tiempo ni señalar otro autor sin demostrar que este primado ya existía antes, salvo que lleguemos al tiempo de Cristo y lo atribuyamos a Cristo mismo como su autor. Por lo tanto, es necesario que lleguemos a esa conclusión.

Los adversarios responden que ellos sí pueden asignar un tiempo y un autor. De hecho, Juan de Torquemada, en el libro 2, capítulo 39 de Summa de Ecclesia, menciona cuatro opiniones de los herejes. La primera es de aquellos que afirman que la autoridad del Pontífice Romano procede de los Apóstoles. La segunda es de quienes sostienen que procede de un Concilio General, opinión seguida por Nilo. La tercera es de los que piensan que la autoridad le es otorgada por los cardenales electores; esta opinión, o una muy similar, se encuentra también en el libelo de Esmalcalda, sobre el primado, donde se argumenta que el Papa no está por encima de la Iglesia por derecho divino, puesto que es la Iglesia quien lo elige. La cuarta opinión es la de quienes enseñan que fue introducida por los emperadores, y esta última es aceptada por muchos herejes. Analicemos brevemente cada una de estas opiniones.

La primera opinión tiene tres testimonios a su favor. El primero es de Anacleto en la carta 2, donde dice:

“Los demás Apóstoles recibieron con él (Pedro) honor y poder en igualdad de condiciones y quisieron que él fuera su jefe.”

El segundo es de Julio I, en la carta 1, donde, hablando de los Apóstoles, dice:

“Quisieron que la santa Iglesia Romana tuviera el primado sobre todas las Iglesias.”

El tercer testimonio proviene del canon Ego Ludovicus, distinción 63, donde se dice que el Pontífice Romano es el vicario del bienaventurado Pedro. De esto parece deducirse que no fue Cristo, sino Pedro, quien otorgó la autoridad al Pontífice Romano.

Sin embargo, esta opinión se refuta sin dificultad. De hecho, el mismo Anacleto, en la carta 3, dice:

“La sacrosanta Iglesia Romana obtuvo el primado no de los Apóstoles, sino del mismo Señor y Salvador nuestro, como Él dijo al bienaventurado Pedro: 'Tú eres Pedro, etc.'”

Por tanto, cuando el mismo autor escribe que los Apóstoles quisieron que Pedro fuera su jefe, no se refiere a una voluntad instituyente, sino a una voluntad que aprobaba y reconocía lo que el Señor ya había instituido. Esto es también lo que parece haber querido decir el Papa Julio. Sin embargo, ese testimonio de Julio también puede interpretarse de otra manera, es decir, que Pedro obtuvo el primado solo de Cristo, aunque la Iglesia Romana, de la que habla Julio, lo haya recibido de alguna manera a través de los Apóstoles. Como ya hemos explicado, el Pontífice Romano, en tanto que sucesor de Pedro, tiene el primado de Cristo, pero la forma de la sucesión tiene su origen en la acción de Pedro. Por ello, el bienaventurado Gregorio, en el libro 6, carta 37, dirigida a Eulogio, dice:

“Él mismo exaltó la sede en la que se dignó descansar y terminar su vida terrenal.”

En cuanto al título de vicario, no presenta dificultad. Aunque en un lugar se le llame al Pontífice Romano vicario de Pedro, en cientos de otros lugares se le llama su sucesor, como se desprende de los testimonios citados anteriormente. Además, se llama vicario de Pedro al sumo Pontífice porque San Pedro sigue vivo y no ha abandonado el gobierno de la Iglesia, como dice León en su sermón 2 sobre la conmemoración de su asunción:

“Porque, aunque San Pedro no ejerce propiamente el oficio pastoral, sigue gobernando y protegiendo la Iglesia con sus méritos y oraciones.”

Estas expresiones son impropias y se utilizan solo por respeto al bienaventurado Pedro. Por ello, en el pasaje citado, San León también dice que él mismo es heredero de San Pedro.

La segunda opinión, que sostiene que el primado fue instituido por los Concilios, es defendida por Nilo con dos argumentos. El primero se basa en el canon 28 del Concilio de Calcedonia (según su cita), o en el acto 16 de nuestro códice, donde se afirma que:

“La Iglesia Romana recibió el primado de los Padres porque en ese tiempo la ciudad de Roma ejercía el dominio del mundo.”

