4, 1-7
. Sí, ¡qué bella eres, amiga mía, qué bella eres! Palomas son tus ojos a través de tu velo; tu melena, cual rebaño de cabras que ondulan por el monte Galaad. Tus dientes, un rebaño de ovejas recién esquiladas al salir del baño; todas tienen mellizas y ninguna ha perdido una cría. Tus labios, una cinta de escarlata, tu hablar encantador. Tus mejillas, como cortes de granada a través de tu velo. Tu cuello, la torre de David adornada con trofeos: mil escudos penden de ella, todos paveses de valientes. Tus pechos cual dos ciervos jóvenes, mellizos de gacela, que pacen entre lirios. Antes de que sople la brisa de la tarde y las sombras huyan, me iré al monte de la mirra, a la colina del incienso. ¡En ti todo es bello, amiga mía, no hay mancha en ti!
El novio alaba a la novia después que él ha sido descrito ante todo en su riqueza y en su esplendor exterior. Él alaba lo que ella es, no lo que tiene. Parte siempre de ella para describir su aspecto exterior, que solo puede servir como parangón. Él no mira de ningún modo la riqueza o los adornos exteriores de ella, sino lo que la caracteriza a ella misma, corporal y espiritualmente. Pero habla también de sus encantos escondidos, de lo que está bajo el velo, lo cual solo le pertenece a él y solo él conoce. Describiéndola, deja saber que es suya. Como si, para describirla objetivamente, se debiera atener a lo que ella representa subjetivamente para él.
Primero sus ojos: asemejan palomas; los ojos con los que ella lo contempla, con los que ve el mundo entero. A él no parece preocuparle lo que ella percibe con sus ojos, sino solo lo que pone en su mirada. No se habla de lo que ella comprende, sino solo de lo que él comprende en ella. Y para sacar sus comparaciones, reúne en torno a ella toda una serie de animales domésticos que le son familiares. Los hace entrar, por así decirlo, dentro de la casa. En cierto modo, le restituye solo las gacelas, pues ella siempre las había utilizado para crear una alabanza para él. Los otros animales, las palomas, ovejas, cabras parecen haber sido creados para describir el palacio. Él parte de ella para construir un hogar a su alrededor, también el centro de una propiedad.
Después él habla de la fecundidad de ella. Si bien, describiendo su cuerpo, va solo hasta el pecho, en sus imágenes habla fuertemente de la fecundidad que de ella espera. Cuando describe sus dientes comparándolos a un rebaño de ovejas, dice de inmediato que ninguna de ellas está sin su cría y que ninguna de estas se pierde. Y los pechos son como crías, ciervos jóvenes, mellizos de una gacela. Alabándola, exalta a la vez su fecundidad, que está escondida a los ojos de ella misma, pero que se pone de manifiesto por su alabanza y su amor. Es necesario el amor del varón para despertar la fecundidad de la mujer. Y quizá él quiera también, hablando de las crías, despertar en ella el deseo de hijos.
Por su dulzura, lagranadaforma parte del hogar, pero se acentúa menos su utilidad que en los animales. Él le regala, por así decirlo, todo aquello con lo que la compara. Toda la vida en la casa y en la propiedad la ve delineada en ella, lo útil y lo agradable. La agasajará con todo ello. Ella solo necesita acercarse así como es, darse así como es, todo le es regalado. Por medio de las comparaciones, él también le muestra que, si ella se entrega a sí misma, junto con ella le entrega todo lo que da un sentido a su riqueza. Sus rebaños de ovejas adquieren sentido para él cuando le recuerdan a la novia. Para el novio, todos sus bienes se transforman en una riqueza personal gracias a la novia.
La torre de David significa virtud. Está armada, bien equipada. La novia le pertenece solo al novio, ella sabrá defenderse. No es solo bella, sino también virtuosa. En cuanto su amor reconoce a la novia, esa virtud recibirá el carácter que él pretende. La virtud de la mujer es diferente de la virtud de la virgen. El esposo tiene un derecho sobre la mujer y su virtud. Con esa alabanza, otra vez hace alusión al derecho sobre ella y, a la vez, al deber de ella de defenderse contra otros hombres. De alguna manera, él coloca esa virtud de la defensa en el cuello antes de pasar a lo más íntimo, a los pechos. Alabándolos, recuerda por medio de los cervatos al alimento, a la leche, y así los transfiere al ámbito de las tareas maternas.
Monte de la mirra y colina del incienso: los lugares del sacrificio, de la donación. El lugar hacia el que el varón mismo ha de peregrinar y por donde ha de pasearse; el lugar en el que todo el día están prontos el cumplimiento consumado y la plena alegría.
Y, por último, resumiendo: en ti todo es bello. Otra vez, ahora conociéndola muy bien, él le regala la misma alabanza que al inicio. El canto de alabanza va del primer descubrimiento a la última posesión. Y todo es aureolado por la belleza. Ella permanece hasta el fin tan bella como lo era cuando él la contempló por primera vez y solo vio sus ojos velados.
Si la novia es la Iglesia, entonces el Señor la alaba del modo como quiere tenerla. Así como surge de sus manos. Pero miembro a miembro –como el Señor los descubre mientras los forma– la va vinculando a una tarea. Así como para la novia la tarea es el hogar: el trabajo, la fecundidad, la belleza para su esposo, así ahora todo se extiende a la tarea de la Iglesia. Además, esta debe estar descubierta, sin velos ante su Señor. Él conoce sus misterios últimos, en verdad es el único que conoce con exactitud todo en la Iglesia. En toda la descripción, desde los ojos hasta lo último, el Señor la acompaña de modo que ella pueda ser y permanecer bella. Ella ha de confiarse en todo a Él. Desde allí, donde ella toma su origen, el Señor la acompaña, pero la acompaña también en toda declaración, en toda tarea, en toda misión. Y en ese acompañamiento Él va hasta la mirra y el incienso, hasta el altar, hasta el lugar donde Él se le regala y donde la acción de gracias de la Iglesia, diciendo sí al sacrificio, y la acción de gracias del Señor, donándose como sacrificio, se funden en unidad: en la eucaristía.
Como la mujer debe dejarse determinar por el acto del varón, así la Iglesia por la eucaristía del Señor. Y esto no de modo unilateral, sino en la misma verdadera reciprocidad que existe entre varón y mujer. En la eucaristía existen las nupcias místicas entre el Señor y la Iglesia en las que el Señor le da a ella su sustancia. En el fondo, en un acto verdadero el varón podría determinar y cambiar profundamente la esencia de la mujer. Si el acto acontece en Dios, al varón le es otorgada una fuerza de formación inaudita; de ningún modo solo en un acontecer fisiológico, sino humano total. Si la Iglesia en su totalidad y en sus fieles comulgara del mismo modo que el Señor se dona a ella, ella podría dejarse reformar totalmente en el sentir del Señor. Hay en el acto una especie de «confesión» de la mujer frente al esposo: todo lo que está torcido en la relación es purificado en el acto. Si el acto se cumple en el amor verdadero, es tanto donación como posesión del esposo. La Iglesia ha de abrirse por completo a esa donación del Señor: el misterio eucarístico entraña un misterio de confesión.
Para la mujer, su cuerpo se vuelve importante solo por medio del varón. ¿Qué significaría para la Iglesia tener un tabernáculo, si el Señor no estuviese allí presente? La comunión en el amor tanto entre el esposo y la esposa cuanto entre el Señor y la Iglesia recibe la potencia para ser realizada siempre a partir del esposo, que requiere, da y hace recíproca la comunión.