CAP. VI: Que el gobierno de la Iglesia no es democrático.

Por lo tanto, la primera proposición, que niega que el gobierno eclesiástico sea popular, puede confirmarse con los siguientes argumentos. El primero se basa en las cuatro cosas que deben estar presentes en todo gobierno popular.

PRIMERO, cuando hay un gobierno popular, los magistrados son designados por el mismo pueblo y obtienen su autoridad de éste. Pues como el pueblo por sí mismo no puede ejercer la función judicial, al menos debe designar a otros que lo hagan en su nombre. Por esta razón, Marco Tulio, al principio de su segunda Agraria, llama al consulado, que era el magistrado supremo en la República Romana, un beneficio del pueblo. Y allí mismo dice que era costumbre que los cónsules fueran elegidos por el voto del pueblo.

SEGUNDO, en un gobierno popular, se puede apelar de la sentencia del magistrado en asuntos más graves al juicio del pueblo. Tito Livio en sus libros 2 y 4 atestigua que esto era común en la República Romana, y lo mismo enseña Plutarco sobre la República de Atenas en su obra sobre Solón.

TERCERO, las leyes con las que se gobierna la República son propuestas por el magistrado, pero aprobadas por el pueblo, como lo confirma Livio en su libro 3. Esto también puede conocerse por los discursos de Marco Tulio sobre la Ley Manilia y la Ley Agraria ante el pueblo romano.

CUARTO, los magistrados pueden ser acusados ante el pueblo, ser privados de su dignidad y exiliados, o incluso condenados a muerte si así lo decide el pueblo; existen numerosos ejemplos de esto. Los romanos, por ejemplo, de los dos primeros cónsules que eligieron, privaron a Tarquinio Colatino de su cargo antes de tiempo, sólo por su odioso nombre de Tarquinio, como relata Tito Livio en su libro 2. Los mismos romanos, después de haber creado los decenviros, los destituyeron posteriormente contra su voluntad, como testifica Livio en su libro 3.

Ahora bien, es muy fácil demostrar que nada de esto aplica a la plebe cristiana.

PRIMERO, respecto al primer punto, queda suficientemente claro que en toda la Escritura no hay una sola palabra que otorgue autoridad al pueblo para elegir obispos o presbíteros; en cambio, sí se otorga tal autoridad a los obispos, como se dice en Tito 1: "Por esta razón te dejé en Creta, para que establezcas presbíteros en cada ciudad, tal como yo te lo ordené". Además, los apóstoles, que fueron los primeros ministros de la Iglesia, fueron elegidos y designados por Cristo, no por la Iglesia, como se lee en Marcos 6. Los primeros obispos después de los apóstoles, cuando la Iglesia estaba en su estado más puro, no fueron designados por el pueblo, sino por los apóstoles, como se puede conocer incluso por la misma historia de los magdeburgenses. Pues en Centurias, libro 1, capítulo 2, columna 15, los centuriones testifican que en Iconio y Antioquía, Pablo nombró pastores. Y en el capítulo 10, columna 624, enseñan, basándose en Nauclero y otros historiadores, que Apolinario fue nombrado obispo de Rávena, Materno de Tréveris y Hermágoras de Aquilea por el beato Pedro.

A esto, San Ireneo, en su libro 3, capítulo 3, afirma que Lino fue hecho obispo de Roma por los apóstoles Pedro y Pablo. Tertuliano, en De Praescriptione, escribe que Clemente fue nombrado obispo de Roma por Pedro y que Policarpo fue hecho obispo de Esmirna por Juan. Eusebio, en su Historia Eclesiástica, libro 3, capítulo 4, afirma que Timoteo fue hecho obispo de Éfeso y Tito de Creta por Pablo. Nicéforo, en su libro 2, capítulo 41, escribe que el apóstol Mateo hizo a Platón obispo en una ciudad de los antropófagos llamada Mirmena. El papa León, en su epístola 81 a Dióscoro, escribe que el beato Pedro nombró obispo a San Marcos y lo envió a Alejandría. Y Beda, en su libro De Sex Aetatibus, en el relato de Claudio, afirma que Dionisio el Areopagita fue hecho obispo de Atenas por Pablo, lo que se deduce también de Eusebio, libro 3, capítulo 4, de su Historia. Y Beda lo afirma claramente en su martirologio. Podríamos mostrar lo mismo de muchos otros si fuera necesario.