El segundo argumento se encuentra en la constitución Novela 100 de Justiniano, aunque en nuestros textos corresponde a la 131, donde se lee:

“Decretamos, conforme a las disposiciones de los sagrados Sínodos, que el santísimo obispo de la antigua Roma sea el primero de todos los sacerdotes.”

Estos argumentos de Nilo también pueden confirmarse con el Concilio IV bajo el papa Símaco, donde se dice:

“La Sede Apostólica recibió primero el privilegio por los méritos del bienaventurado Pedro y luego por la autoridad de los venerables Concilios, para ejercer un poder singular sobre las Iglesias.”

La misma opinión es defendida por Ilírico en su libro contra el primado y en su historia sobre el primado, apoyándose en el testimonio de la carta 301 (aunque en realidad es la 288) de Eneas Silvio, quien luego fue llamado Papa Pío II. En esa carta, Eneas dice:

“Antes del Concilio de Nicea, cada uno vivía a su manera, y se prestaba poca atención a la Iglesia Romana.”

Sin embargo, estos argumentos pueden refutarse fácilmente. Además de todos los argumentos ya presentados, Gelasio testifica en el Concilio de los setenta obispos con las siguientes palabras:

“La santa Iglesia Romana no ha sido preferida a las demás Iglesias por constituciones sinodales, sino que obtuvo el primado por la palabra evangélica de nuestro Señor y Salvador.”

Por lo tanto, respondo al primer argumento de Nilo, que el decreto mencionado es ciertamente de un gran Concilio, pero no fue realizado legítimamente; por lo tanto, carece de vigor o autoridad. Pues de la misma actio 16 del mismo Concilio se constata que ese decreto fue emitido en ausencia de los legados de la Sede Apostólica, quienes presidían el Concilio, y además queda claro que esos mismos legados protestaron abiertamente después.

Que un decreto de un Concilio General no es legítimo si se hace sin el Pontífice Romano o su legado, lo atestigua el VII Concilio (que Nilo reconoce en ese mismo lugar) en la actio 6, omitiendo por ahora otros testimonios. No solo se opusieron los legados de San León en el Sínodo en lo que respecta a ese decreto, sino que el mismo san León, aunque confirmó los demás decretos del Concilio, condenó y reprobó ese único decreto en la carta 51 dirigida a Anatolio y en las cartas siguientes a Marciano, Pulqueria, Máxima y Juvenal.

¿Qué más? En ese decreto hay dos afirmaciones manifiestamente falsas. La primera es que el primado fue atribuido al Pontífice Romano por los Padres de Nicea. El Concilio de Nicea no le atribuyó el primado al Pontífice Romano como si antes no lo hubiera tenido, sino que reconoció que ya lo tenía y siempre lo había tenido. Así comienza el sexto canon del Concilio de Nicea (según se recita en la actio 16 del mismo Concilio de Calcedonia):

Ecclesia Romana semper habuit primatum (La Iglesia Romana siempre ha tenido el primado).

Después, si el Papa no tuvo primado antes del Concilio de Nicea, ¿con qué derecho el patriarca alejandrino Dionisio fue acusado ante el Pontífice Romano Dionisio, alrededor de 60 años antes del Sínodo de Nicea? Y el Pontífice Romano no negó ser juez, ni el patriarca de Alejandría rechazó su juicio, siendo ambos santos. Esto lo escribe Atanasio en el libro De sententia Dionysii Alexandrini. Finalmente, en todo el Concilio de Nicea no hay ninguna palabra que atribuya algún poder nuevo al Pontífice Romano, como ya hemos demostrado suficientemente.

La segunda afirmación del decreto es igualmente falsa: que la razón por la cual los Padres concedieron el primado a la ciudad de Roma fue que era la sede del imperio. San León, en la carta 52 a Marciano, y San Gelasio, en su carta a los obispos de Dardania, refutan esta afirmación con palabras claras. La razón es evidente: como observó Gelasio acertadamente, ciudades como Milán, Rávena, Sirmio, Tréveris y Nicomedia fueron también sedes imperiales en varios momentos, y sin embargo, los Padres no concedieron ningún primado a los obispos de esas ciudades. Por lo tanto, debe mantenerse lo que todos los Padres enseñan por consenso: que la sede romana es la primera entre las sedes porque es la sede del príncipe de los apóstoles. Ciertamente, la presencia o ausencia del emperador no pudo ni conferir ni quitar ese privilegio.

