3, 5
Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, por las gacelas, por las ciervas del campo: no molestéis, no desveléis al amor, hasta que le plazca.
El novio vuelve a temer que el amor sea turbado desde afuera. Quiere tenerlo intacto, tanto el amor de la novia cuanto el suyo. Por eso lo defiende cuando ve motivos de molestia. Sea que las hijas de Jerusalén lo pretendan para sí o que quieran que ella se desenamore. Él quiere entregar, confiar el amor al amor. Nada se dice sobre la duración del amor. El amor está como cerrado en sí mismo, fecundado por la donación mutua, pero también dura y subsiste porque lo que amenaza desde afuera es rechazado. El novio no dice nada sobre su partir y su ser reencontrado; más bien, dice lo mismo que ya ha dicho antes: se debe dejar al amor en paz. Los misterios del amor entre él y la novia no le incumben a los profanos.
En este misterio del amor también están comprendidos los que por amor han entregado su propia incomprensión al comprender abarcador entre el Esposo y la Esposa, los que han sido arrojados al fuego central de la Iglesia. Tan pronto como alguien arde en ese fuego, el Esposo está allí y pide que el amor sea protegido. Y, finalmente, su pedido es cumplido antes de ser expresado, porque Él se ha dejado conquistar por nuestra humillación. Él mismo nos ha arrojado en ese fuego y su fuerza es mayor que la de las hijas de Jerusalén: a quien arde en Él nada puede sucederle. Y precisamente porque a causa del Esposo nada puede sucederle a ella y su amor continúa existiendo sin ser disturbado hasta que le plazca, Él pide consideración a los demás. Que no quieran dilapidar sus fuerzas, esforzarse en vano, molestar algo que Él quiere mantener en paz, algo que finalmente permanece en paz a pesar de todas las molestias, porque Él vela para que su fuego se conserve. Exteriormente se puede muy bien molestar, interiormente no, porque el Señor está con su amada en la alcoba cerrada. Se puede disturbar, pero no destruir.