Dado que esto es así, queda claro que en la misma Iglesia primitiva y purísima no había lugar para la democracia, ya que los magistrados eclesiásticos no fueron designados por el pueblo, sino por los apóstoles.

El SEGUNDO punto, sobre la apelación al pueblo, tampoco concuerda con la plebe cristiana. Nunca se ha oído en la Iglesia que se apelara de los obispos al pueblo, ni que el pueblo absolviera a aquellos que los obispos habían excomulgado o excomulgara a aquellos que los obispos habían absuelto. Tampoco ha sucedido nunca que el pueblo haya juzgado sobre controversias de fe. Por nuestra parte, podemos ofrecer numerosos juicios de obispos, y especialmente del sumo pontífice, que se encuentran en los tomos de los concilios. Pero los adversarios no pueden ofrecer ni un solo juicio del pueblo.

Además, hay innumerables testimonios de las Escrituras, concilios y Padres que prueban que de ninguna manera corresponde a la plebe cristiana ejercer juicios eclesiásticos, los cuales hemos presentado en la cuestión sobre el juez eclesiástico y en las cuestiones sobre los concilios. Ciertamente, si en la Iglesia existiera un sistema popular, sería sorprendente que en estos 1,500 años nunca se haya emitido ningún juicio por parte del pueblo.

Además, el TERCER punto, sobre la promulgación de leyes, se ajusta aún menos a la plebe. Pues todas las leyes eclesiásticas han sido promulgadas o bien por los pontífices o bien por los concilios, y nunca se ha esperado el sufragio del pueblo para que se les confiriera autoridad. De aquí que en Hechos 15, San Pablo, al pasar por Siria y Cilicia, ordenaba a los pueblos que observaran los preceptos de los apóstoles y los ancianos. No existe ninguna ley que pueda llamarse plebiscito en la Iglesia, como existían muchas de esas leyes en la República Romana.

Por último, lo que se refiere al juicio del magistrado es lo que menos se ajusta de todo. No se podrá mostrar a ningún obispo que haya sido depuesto o excomulgado por el pueblo, mientras que se encuentran muchos que han sido depuestos y excomulgados por los sumos pontífices y concilios generales. Ciertamente, Evagrio, en su libro 1, capítulo 4, testifica que Nestorio fue depuesto del obispado de Constantinopla por el Concilio de Éfeso, por mandato del papa Celestino. Y es evidente por el mismo concilio, en el acto 3, que Dióscoro fue privado del obispado de Alejandría por el Concilio de Calcedonia, según el juicio de San León. Este es el primer argumento.

El SEGUNDO argumento se basa en la sabiduría de Dios. No es creíble que Cristo, el rey sapientísimo, haya instituido en su Iglesia el peor tipo de gobierno. Platón enseña en Axíoco que el peor gobierno es el democrático, diciendo: "¿Quién puede ser feliz viviendo bajo el juicio del vulgo, aunque se le aplauda y favorezca, etc.?" Aristóteles, en su libro 8 de Ética, capítulo 10, declara que, de las tres formas de gobierno para regir la multitud, la monarquía es la mejor y la democracia la peor. Plutarco, en Solón, cuenta que Anacarsis el Escita se sorprendió de que en Grecia los sabios aconsejaran mientras los necios juzgaban, porque los oradores hablaban y el pueblo juzgaba. En Apotegmas, Plutarco también relata que cuando a Licurgo le preguntaron por qué no había instituido una democracia en Esparta, respondió que primero debía instaurarla en su propia casa.