Al segundo argumento respondo que los cánones de los Concilios, de algún modo, otorgaron autoridad a la Iglesia Romana al declararla y confirmarla, del mismo modo en que se dice que el Concilio de Nicea definió que el Hijo de Dios es consustancial con el Padre. Por eso, Juan II, en su carta a Justiniano, después de afirmar que la Iglesia Romana es la cabeza de las Iglesias, añade:

"Así lo declaran las reglas y estatutos de los Padres."

Asimismo, Nicolás I, en su carta al emperador Miguel, dice:

"Estos privilegios fueron otorgados a esta Santa Iglesia por Cristo, no por los Sínodos, sino que fueron celebrados y honrados por ellos, etc."

Y en el IV Sínodo bajo el papa Símaco se enumeran tres causas del primado de la Iglesia Romana, que se explican de la siguiente manera:

"Primero, el mérito del apóstol Pedro; segundo, la orden del Señor; y tercero, la autoridad de los venerables Concilios, que otorgaron a esta sede un poder singular entre las Iglesias."

En primer lugar, se menciona el mérito de Pedro, porque por su confesión, Pedro obtuvo el primado (Mateo 16). En segundo lugar, se menciona la orden del Señor, mediante la cual fue instituido el primado y conferido a Pedro, cuando le dijo: "Apacienta mis ovejas" (Juan 21). En tercer lugar, se menciona la autoridad de los Concilios, que declararon esta orden del Señor.

Es fácil responder al primer argumento de Ilírico. En la carta mencionada, Eneas Silvio no intenta demostrar nada más que el primado del Pontífice Romano fue instituido por Cristo. Así comienza la carta dirigida a Martín Mayer:

"Hay algunas personas de tu nación que le dan poca importancia al Pontífice Romano, pues no lo consideran necesario ni instituido por Cristo. Contra esas personas he decidido escribir y enviarte esta carta, para que, si alguna vez te encuentras con ellas, tengas de mi parte una espada con la que puedas destruir su temeridad, etc."

Por lo tanto, cuando Eneas dice que antes del Concilio de Nicea cada uno vivía a su manera y que había poco respeto por la Iglesia Romana, no quiere decir más que, debido a las persecuciones continuas, los Pontífices Romanos no pudieron ejercer libremente la autoridad que habían recibido de Cristo, y los demás obispos se vieron obligados a vivir por sí mismos y prestar poca atención a la Iglesia Romana. Esta opinión de Eneas Silvio es en parte verdadera y en parte no. Es cierto que la autoridad del Pontífice estuvo algo obstaculizada en ese tiempo, como se puede ver por las muchas herejías que surgieron entonces. Sin embargo, no es cierto que se tuviera tan poco respeto por la Iglesia Romana, como lo demuestran los ejemplos que presentaremos más adelante.

TERCERA opinión no tiene casi ningún fundamento. En efecto, consta que hubo pontífices antes que cardenales y que, al menos algunos verdaderos pontífices, no fueron creados por cardenales. Ciertamente, no fueron los cardenales sino Cristo quien creó a Pedro pontífice, y tampoco fueron los cardenales sino Pedro quien eligió a Clemente. Además, si los cardenales confiriesen al pontífice el poder, también podrían quitárselo. Sin embargo, esto es falso según el consenso general, pues ni siquiera un pontífice dudoso es depuesto por los cardenales, sino por un concilio general.

Pero DIRÁS: independientemente de lo que se piense de los cardenales, es evidente que el Pontífice Romano es elegido y creado por los hombres, y de ellos, por tanto, recibe su poder. Y efectivamente, y en sentido propio, se confirma que el sumo pontífice es constituido por los hombres, como lo atestigua el decreto de elección de Gregorio VII, que se encuentra en su biografía escrita por Platina con estas palabras: “Nosotros, los cardenales, clérigos, acólitos, subdiáconos, presbíteros de la santa Iglesia Romana, estando presentes obispos, abades y muchos tanto del orden eclesiástico como laico, elegimos hoy, el día X de las Kalendas de mayo, en la basílica de San Pedro ad Vincula, en el año de la salvación de 1073, como verdadero vicario de Cristo a Hildebrando, archidiácono, hombre de gran doctrina, gran piedad, prudencia, justicia, constancia, religiosidad, modesto, sobrio, continente, que gobierna su casa, hospitalario con los pobres, criado libremente en el seno de la santa madre Iglesia desde su tierna edad hasta esta etapa de su vida y docto, a quien queremos que presida la Iglesia de Dios con aquella autoridad con la que Pedro, por mandato de Dios, presidió en otro tiempo”.

