1, 2-4

¡Que él me bese con los besos de su boca! Tus amores son más preciosos que el vino; tus perfumes preciosos al olfato, tu nombre es ungüento derramado, por eso te aman las doncellas. ¡Llévame en pos de ti! ¡Corramos! ¡El Rey me ha introducido en sus mansiones! Queremos exultar y alegrarnos por ti. Evocaremos tus amores más que el vino. ¡Con qué razón eres amado!

El canto comienza de inmediato con el amor. Con el amor que ya goza de una experiencia. La novia conoce el amor del novio. Lo ha experimentado y suspira por más. Quiere ser llevada otra vez al cuarto del esposo.

La actitud que aquí aparece será transformada por el amor cristiano. Luego de la experiencia del cuarto del esposo, nosotros no exponemos nuestro amor de un modo tan inmediato como sucede aquí, casi sin pudor; no entraremos de un modo tan natural, tan abierto, sin preámbulos in medias res, ni anunciaremos casi gritando nuestro derecho a más amor.

El amor natural del varón y la mujer sirve como fundamento, es invocado como comparación. Pero se trata también del amor de Israel por Yahveh, del amor de la Iglesia por Cristo, de la unión del pueblo cristiano con Dios.

Es llamativa la naturalidad con la que se reclama un derecho. Y sin pérdida de tiempo, la novia avanza aún más y promete un éxtasis común: nosotros queremos extasiarnos, más que de vino, de nosotros mismos. Ella exige y, a la vez, promete que él no partirá con las manos vacías. La ebriedad será común.

Ella lo describe, se ve que ha tenido experiencia de él. Luego habla de su propio deseo. Lo que él, quizá, necesite puede ser leído simplemente en ella. Como si Dios tuviese necesidad de Israel; el hombre, de la mujer con experiencia. Ninguna timidez, ninguna espera pudorosa, se pasa de inmediato a una plenitud, que, como tal, la novia ya conoce. Se esperaría que primero el hombre embriagase a la mujer. Aquí la mujer se extasía de antemano. Entre las cosas más hermosas del amor se cuenta el perfecto perseverar de la mujer en la espera, su no dictar ni dirigir.

Este inicio es precristiano. Delata un amor que no está quizá lejos del temor. Un deseo tan pretencioso pareciera esconder algo de angustia. Le falta la confianza, la serenidad, el abandono de sí. El Nuevo Testamento ha superado ese tipo de relación entre los sexos.

Y si esa novia hubiese de ser la Iglesia de Cristo, entonces sería una Iglesia que se comporta como si fuera omnisciente en el amor y capaz de hacerle promesas a su Señor. Pero la Iglesia debería dejarse formar siempre por su Señor, en vez de formar ella misma.