De nuestros autores, San Ambrosio, en su libro 5 de Hexamerón, capítulo 21, dice sobre la multitud del pueblo: "No valora los méritos de la virtud, ni busca el beneficio de la utilidad pública, sino que vacila en la incertidumbre de su movilidad." San Jerónimo, en su comentario al capítulo 21 de Mateo, dice: "Siempre la multitud es voluble, no persiste en su voluntad inicial, y se mueve de un lado a otro como las olas y los vientos que soplan en diferentes direcciones." San Juan Crisóstomo, en su homilía 2 sobre el Evangelio de Juan, define al pueblo como algo lleno de tumulto y perturbación, compuesto en su mayor parte por necios, y zarandeado, como las olas del mar, por diversas y contradictorias opiniones. Luego añade: "¿No es ciertamente el más miserable de todos el que está oprimido por este tipo de servidumbre?"

Además, se añade otra razón. No puede ser un buen gobierno donde los sabios son gobernados por los necios, los experimentados por los ignorantes, y los buenos por los malos. Tal es el gobierno democrático, pues donde prevalece la democracia, todo se decide por el sufragio de la mayoría. Y siempre es más numeroso el grupo de necios que el de sabios; los malos que los buenos; los inexpertos que los experimentados.

Además, si, como enseña Aristóteles en su libro 1 de Política, capítulos 1 y 3, aquellos que sobresalen por su inteligencia son, por naturaleza, señores de los que son más lentos, y como dice San Agustín en su libro De Utilitate Credendi, capítulo 12: "Los necios no pueden vivir más felizmente que cuando están al servicio de los sabios." ¿Quién no ve cuán desordenado sería permitir que el gobierno del Estado estuviera en manos de la multitud desordenada del pueblo?

Por último, si el pueblo tuviera alguna autoridad en el gobierno de la Iglesia, la tendría o bien de sí mismo o bien de otro. No la tendría de sí mismo, porque esta potestad no proviene ni del derecho natural ni del derecho de gentes, sino del derecho divino y sobrenatural. Pues no es semejante a la potestad civil, que está en el pueblo, a menos que sea transferida al príncipe por el pueblo. Tampoco la tiene el pueblo de otro. Pues si la tiene de otro, debe haberla recibido de Dios. Pero no la tiene de Dios; ya que en el libro de Dios, es decir, en las Sagradas Escrituras, no se le confiere al pueblo el poder de enseñar, pastorear, gobernar, atar o desatar, sino que siempre se llama al pueblo el rebaño, que debe ser pastoreado. Sin embargo, a Pedro se le dice: "Apacienta mis ovejas" (Juan 21:17), y en Hechos 20: "El Espíritu Santo ha puesto obispos para pastorear la Iglesia de Dios." Por lo tanto, tenemos que el gobierno de la Iglesia no es popular.

Sin embargo, hay tres argumentos en contra de esta proposición. El PRIMERO se toma de las palabras de Mateo 18: "Dilo a la Iglesia", donde parece que el tribunal supremo de la Iglesia reside en la totalidad de los fieles. Respondemos que esa frase, "Dilo a la Iglesia", significa llevar el asunto al juicio público de la Iglesia, es decir, a aquellos que ejercen una función pública en la Iglesia. Así lo interpreta Crisóstomo: "Dilo a la Iglesia", es decir, al prelado. Y esto es confirmado por la costumbre de la Iglesia, ya que nunca hemos visto ni oído que un acusado haya defendido su causa ante la multitud del pueblo, pero sí hemos visto y oído muchas veces que ha defendido su causa ante el obispo.

