7, 7-10

¡Qué bella eres, qué encanto, oh amor, oh delicias! Tu talle se parece a la palmera, tus pechos a racimos. Decidido subiré a la palmera, quiero recoger sus frutos. ¡Sean tus pechos como racimos de uvas, el perfume de tu aliento como el de las manzanas, y tu boca como el vino más magnífico, que rocía deliciosamente mi garganta, resbalando entre labios y dientes!

Otra vez describe su belleza, brevemente, pero ahora desde una cercanía total. Su belleza llega a su apogeo porque él la desea. Su deseo parte de los encantos de ella, pero ahora él no le pide permiso; es suficiente que tenga el deseo, la tomará por la fuerza de ese deseo. Él menciona solo brevemente su belleza, para prepararla a lo principal: que él la tomará. Las pocas cosas que aún describe son las que percibe al poseerla: su aliento, su boca. Esto es similar al canto anterior en el que el rostro fue mencionado al final. Ahora, desde dentro de la unión, se describe la alegría que recibe de ella. Antes era la alegría que él le concedía: ella debe saber que también su rostro es bello, que él no solo encuentra belleza en su cuerpo, sino en todo. Ahora se da como un crecimiento de su propia alegría.

Para la Iglesia vale: es importante ante todo el deseo del Señor de regalarse. Ella no solo debe estar orgullosa, como en el canto anterior, de poder responder al Señor, sino que debe aprender siempre más y mejor a adaptarse solo a su deseo. Él no le quita nada de su belleza, pero ahora acentúa decididamente su voluntad de poseerla. Y ella ha de saber que la razón de su vida radica en que el Señor quiere donársele. Él ha configurado la Iglesia como una respuesta a su deseo, porque posee esta necesidad imperiosa de regalarse, de cumplir hasta el fin la obra del Padre. Y sin este deseo, no hay Iglesia.