De aquí se pueden deducir dos cosas: UNA, que el pontífice no está por encima de la Iglesia, sino que está sometido a ella, puesto que la Iglesia hace al Papa, no el Papa a la Iglesia, lo cual es la conclusión del Sínodo de Esmalcalda en el libro contra el primado. OTRA, que el pontífice tiene todo el poder que tiene por derecho humano, no por derecho divino. Sin embargo, la primera conclusión es inválida, pues los electores del imperio crean al emperador, y el pueblo crea al rey, y sin embargo, el emperador está por encima de los electores y el rey por encima del pueblo. Y tampoco tiene validez la segunda conclusión.

Hay que observar que en el pontífice existen tres aspectos:

El pontificado en sí mismo, que es como una especie de forma; la persona, que es el sujeto del pontificado; y la unión de ambos. De estos tres aspectos, el primero, es decir, el mismo pontificado, procede solo de Cristo; la persona, por otro lado, depende de sus causas naturales en sentido absoluto, pero, en tanto que persona elegida y designada para el pontificado, proviene de los electores, pues es responsabilidad de ellos designar a la persona. Sin embargo, la unión en sí misma proviene de Cristo, mediante el acto humano de los electores: en efecto, al elegir y designar a una persona concreta, colaboran en la unión del pontificado con esa persona. Por lo tanto, los electores son llamados verdaderamente creadores del pontífice y la causa de que tal persona sea pontífice y tenga ese poder, pero no le otorgan el poder en sí ni son la causa de ese poder. Es como en la generación de un ser humano: el alma es infundida solo por Dios, y sin embargo, el padre, al disponer la materia, es la causa de la unión del alma con el cuerpo; se dice que el hombre genera al hombre, pero no se dice que produce el alma del hombre. Además, las palabras de los electores:

“A quien queremos que presida con esa autoridad”, etc., solo declaran y expresan la perfecta elección del hombre como sucesor de Pedro.

CUARTA opinión es la de muchos herejes, aunque no coinciden entre ellos. En efecto, Marsilio de Padua, y más tarde Juan Wiclef y Juan Hus, quienes afirmaron que el pontífice recibió su autoridad del César, parecen referirse, bajo el nombre de César, a Constantino el Grande, por el canon que comienza “Constantino” en la distinción 96, donde Constantino decretó que el Pontífice Romano debía ser tenido por todos los sacerdotes en el mismo lugar que el rey es tenido por los jueces inferiores de todo el reino. Véase sobre esta opinión a Juan de Torquemada, libro 2, capítulo 42, y libro 4, capítulo último y penúltimo.

Juan Calvino, en su libro 4, capítulo 7, § 17, dice que el primado fue otorgado al pontífice sobre los griegos por el emperador Focas, y sobre los francos y germanos primero por Pipino, y luego por Carlomagno, reyes de los francos.

Martín Lutero, en su libro sobre el poder del Papa, dice que fue Constantino IV quien otorgó el primado al pontífice, y en testimonio de esto cita a Platina en la vida de Benedicto II. Sin embargo, el mismo Lutero enseña en su libro sobre la cronología de los tiempos que fue el emperador Focas quien introdujo el primado del Papa, lo cual afirman también los Centuriadores en la Centuria 6, capítulo 1; Ilírico en su historia del primado; el libro de Esmalcalda sobre el primado del Papa; Teodoro Bibliander en su Crónica, tabla 11, y muchos otros.