El SEGUNDO argumento se toma de los capítulos 1 y 6 de los Hechos de los Apóstoles. Pues en Hechos 1, toda la Iglesia eligió a Matías; y en Hechos 6, la misma Iglesia eligió a los siete diáconos; y los Padres enseñan que la elección de los obispos corresponde al pueblo. Respondemos que sobre la elección de ministros discutiremos en otro lugar. Pero entretanto negamos que de ese derecho que tuvo alguna vez el pueblo para elegir ministros se pueda probar de ninguna manera la existencia de una democracia eclesiástica. Pues el pueblo nunca ordenó ni creó ministros, ni les confirió ningún poder, sino que solo los nominó y designó, o como dicen los antiguos, los postuló, para que los obispos los ordenaran mediante la imposición de manos. Por eso, en Hechos 6, los apóstoles dicen: "Considerad a siete hombres de buen testimonio, a quienes pongamos sobre este trabajo." Allí solo conceden al pueblo que busque y presente algunos idóneos para esa tarea. Pero los diáconos fueron creados por los apóstoles, no por el pueblo. Así lo enseña también San Cipriano, cuando dice: "El Señor eligió a los apóstoles, y los apóstoles se constituyeron a sí mismos diáconos" (libro 3, epístola 9).

Además, incluso cuando el pueblo realmente eligiera obispos, eso no convertiría inmediatamente al gobierno eclesiástico en predominantemente democrático. Pues para que un gobierno sea democrático, no solo se requiere que el pueblo elija a los magistrados, sino muchas otras cosas; y esto por sí solo no es suficiente. Los primeros reyes fueron elegidos por el pueblo, y sin embargo, su gobierno era monárquico, no democrático.

De la misma manera, los emperadores romanos fueron elegidos en su momento por los soldados, y ahora son elegidos por ciertos príncipes; y sin embargo, el imperio pertenece a la monarquía, no a la democracia. Pues para que sea una democracia, se requeriría que, una vez elegido el príncipe, el pueblo siguiera teniendo más autoridad que el príncipe, y que se pudiera apelar del juicio del príncipe al del pueblo. Pero esto no sucede en la Iglesia, al igual que tampoco sucede en el reino o el imperio romano. Esto lo entendió el emperador Valentiniano el Mayor, como relata Sozomeno en su libro 6, capítulo 6, cuando los soldados querían darle un colega en el imperio. Respondió: "Elegirme para el imperio estaba en vuestras manos; pero, una vez que ya he sido elegido por vosotros, elegir el compañero de imperio que pedís ya no está en vuestras manos, sino solo en la mía."

El TERCER argumento se extrae de la autoridad de San Cipriano y San Ambrosio. San Cipriano, en el libro 3, epístola 14, escribiendo a los presbíteros y diáconos sobre algunos hermanos turbulentos, dice: "Entretanto, que se les prohíba ofrecer el sacrificio, y que defiendan su causa ante nosotros y ante todo el pueblo, etc." San Ambrosio, en la epístola 32, hablando sobre el juicio de la fe, dice: "El pueblo juzga". Y añade: "Auxencio rehúye vuestro examen".

RESPONDO que San Cipriano acostumbraba a tratar casi todos los asuntos importantes ante el clero y el pueblo, y no hacía nada sin su consentimiento. Sin embargo, lo hacía voluntariamente, no porque estuviera obligado por ninguna ley, como queda claro en el libro 3, epístola 10, donde dice: "Desde el principio de mi episcopado, decidí no hacer nada por mi propia cuenta sin vuestro consejo y sin el consentimiento del pueblo, etc." Pero no por esto Cipriano estaba subordinado al clero o al pueblo, de la misma manera que el rey Asuero no estaba subordinado a aquellos sabios cuyos consejos seguía en todas sus decisiones, como leemos en el libro de Ester, capítulo 1. Y aunque Cipriano se hubiera sometido voluntariamente al clero y al pueblo, lo cual no es en absoluto creíble, eso no habría establecido una ley para toda la Iglesia.

