3, 1-4

Por las noches he buscado en mi lecho al amor de mi alma; lo he buscado y no lo hallé. Me levantaré pues y recorreré la ciudad. Por las calles y las plazas buscaré al amor de mi alma. Lo busqué y no lo hallé. Los centinelas me encontraron en su ronda por la ciudad. «¿Habéis visto al amor de mi alma?». Apenas los había dejado, cuando encontré al amor de mi alma. Lo aprehendí fuertemente y no quiero dejarlo, hasta que le haya introducido en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me ha concebido.

Ahora ella lo llama amor de su alma. Lo busca en su lecho, donde él está cuando se consuma la unión corporal. Pero allí no lo encuentra. Y no le falta ese esperado amor corporal, sino el amado de su alma. En el momento en que ella lo echa de menos, nota que lo ama más con el alma que con el cuerpo. Y decide levantarse e ir a buscarlo a través de la ciudad. Ella sabe que él puede ser reconducido a su sitio únicamente por medio de su búsqueda. Por sí mismo no regresará. Él debe ser conducido y puesto en el camino del retorno por el esfuerzo de ella. Su amor es lo suficientemente fuerte como para soportar esa humillación; les pregunta incluso a los guardias. No le interesa lo que puedan pensar de ella; abandona su recato. Otros reconocerán que está en la búsqueda de aquel que estaba junto a ella y ahora ha desaparecido, y reconocerán cuán fuertemente ella depende del amor de su alma. Pero apenas ha experimentado esta humillación, da con él. Y ahora lo aferra firmemente y ya no lo deja ir. Por este abrazo él debe regresar a ella. Y ella lo lleva a la casa de su madre, a lo tradicional, a la alcoba donde nació, donde está su origen, al lugar al que ella en lo más hondo pertenece. Hacia allí él debe ir. De ese modo ella quiere anudar aún más estrechamente los lazos que les unen.

Si la novia es la Iglesia, entonces es natural que ella deba humillarse para tener al Señor junto a sí. Si el Señor está lejos, el error radica evidentemente en ella; ella se ha alejado. Ella ha de asumir el vagar por la noche, hasta tener de nuevo al Señor. E igualmente ha de arriesgarlo todo para encontrarlo, pues es el amo de su alma, más aún, en el amor realmente da forma y ser a su alma. Y ella lo lleva de regreso a lo más íntimo que posee para que desde allí reine de nuevo como su amado. Debe aferrarlo para no errar más. Donde Él está, no existe el extravío. Y de un modo significativo ella lo encuentra tan pronto ha dejado atrás a los guardias y ha experimentado la humillación. Si ella se ha humillado y confesado –pues la pregunta a los guardias es en realidad un confesar–, el Señor se deja encontrar de inmediato. Y ella lo lleva al centro de la Iglesia, al lugar de la eucaristía. La Iglesia es en realidad hija del Señor; entonces lo hace regresar allí donde Él la hizo nacer; Él es «madre de la Iglesia». Ella lo lleva al lugar donde nace permanentemente, donde Él se le regala para que ella pueda surgir. El tema es transpuesto en un tono nuevo: antes era la amada, una de igual rango, ahora es otra vez la niña. Ha de ser independiente y madura, para buscarlo –precisamente el hecho de que le falte el Señor la hace mayor de edad–, pero para luego volver a ser aún más niña.

Todo el pasaje está muy cercano a la confesión. Yo debo reconocer lo que son mis pecados y debo confesarlos con plena conciencia, para luego estar allí vacío, de modo que la gracia pueda recomenzar en mí. En la Iglesia verdadera se encuentra por doquier ese salto. El arrepentimiento y el confesar los pecados ante el sacerdote, como un guardia del Señor, se corresponden con la búsqueda de la novia en la noche. Apenas es depuesta la confesión, el Señor se deja encontrar de nuevo. La admonición tiene la fuerza de unir nuevamente al Señor, la absolución aleja el impedimento del pecado para que el camino hacia el Señor esté otra vez libre. El creyente está unido al Señor, pero ahora sabe cuán estrechamente se ha de aferrar a Él. Recibe la comunión y conduce al Señor allí donde nació, a la gracia bautismal originaria, que el Señor deja renacer en cada comunión y en cada sacramento recibido. Cada sacramento regala algo de un nuevo nacimiento.