Todo esto puede refutarse fácilmente, y la primera opinión no nos causa ningún problema. En efecto, Constantino el Grande donó su palacio Lateranense y muchas otras cosas temporales al sumo pontífice, pero no le otorgó ni pudo otorgarle ninguna autoridad espiritual. Pues en el mismo canon, Constantino reconoce que san Pedro fue vicario de Cristo y que, por ello, sus sucesores deben ser considerados príncipes y cabezas de toda la Iglesia. Por lo tanto, solo declaró un derecho antiguo y adornó al pontífice con muchos dones temporales añadidos. Además, los luteranos y calvinistas sostienen que ese canon es apócrifo. Por tanto, hoy no tenemos controversia con los herejes sobre el edicto de Constantino en lo que respecta a la jurisdicción espiritual, ya que incluso ellos admiten que no comenzó con Constantino.

Por lo tanto, la opinión de Lutero se basa en un fundamento falso. En efecto, Platina no dice que Constantino IV le otorgara el primado al Pontífice, sino que renunció a su derecho, que tenía o creía tener, en la confirmación del pontífice. Los predecesores de Constantino IV, desde los tiempos de Justiniano, quien había liberado la ciudad de los godos, no permitían la elección de un nuevo pontífice sin su confirmación, y los pontífices toleraban esta situación por el bien de la Iglesia, pues veían que no podían ejercer su cargo contra la voluntad del emperador. Esto se puede entender claramente a partir de san Gregorio.

En la explicación del Salmo penitencial 4, san Gregorio condena vehementemente la arrogancia de los emperadores que se apropiaban del derecho sobre la Iglesia Romana. Sin embargo, como relata Juan Diácono en el libro 1, capítulo 40 de la vida de san Gregorio, cuando Gregorio fue elegido pontífice por el clero y el pueblo, escribió en secreto al emperador suplicándole que de ninguna manera consintiera en su elección. Sin embargo, cuando el prefecto de la ciudad se enteró, envió a algunos para interceptar a los mensajeros de Gregorio en su camino y destruir sus cartas, lo cual hicieron. Luego, el prefecto envió otros mensajeros para informar al emperador de la elección hecha por el clero y el pueblo, solicitando su confirmación.

Por eso, Platina relata que Constantino IV, conmovido por la santidad de Benedicto II, envió un decreto ordenando que el elegido por el clero y el pueblo fuera considerado inmediatamente verdadero vicario de Cristo, sin necesidad de esperar la aprobación del emperador. Así pues, la sanción de Constantino IV no se refería al poder del Papa, como pensaba Lutero, sino únicamente al proceso de elección.

En cuanto a la cuestión de Focas, respondo que Focas emitió un decreto declarando que la Iglesia Romana es la cabeza de todas las iglesias, como lo testifican Beda en su libro sobre las seis edades al tratar sobre Focas, Ado en su Crónica, y Pablo Diácono en su libro 18 sobre los asuntos romanos. Sin embargo, esto no significa que Focas haya introducido este primado, pues lo hizo al declarar y afirmar algo ya establecido, no al instituir algo nuevo. Esto puede demostrarse con certeza, ya que Gregorio, en su libro 7, carta 63 a Juan de Siracusa, escribe:

“¿Quién duda que la sede de Constantinopla esté sujeta a la sede apostólica? Esto lo confirman tanto el piadosísimo emperador como mi hermano Eusebio, obispo de la misma ciudad.”

Esta carta fue escrita unos cinco años antes del reinado de Focas, como se deduce claramente del número de la indicción.

Además, Justiniano el Mayor, setenta años antes de Focas, en una carta a Juan II, afirmó que la Iglesia Romana es la cabeza de todas las iglesias; y Valentiniano, quien precedió a Focas por ciento cuarenta años, escribió a Teodosio asegurando que el Pontífice Romano siempre ha tenido el primado sacerdotal sobre todos. Esto también se confirma por los testimonios de Ireneo, Atanasio, Cirilo, Teodoreto, Sozomeno y otros autores griegos que hemos citado anteriormente.

La razón por la cual Focas consideró necesario promulgar nuevamente esta cuestión mediante su ley fue la arrogancia de los obispos de Constantinopla, como anotan Beda, Ado y Pablo Diácono en los lugares mencionados. Los obispos de Constantinopla se atribuían a sí mismos el título de patriarcas universales y primeros de todos los obispos, en contra de toda ley y derecho. Las excomuniones dictadas contra ellos por los pontífices romanos Pelagio y Gregorio no lograron quebrar su obstinación, por lo que el emperador, a quien los griegos temían más, decidió intervenir. Así, declaró que la Iglesia Romana era la cabeza de todas las iglesias y que, por lo tanto, el obispo de Constantinopla no era un obispo universal, sino particular y sujeto a la sede apostólica.