En cuanto a San Ambrosio, él se refiere en ese pasaje al juicio privado, en el cual cada uno decide qué seguir para sí mismo, no a un juicio público que tenga autoridad para obligar a los demás. Esto se puede ver claramente en las palabras del propio Ambrosio, cuando dice: "Que vengan a la Iglesia, si los hay, para que escuchen junto al pueblo, no para que cada uno se siente como juez, sino para que cada uno, de acuerdo con sus afectos, haga su propio examen y elija qué seguir." Puedes encontrar más sobre este tema en el libro 1 de De Conciliis, capítulos 19 y 20.

El segundo error de Brencio se refuta fácilmente a partir de lo que ya se ha dicho. Si los príncipes no son los principales de la Iglesia, no les corresponde la aristocracia eclesiástica. Además, se pueden añadir estos argumentos.

PRIMERO, el gobierno de la Iglesia es sobrenatural, por lo tanto, no corresponde a nadie excepto a aquellos a quienes Dios lo ha confiado. Leemos en las Escrituras que fue confiado a los apóstoles y a los obispos, sus sucesores. A Pedro apóstol se le dijo: "Apacienta mis ovejas" (Juan 21:17), y de los obispos se dice en Hechos 20: "A quienes Dios ha constituido obispos para gobernar la Iglesia de Dios". No leemos nada similar sobre los reyes.

LUEGO, durante casi 300 años no hubo príncipes seculares en la Iglesia, excepto solamente el emperador Filipo, quien sobrevivió por brevísimo tiempo, y quizás algún otro en provincias no sujetas al imperio romano. Sin embargo, la Iglesia fue la misma que es ahora, y tuvo la misma forma de gobierno. Por lo tanto, los príncipes seculares no gobiernan la Iglesia de Cristo.

TAMBIÉN, aquellos que tienen el poder supremo en la república pueden hacer todo lo que pueden los magistrados inferiores. Pues, ¿quién podría prohibir a un rey que conozca y juzgue por sí mismo los casos que ha delegado a procónsules, pretores o jueces menores? Pero los reyes no pueden usurpar las funciones de un obispo, presbítero o diácono, tales como predicar la palabra de Dios, bautizar o consagrar. Por lo tanto, los reyes no son los magistrados supremos de la Iglesia.

Probamos además que los reyes no pueden invadir los oficios sacerdotales. Primero, los reyes pueden ser tanto hombres como mujeres, pero el apóstol prohíbe que las mujeres enseñen públicamente (1 Corintios 14:34 y 1 Timoteo 2:12), y los Pepuzianos, según Epifanio (herejía 49) y Agustín (herejía 27), son contados entre los herejes porque atribuían el sacerdocio a las mujeres.

Además, en 2 Crónicas 19:11, el rey Josafat, un rey muy piadoso, dijo: "Amarías, el sacerdote principal, presidirá en todo lo que toca a Dios, y Zabadías gobernará en todo lo que es del oficio del rey". Y en 2 Crónicas 26, cuando el rey Ozías quiso ofrecer incienso, el sumo sacerdote lo prohibió diciendo: "No es tuyo, Oh Ozías, el ofrecer incienso al Señor, sino de los sacerdotes". Y cuando Ozías insistió, inmediatamente fue golpeado por una grave lepra enviada por Dios. Si en el Antiguo Testamento un rey no podía realizar las funciones de los sacerdotes, con más razón en el Nuevo, donde los oficios sacerdotales son mucho más augustos.

Asimismo, en el Sínodo de Mâcon, en el canon 9, en el Concilio de Milevo, en el canon 19, y en el III Concilio de Toledo, en el canon 13, se imponen severas penas a los clérigos que llevan los asuntos eclesiásticos ante jueces seculares. Y Ambrosio, en su epístola 33 a su hermana, dice que le dijo al emperador Valentiniano: "No te atormentes, emperador, pensando que tienes algún derecho imperial sobre las cosas divinas. Te ha sido confiado el derecho sobre los muros públicos, no sobre los sagrados". Y al mismo Teodosio le dijo el mismo Ambrosio: "La púrpura hace emperadores, no sacerdotes", como relata Teodoreto en su libro 5, capítulo 17 de su Historia. También, en el libro 4, capítulo 16, Teodoreto escribe que un hombre llamado Eulogio, cuando el prefecto Modesto, enviado por el emperador arriano Valente, le dijo: "Comunícate con el emperador", respondió ingeniosamente: "¿Es que con el imperio también ha obtenido el sacerdocio?".

