8, 14
¡Huye, amado mío, sé como la gacela o el joven cervatillo por el monte de las balsameras!
Ella le restituye al novio toda su libertad. Le sugiere que huya y, yéndose, quizá la seguirá amando. Luego de la donación, le restituye la libertad, pero con esto también la libertad de regresar. No se debe estrechar su espacio vital. Y no quiere ser la que lo limite. Ella intenta frente a él lo que Dios intenta frente a los hombres: dejarles la libertad perfecta, aun después que ellos ya lo han gustado.
Si la novia es la Iglesia, ella también le restituye al Señor la libertad. Sabe que es una Iglesia imperfecta, no lo quiere retener. Pero también sabe que Él, marchándose, retornará eternamente de nuevo a ella para formarla de nuevo. La Iglesia, en toda su imperfección, posee esta consolación: no atar al Señor a la propia imperfección, antes bien recomendarle que parta, sabiendo que su partida puede realizarse solo en el interior de su movimiento desde y hacia el seno del Padre. Sabiendo que Él, alejándose, no puede ni quiere otra cosa que venir y penetrar más profundamente en ella. Y al venir de nuevo, tanto más ella querrá donársele y crecer en una obediencia de amor siempre mayor.