En cuanto a lo dicho sobre Pipino, respondo que Calvino, con gran astucia, entrelazó dos mentiras con una verdad para defender su herejía. Es cierto que Pipino llegó al trono de los francos y Carlomagno al imperio de los romanos con el apoyo de los pontífices, y esto ha sido consignado por muchos historiadores. Sin embargo, lo que afirma Calvino, que el rey legítimo de los francos fue despojado injusta y criminalmente de su reino por el Papa Zacarías y Pipino, es falso y ofensivo, no solo hacia el pontífice sino también hacia los reyes de Francia y los emperadores de Alemania, pues ambos descienden de ese Pipino.

Lo que agrega, que Pipino y Carlomagno concedieron el primado al pontífice en las Galias y Germania y que, como ladrones, se repartieron el botín, dejando a Pipino y Carlomagno el dominio temporal y a los pontífices el primado sacerdotal, no solo es falso sino también contradictorio con la anterior mentira, pues ambas mentiras se contradicen y una destruye a la otra.

Y en primer lugar, que Zacarías depuso justa y legítimamente al rey Childerico y ordenó crear a Pipino, lo afirman todos los que han escrito esta historia, tanto griegos como latinos, excepto los Magdeburgenses, en la Centuria 8, capítulo 10, en la vida de Zacarías, y Calvino en el lugar citado. En efecto, lo refieren Eginhardo en la vida de Carlomagno, Cedreno en la vida de León el Isáurico, Pablo Diácono en el libro 6, capítulo 5 de los hechos de los longobardos, Blondo en el libro 10 de la primera década, Regino en el libro 2 de las crónicas, Mariano Escoto en el libro 3 de su cronología, Otón de Frisinga en el libro 5 de las historias, Ado de Viena en la crónica de la sexta era, el Abad de Ursperg en su crónica, Sigeberto también en su crónica, y Paulo Emilio en los libros 1 y 2 de los hechos de los francos. Poco antes del tiempo de Pipino, estos autores relatan cómo los reyes francos habían degenerado tanto de sus antecesores que, habiendo delegado por completo el cuidado del reino en los maestros de caballería o prefectos del palacio, solo se mostraban al pueblo una vez al año, en las Kalendas de mayo. Durante el resto del tiempo, se entregaban completamente a los placeres y deleites. Por eso, con el consenso de todos los nobles, el Sumo Pontífice fue solicitado para permitirles transferir el título real a quienes eran verdaderos reyes y ya administraban los asuntos del reino con éxito desde hacía tiempo. Esta solicitud fue absolutamente justa. En efecto, Francia sufría una gravísima infamia entre todas las naciones debido a estos monstruos, y el reino estaba igualmente lleno de innumerables disensiones.

Además, como indican estos autores, no solo estos reyes no cuidaban los asuntos del reino, sino que debido a su inercia la religión en Francia quedó tan dañada que estuvo a punto de extinguirse. Esto se evidencia en una carta de san Bonifacio, obispo de Maguncia, al papa Zacarías, en la cual dice que durante unos ochenta años, bajo el reinado de esos sardanápalos, no se celebró ningún sínodo en Francia, que las iglesias episcopales estaban en manos de laicos y publicanos, y que los clérigos mantenían simultáneamente cuatro o cinco concubinas. En resumen, la religión estaba completamente pisoteada y deshecha.

Cuando Zacarías comprendió que durante muchos años los reyes francos habían sido reyes solo de nombre y que Childerico, el rey reinante, no solo no cuidaba nada como lo hacían sus antecesores, sino que también carecía por completo de ingenio, siendo verdaderamente estúpido, decidió actuar. Viendo que el reino y la religión en Francia se derrumbaban y que todos los nobles del reino deseaban como rey a Pipino, juzgó lícito transferir el reino de Childerico a Pipino. Además, liberó al pueblo del juramento que había prestado a Childerico. Sin duda, nadie en su sano juicio podría negar que esta decisión fue justa, especialmente porque los hechos demostraron que ese cambio fue absolutamente feliz. Nunca el reino de los francos fue más poderoso ni la religión en Francia floreció tanto como en los tiempos de Pipino y Carlomagno.