Atanasio, en su epístola a los que llevan vida solitaria, reprende a Constancio por inmiscuirse en asuntos eclesiásticos, y añade que el obispo Osio de Córdoba le dijo al mismo Constancio: "No nos des órdenes en esta materia, sino más bien aprende de nosotros. Dios te ha confiado el imperio, y a nosotros nos ha confiado lo que es de la Iglesia". Suidas testifica en la entrada "Leontio" que Leontio, obispo, dijo cosas similares a Constancio. Sulpicio, en el libro 2 de su Historia sagrada, relata que San Martín le dijo al emperador Máximo: "Es algo nuevo y sin precedentes que un juez secular juzgue un asunto eclesiástico".

El beato AGUSTÍN, en sus epístolas 48, 50 y 165, enseña que la función de los reyes piadosos es defender la Iglesia, y con leyes y penas severas coartar a los blasfemos, sacrílegos y herejes condenados por la Iglesia. Pero en la misma epístola reprende a los donatistas por llevar un caso episcopal ante el juicio de un rey terrenal en lugar de ante sus coepíscopos. San GREGORIO, en el libro 5, epístola 25, hablando del emperador Mauricio, dice: "Sabemos que nuestros piadosos señores aman la disciplina, respetan el orden, veneran los cánones, y no se mezclan en los asuntos sacerdotales". Lo mismo enseña Juan Damasceno extensamente en su Oración en defensa de las imágenes. Finalmente, el emperador Basilio, en el VIII Concilio, declara que ni él ni ningún laico puede tratar los asuntos sacerdotales, y Sozomeno testifica lo mismo del emperador Valentiniano el Mayor en su libro 6, capítulo 7.

Los argumentos de Brencio se toman de los ejemplos del Antiguo Testamento, donde leemos que Moisés, Josué, David, Salomón y Josías, que fueron líderes o reyes, a menudo se involucraron en asuntos religiosos. Brencio también añade para confirmar su argumento que a los reyes se les ha encomendado la custodia de la ley divina, y por eso la preocupación por la Iglesia les corresponde a ellos. Pues el apóstol dice en Romanos 13: "No lleva la espada en vano, porque es ministro de Dios, vengador para castigar al que hace mal".

RESPONDEMOS que Moisés no solo fue líder, sino también sumo sacerdote, como lo demostramos en la cuestión sobre el juez de las controversias, libro 3 de Verbo Dei. Los demás actuaron a veces con una autoridad extraordinaria, no tanto como reyes sino como profetas. Pero esto no eliminó la ley de Deuteronomio, donde se establece que en las dudas sobre la religión, los hombres no debían dirigirse al rey, sino al sacerdote de la tribu de Leví (Deuteronomio 17). Por eso, como dijimos antes, el rey Ozías fue castigado con lepra por asumir el oficio del sacerdote.

Para confirmar esto, respondemos que los reyes deben ser guardianes de las leyes divinas, pero no sus intérpretes. Les corresponde promulgar edictos y castigar con penas las blasfemias, herejías y sacrilegios, pero deben aprender de los obispos cuáles son las herejías y cuál es la fe ortodoxa. Esto es lo que los emperadores piadosos como Constantino, Valentiniano, Graciano, Teodosio y Marciano hicieron, como se puede ver en el mismo Código de Leyes (I. cunctos populos, título de la Santísima Trinidad y la fe católica, y en todo el título de los herejes). Puedes encontrar más sobre esto en la cuestión sobre el juez de las controversias y en la cuestión sobre el presidente del Concilio General.