2, 15-17

Cazadnos los zorros, los zorros jóvenes que devastan las viñas, también nuestras viñas que están justo en flor. Mi amado es mío y yo soy para mi amado; él pastorea entre los lirios. Antes que sople la brisa de la tarde y las sombras huyan alargándose, da un paseo al abierto. Hazte igual, amado mío, a una gacela o a un joven cervatillo por los montes de la alianza.

Su amor está plenamente en flor y nada, ni grande ni pequeño, ha de ponerlo en peligro. Con esto, la novia muestra que es temerosa, que la angustia es parte de su amor, que ella no puede representarse el encuentro amoroso más bello de otro modo que ligado a una cierta amenaza que quisiera disipar. A esto sigue la afirmación contundente de que ella pertenece a su amado y él a ella. Aquí está el centro de este fragmento, el hecho definitivo, que ella solo acentúa después de mostrar su temor. Luego pasa a la alabanza del amado, como si fuera insoportable pensar que de ahora en adelante su amor haya alcanzado un punto máximo. Es la irrevocabilidad de la pertenencia mutua en medio del acecho del peligro.

Cuando la novia habla del cenit del día, se acentúa una vez más el punto culminante del amor. Ella admira al esposo en su punto culminante y le deja espacio. Él debe poder moverse sin impedimentos. Esto es un aspecto complementario de la amenaza anterior. Cuando antes ella lo comparaba con un cervatillo o una gacela, él se movía en dirección a ella. Ahora, por el contrario, ella le da libertad. Ella se atreve, casi a modo de prueba, a devolverle toda su libertad. Antes se sintió en una cierta unión con él, con la angustia de saber que podían sobrevenir peligros de afuera. Ahora lo libera, como si un impedimento pudiera surgir de ella misma y limitarlo. Es como si ella, con ese gesto de dejarlo libre, quisiera alargar el mediodía. También sabe que las sombras se harán de nuevo visibles, prescindiendo de este pequeño espacio de tiempo. Y frente a esas sombras se angustia. Desde el punto medio de la unidad fuertemente acentuada se ven amenazas a ambos lados. Allí los zorros que devastan, aquí las sombras que crecen.

Si la novia es la Iglesia, sabe que el novio está siempre protegido y que de él no puede venir sombra alguna. Pero sabe también que existen amenazas para la relación nupcial, tanto desde fuera como desde ella misma. De afuera, cuando la relación de la Iglesia con su Señor es perturbada, una y otra vez, por todos los ataques que se puedan concebir, grandes y pequeños. El peligro que viene de ella misma es la tentación de asegurarse, de apropiarse del Señor, de «cautivarle». Si lo hiciese, entonces se alargarían las sombras sobre ella misma. La frase central: «Él es mío y yo suya» debe serle consuelo y garantía para perseverar en el amor mutuo. Siempre de nuevo sabe la Iglesia cuán límpida podría ser su relación con el Señor y cuánto depende esto del hecho de dejarlo libre. Él ha de poder ser el que quiera: ahora este y luego aquel. Y ella, por su parte, ha de acomodarse a las transformaciones del Señor.