8, 5b

Debajo del manzano te desperté, allí donde te concibió tu madre; allí donde yacía en dolores la que te dio a luz.

Ahora la novia está cautiva en la fecundidad. Es despertada en el lugar donde había nacido. Eso dice el esposo ahora, cuando ella es fecunda. Por exclusivo que sea su amor, por más fuerte que ella le pertenezca: ahora ella debe percibir que le pertenece aún más profundamente de lo que había sido consciente hasta el día de hoy. Pues él la ha despertado debajo del árbol, allí la ha asumido dentro de su fecundidad, en el lugar donde ella había surgido de la fecundidad de su madre. Su destino es ahora el destino de todas las mujeres, es un eslabón en la cadena interminable de la fecundidad femenina. Por otra parte, ella está unida a la fecundidad del varón, puede dar las vueltas que quiera, siempre se encontrará con esa fecundidad. Esto tiene una cierta dureza: ella no escapará. Sin embargo, esa fecundidad está ligada al manzano, en el sentido de la experiencia del dolor: allí yacía en dolores la que te dio a luz. También la novia será engarzada en la cadena de las que dan a luz en el dolor: la fecundidad está unida con el dolor desde la historia del árbol.

Toda mujer da a luz bajo el manzano y sus leyes. El varón recuerda: Debajo del manzano te desperté, he despertado la fecundidad que dormía en ti. Eso es lo que él asume. Él es la causa y se hace responsable. Despertándola, la ha llevado a ese manzano. Antes ella habló de su propia fecundidad, la comparó con granados en flor, con sarmientos; todo era maravilloso, se amoldaba a su deseo de amor, todo era pleno y prometía aún más belleza y amor. A la responsabilidad del varón pertenece recordar que existe el manzano. Ser fecundo es bello, pero por el varón la mujer experimenta que también es doloroso. Por cierto, él la ha unido a sí, la ha hecho su mujer, y ella podía pensar hasta ahora que todo sería solo un asunto entre ambos, y que esa fecundidad solo aumentaría la dicha mutua, ya que un niño como fruto de su amor los ha de unir aún más estrechamente. Pero él ha de anunciarle ahora la amarga verdad: la relación está quebrantada desde el principio, porque existe la ley del manzano, debajo del cual él la ha llevado amándola. La une a la cadena de generaciones de todas las mujeres hasta el primer manzano.

La Iglesia es despertada por el Señor debajo del manzano. Él regala a la Iglesia, al mundo, la redención en la cruz. Coloca su cruz allí donde tuvo lugar desde el inicio el pecado y la expiación: bajo el manzano. Comiendo la manzana, Eva tomó sobre sí, para sí y como mujer el parir con dolor. Ha traído por su pecado algo nuevo al mundo, es decir, la posibilidad de transmitir pecado. Y el pecado se hinchó tanto que cada hombre peca mucho más de lo que él mismo puede expiar. Por eso el Señor ha puesto su cruz, que todo lo expía, bajo el árbol y allí ha despertado a la Iglesia, le ha dado parte en los dolores de parto del mundo. Y ella no podrá separarse más de la palabra, de la realidad del haber sido despertada. Será siempre una Iglesia que sufre, mientras en el mundo reine la ley del manzano.

Y si el Señor es hijo de la Madre y la Iglesia hija de ella, entonces ambos están bajo la ley del parir con dolor, que también la Madre ha conocido. Como hijo de esa Madre, el Señor mismo se coloca bajo esa ley que une recíprocamente fecundidad y dolor. Él ha asumido en lo divino la ley humana de la expiación para redimir a la humanidad. Desde el principio y por pura gracia, Dios Padre había conferido un carácter expiativo a los dolores de parto. Y dándole el Hijo un peso divino a estos dolores, su expiación pudo preponderar sobre los pecados del mundo. Pero, como varón, no podía comenzar a parir en el dolor. Él ha asumido sobre sí la parte esencial de la expiación en la cruz, pero ha dejado abierto un espacio para el dolor expiativo de la mujer que da a luz: se deja hacer hombre por (medio de) su Madre y sus dolores, para participar en los dolores del hombre. Y hace partícipe a su Madre de su expiación más que humana. Y la Madre y Él hacen partícipe de ella a la Iglesia, que conserva su parte a lo largo de todos los siglos.