8, 4

Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, no despertéis, no desveléis al amor, hasta que le plazca.

El esposo repite su solicitud, así como el amor se repite a sí mismo creciendo y desarrollándose. El amor contiene en sí cada elemento particular: primero ese fulgurante amor mutuo que todo lo deja abierto, luego el juego de buscar y encontrar, luego el alejamiento y la lucha por el reencuentro, luego el amor de fecundidad. Y ahora se renueva la solicitud de cuidar al amor. No se debe molestar, ni entrometerse, se ha de dejar que el amor siga su curso. El esposo muestra también con esto que es más estable que ella, que su amor permanece igual a sí mismo, no importa cómo se comporte ella.

En un cierto sentido, la mujer está ligada al amor más corporalmente, por eso puede parecer como si su amor estuviese sometido a oscilaciones más fuertes. Sin embargo, el amor recíproco posee su propia consistencia, para la que el varón tiene por cierto una responsabilidad especial, pero que abraza a ambos con sus propias leyes.

Si el texto se refiere a la Iglesia, entonces el Señor pide protección para ella y para su amor mutuo. ¡Basta de intromisiones de fuera! No importa qué aspecto presente ahora la Iglesia, Él quisiera saber que el amor de ella está garantizado; cualquiera no ha de sentirse autorizado para pretender reformarla; solo desde el interior del amor entre ella y el Señor es posible ayudarla en cada caso. Hasta que le plazca. El Señor que protege ese amor es también el Señor del tiempo. Su tiempo eterno cala en el tiempo de la Iglesia. «Si me place que este discípulo permanezca…». Él se reserva el tiempo y la hora, nunca revela el momento del despertar. Quizá vendrá la hora en la que los profanos se entrometerán, pero esa hora tendrá un aspecto diferente de lo que ellos creen: quizá será la hora del carácter absoluto de la Una Sancta.