2, 10-14
Entonces mi amado empieza a hablar, y me dice: «¡Levántate, amiga mía, belleza mía, y ven! Pues, mira, el invierno ya ha pasado, han cesado las lluvias, y se han ido. Las flores aparecen en el campo, el tiempo de podar los racimos ha llegado, se oye el arrullo de la tórtola en nuestra tierra. Los primeros frutos colorean la higuera, y las viñas despuntan y exhalan su fragancia. ¡Levántate, amiga mía, belleza mía, y ven! Paloma mía, en las grietas de la roca, en escarpados escondrijos, déjame ver tu figura, déjame escuchar tu voz; porque tu voz suena maravillosamente, y tu figura es hermosa».
Él la llama en el amor. Ella debe venir, superar la distancia que la mantiene alejada. Como si con sus saltos él hubiera ya superado la distancia más grande, pero le hubiera dejado a ella un trecho pequeño. Para la Iglesia se trata de la relación entre gracia y mérito. Pero si la novia viene, ha de saber que Él la ha llamado. Y Él la encuentra bella. Méritos se han de ganar en el amor, sabiendo que el Señor, en su amor, cuenta con ellos.
El invierno, el tiempo de la tristeza, ha pasado. Él la atrae, alabando en ella todo lo que es fascinante en la naturaleza. Su llamada personal de invitación desaparece, por así decirlo, en la voz seductora de la entera naturaleza. Ahora lo esencial es que todo es tan bello, que todo está en gozo, que la alegría del novio pasa a la alegría de todas las cosas. De este modo, al aparecer, ella entra en una comunidad de amor. Se dejan escuchar las tórtolas, se abren las flores, cantan los hombres, todo lo que circunda a la novia está henchido de signos del amor. El encuentro del novio y la novia acontece en un mundo de amor que no solo vive en ellos, sino también en su derredor. Para la Iglesia, es como si el Señor la requiriera y la invitase a tomar parte en la entera vida celestial. Él deja sonar claramente su voz personal, pero en ella resuena en coro la voz del Padre y del Espíritu y de todos los habitantes del cielo. La Iglesia permanece claramente la novia del Señor, pero por eso mismo participa en todo lo que es de Él. No la invita a estar en soledad, sino a una plenitud del amor, a un tiempo de florecimiento y fecundidad.
Esa fecundidad floreciente es expresamente descrita. La fecundidad que él promete está radicada en la de la totalidad, de la suya él aquí no habla. Esto está en una cierta contraposición con las palabras de ella, que antes habló de los frutos de él y de cómo eran deliciosos a su paladar. Aquí hay una discreción del hombre frente a la mujer, como si él viera la fecundidad más tarde que ella. La mujer debe estar primero embarazada, para que el varón experimente algo de su propia fecundidad. La mujer necesita más la promesa, el hombre el cumplimiento. De algún modo, el varón goza el acto como fruto después; la mujer, antes. Precisamente por disponer del fruto, el varón mira más a lo ya dispuesto que a lo que se ha de esperar.
Él llama a la mujer que está escondida. Esto parece contradecir lo dicho antes, cuando la novia parecía tener ya una experiencia del novio. Ahora sucede como si ella careciera de toda experiencia. Él la hace venir de su ocultación, casi como a una desconocida. También la constitución física del varón y la mujer corresponde al hecho de que él busca en ella lo escondido y da lo manifiesto. Así, para la novia el novio es desde el principio el manifiesto, el que aparece. Pero él no puede hacerle una reverencia más grande que caracterizando la unión venidera como la primera: para él, ella sigue siendo la oculta. Si ella tiene una experiencia de él, seguramente también él de ella. La relación es mutua. Pero en cuanto la alaba como la que está oculta, le da a entender que está dispuesto a comenzar con ella de un modo totalmente nuevo. Él ha olvidado la humillación que significa que él la ha desflorado; ella está otra vez intacta, para él es cada vez virgen. Llamándola oculta, pareciera no saber si ella quiere salir o no. Él debe siempre de nuevo cortejarla.
Déjame escuchar tu voz; porque tu voz suena maravillosamente. Él ya conoce su voz. Recurre a un evento de alegría recíproca. Y ella puede regalarle de nuevo lo pasado como si fuera lo primero. Siempre de nuevo será la primera noche. Él no obra como si hubiera adquirido algún derecho por su trato con ella. La vuelve a cortejar, la quiere poseer siempre de nuevo. De este modo quiere volver a regalarle también la libertad de donarse, para que su alegría de regalarse sea aún más grande. Así se comporta el Señor con su Iglesia. Él está siempre dispuesto a presentársele como quien la invita a una primera, aún no consumada experiencia.