En la novia que busca también se puede ver una imagen de María. Ella busca al niño de doce años, luego al adulto que se ha ido de su lado camino a su misión. Ella lleva consigo a su casa al niño de doce años tan pronto lo ha encontrado; al lugar en el que su relación con él está intacta, donde es tanto su madre como su hija. Y siendo su esposa, ella se aferra a él, cuando ha desaparecido siendo adulto; lo busca ( junto con los parientes) para llevarlo a su hogar; pero ese no será un regreso, sino un progreso en Su dirección, y ella ha de ejecutar ese movimiento junto con él. Espiritualmente, ella ha de ir a buscarlo una y otra vez allí donde han nacido el uno del otro –corporalmente no lo puede hacer, aunque los parientes quisieran conducirlo a casa a la fuerza–, espiritualmente ha de regresar con Él a su sagrario común, para recibirlo de nuevo, experimentarlo de nuevo, regalársele de nuevo. Su vida desaparece en ese misterio del ya no comprender y del volver a comprender: en la boda de Caná, en verdad, donde quiera que María aparezca, finalmente en la cruz. Aquí hay una pérdida definitiva y un definitivo llevar a casa. Cuando se aleja con Juan, a quien fue confiada, en ella vive un nuevo misterio del Hijo. Todo, la concepción, el nacimiento, la vida con el Hijo, todo lo que recibe de Él, de un modo único o reiterado, es siempre como un regreso nuevo al anuncio del ángel, a lo más íntimo, a la relación originaria con el Hijo.

Cuando María deviene Esposa e Iglesia del Hijo, su vida se asemeja cada vez más a un perder y reencontrar al Hijo según un ritmo alternado. Es, al fin y al cabo, una realidad plenamente católica que cada vez que algo ya no se comprende, precisamente entonces se recibe la posibilidad de comprenderlo de un modo nuevo. Si una cuestión parcial cualquiera de la verdad cristiana me choca, el mismo Señor me reconduce cada vez al corazón del misterio. Si yo recuerdo que la Iglesia toda toma parte en cada cuestión que concierne al Señor y que la cuestión, en suma, es un misterio eclesial, entonces debo colocar mi cuestión en el centro de la Iglesia y desde allí contemplarla de nuevo. Ese regresar con el novio a la cámara del nacimiento originario es siempre y en cada caso un familiarizarse íntimo con la plenitud inabarcable de las posibilidades católicas de la Iglesia y de su relación con el Señor. Solo que por un instante yo había olvidado que, en suma, todo está bien, todo concuerda, que existe un comprender absoluto que no necesita ser el mío personal; ahora comprendo que con mi incomprensión he de entrar en el interior de ese «comprender absoluto» que reina entre Esposo y Esposa y que me ha de parecer «blanco» lo que veo «negro». Si afirmo: «yo no comprendo», entonces he olvidado que eso está en el interior de un «yo comprendo» primario, porque la Iglesia comprende y porque la relación del Señor con su Iglesia se manifiesta precisamente en ese misterio no comprendido por mí. Yo debo entrar en el lugar donde se comprende; si con ello yo «sucumbo» o no, casi carece de importancia. Debo sacar el centro del comprender de mi propia comprensión y trasladarlo al de la Iglesia. Como si yo me defendiera: «No, ese vestido amarillo no me queda bien», y tú respondieras: «Me es igual, debes bailar en una rueda en la que se ha previsto que todos vayan vestidos de amarillo; mirarán el vestido, no a ti, así que hazme el favor de ponértelo».

Para renovar y refrescar la comprensión no existe ningún otro lugar más que la alcoba de mi madre. Con esto no se entiende la Iglesia en un sentido exterior, sino la Iglesia como fuente de los sacramentos. Nuestro no comprender puede ir hasta el odio o la completa tibieza; pero alguna vez puede llegar el momento en que nos sentimos humillados por nuestro estado: entonces nos abandonamos de nuevo al Esposo que siempre ha de ser encontrado de nuevo, y somos arrojados al fuego central de la comprensión que siempre ha ardido en torno a nosotros. En nuestra pequeña razón no encontramos fuerza ni inteligencia suficientes para deponer nuestra sinrazón y elevarnos a lo que a nosotros nos parece sinrazón: la razón absoluta entre Esposo y Esposa. Para que nos atrevamos a dar este paso, debe entrar en juego algo mucho más claro y poderoso que nuestra razón: el amor entre la Iglesia y el Señor.