7, 11-14

Yo pertenezco a mi amado, y su deseo va en pos de mí. ¡Ven, amado mío, salgamos al campo y pasemos la noche en las aldeas! De mañana iremos a las viñas, veremos si la vid está en cierne, si las yemas se abren, si los granados florecen. Allí te entregaré el don de mis amores. Las mandrágoras exhalan su fragancia. A nuestras puertas hay toda clase de frutos exquisitos, nuevos y también añejos, que yo he guardado, amado mío, para ti.

Ella ya no quiere poner ninguna reserva, quiere pertenecerle completamente, aun en los momentos en los que no se unen. Sabe que su corazón está pleno de deseo por ella, como antes lo ha dicho. Confía incondicionalmente en su amor. Luego lo invita a ir al campo, casi como a un viaje de descubrimiento. Con esto emerge una diversidad de aspectos que ya fueron mencionados, pero que ahora aparecen bajo una luz nueva: la luz de la fecundidad venidera, naciente. Como si la esposa ya estuviese encinta. Todo lo que ellos miran, señala hacia la fecundidad. Y luego quieren pasar la noche. Con esto, ya comienza el viaje. De mañana, luego del reposo, cuidan de la fecundidad. Él ya la ha comparado con una vid, con un granado. Ahora quieren ver juntos si comienza a dar fruto lo que es de ella y con lo que fue comparada. Solo después ella quiere pertenecerle. En el vigor de un estado, por tanto. En el principio está la fecundidad que existía desde siempre, luego es contemplada y desemboca en una nueva fecundidad aún más llena de promesas. Ella no solo le da lo que ya poseía, sino además toda la promesa de la vid en ciernes, de las yemas que se abren. Ellos no irían juntos a contemplar la fecundidad si les esperara una desilusión, si debieran decir al final: No, no florece.

Las mandrágoras exhalan su fragancia, los frutos que excitan el amor. Esto se refiere al anhelo propio. Ellos son cautivados por frutos viejos y nuevos que la esposa ha recogido y reservado para el esposo. Él puede tenerlo todo. Lo que de ella se abrirá, está reservado desde siempre para él, ella posee encantos que habrían estado disponibles desde hace años. Ella no ha pertenecido antes a ningún otro. Él debe saber esto ahora, cuando florece el nuevo amor. Como si su amor hubiera sido hasta ahora, el amor de una elegida, pero ahora fuera incluido todo su pasado en la nueva fecundidad. El anhelo del amor ha permanecido igual, pero todo se ha vuelto más serio, más exigente.

Si se trata de la Iglesia, entonces es como si ahora tuviese algo que mostrar al Esposo. Pero ella no quiere anticiparse, lo prepara al hecho de que la semilla que Él ha puesto en ella comienza a abrirse. Ella ansía poder mostrárselo en un amor renovado y fortalecido. Pues lo que germina en ella no es su propia obra sino la obra del Señor en ella. No quisiera tener que decirle expresamente al Señor que algo está brotando en ella; quisiera que Él mismo lo percibiese y lo expresara, que todo lo que la Iglesia tiene para ofrecer Él lo reconozca como propio. El Señor le dice a su Iglesia lo que espera de ella. Y la Iglesia se apoya en las palabras del Señor, en su promesa, para sugerirle que quiera una vez examinar junto con ella si todo es así como Él lo desea. Después de esto, ella le consagrará de nuevo su amor.

La Iglesia vive en el interior de la vitalidad de los sacramentos, jamás sale de ese espacio de fecundidad. Sin embargo, vuelve a rogar por su gracia para cada situación en la que el Señor la coloca y, al mismo tiempo, promete donársele de nuevo. Ella le ha reservado todo: los frutos que ahora deben crecer y los que ya antes estaban presentes. La nueva gracia sacramental, que la Iglesia ruega sea concedida y que recibe también como fruto, jamás está allí aislada: refiere a gracias anteriores, a frutos anteriores que ha recibido del Señor y que le ha restituido. En el nuevo sacramento no es olvidado el antiguo. Y de este modo se funda también la tradición que echa luz a lo que viene y a lo que fue. La Iglesia, finalmente, no puede dar sus frutos a nadie más que al Señor. No consta en ninguna parte que los nuevos frutos sean mejores que los viejos, ya almacenados, ambos simplemente coexisten. Si el Señor tiene algo que decir de esos frutos, lo hará; no toca a la Iglesia ni juzgarlos ni alabarlos.