Por último, como escriben casi todos los autores citados, fue el beato Bonifacio, obispo y mártir, un hombre santísimo, quien, siguiendo las órdenes del pontífice, ungió y coronó a Pipino como rey. Ciertamente, Bonifacio nunca habría sido autor de una injusticia o de un crimen público.

Ahora bien, que Pipino o Carlomagno no otorgaron al pontífice el primado sobre las Galias y Germania, es algo que puede demostrarse fácilmente. Primero, porque nadie más lo afirma, excepto Calvino. Los autores citados, y especialmente Paulo Emilio, dicen que los reyes francos recibieron la protección de la sede apostólica contra los longobardos y otros enemigos, y que donaron al pontífice el exarcado de Rávena y algunas otras posesiones temporales. Sin embargo, no se menciona en absoluto ninguna autoridad espiritual.

Segundo, si los nobles del reino enviaron legados al pontífice para pedirle ser liberados de su juramento y que les permitiera transferir el reino de Childerico a Pipino, como relatan Paulo Emilio en su libro 2 y otros, es evidente que consideraban que el pontífice tenía autoridad no solo sobre toda la Iglesia, sino específicamente sobre los francos. De lo contrario, ¿por qué no habrían pedido esto a sus propios obispos, o por qué no habrían actuado sin el permiso del papa? Y aún más, ¿por qué habrían esperado a que el pontífice lo ordenara, como relatan Regino y otros? Si el pontífice ya ejercía primacía sobre los francos antes de que Pipino fuera creado rey, ¿cómo podría haber recibido esa primacía de Pipino? ¿Acaso estas ideas no se contradicen entre sí?

Finalmente, se sabe que antes del tiempo de Pipino, los francos y los germanos ya estaban sujetos al pontífice romano en lo espiritual. San Bonifacio, obispo de Maguncia, escribió una carta al papa Zacarías bajo el gobierno de Carlomán, como él mismo indica, lo que significa que fue antes de que Pipino fuera rey, pues Carlomán había renunciado al principado y se había hecho monje antes de la elevación de Pipino al trono. En esa carta, Bonifacio declara abiertamente que las iglesias de Germania estaban entonces sujetas al pontífice y, entre otras cosas, le pide al papa que erija tres obispados en Germania, que le conceda autoridad para convocar un concilio de obispos en Francia y muchas otras cosas similares.

Asimismo, Beda, que vivió unos cien años antes del tiempo de Pipino, en el libro 2 de la historia de los anglos, capítulo 1, dice:

“Cuando Gregorio ejercía el pontificado sobre todo el mundo.”

Dudo que Calvino excluya a las Galias y Germania del mundo entero. San Gregorio, que vivió unos doscientos años antes de Pipino, en su libro 4, carta 52, encomendó todos sus asuntos a Virgilio, obispo de Arlés, y le ordenó que remitiera los casos más graves al juicio de la sede apostólica:

“Para que nosotros podamos concluirlos con un juicio apropiado, sin ninguna duda.”

San León, que precedió a Pipino por unos trescientos cincuenta años, en su carta 89 a los obispos de las Galias, dice:

“Reconozca vuestra fraternidad con nosotros que la sede apostólica ha sido consultada por innumerables sacerdotes de vuestra provincia, y que, para la apelación de diferentes casos, ha revisado o confirmado los juicios.”

Finalmente, san Cipriano, que floreció más de quinientos años antes de Pipino, en la carta 13, libro 3, escribió al papa Esteban pidiéndole que depusiera al obispo de Arlés y nombrara a otro en su lugar. Y Ireneo, que vivió seiscientos años antes del tiempo de Pipino, en el libro 3, capítulo 3, dice:

“A la Iglesia Romana, debido a su autoridad más poderosa, es necesario que todas las iglesias se unan, es decir, todos los fieles de todas partes.”

No excluye a los galos, aunque él mismo era obispo de las Galias. Además, cuando el Señor dijo a Pedro, y en Pedro a sus sucesores: “Apacienta mis ovejas,” sin duda incluyó entre sus ovejas a los germanos y galos.