4, 8-11

¡Ven del Líbano, novia mía, ven del Líbano! Baja de la cumbre del Amaná, de la cumbre del Sanir y del Hermón, de las guaridas de los leones, de los montes de los leopardos. Tú, hermana novia, me robaste el corazón con una sola mirada de tus ojos, con una sola vuelta de tu collar. ¡Qué hermosas tus caricias, hermana mía, novia! Tus caricias son más preciosas que el vino, y la fragancia de tus perfumes, más que todos los bálsamos. Tus labios, novia mía, destilan miel virgen; miel y leche encierra tu lengua, y la fragancia de tus vestidos es como la fragancia del Líbano.

Ella debe descender hacia él, bajar hacia él, dejarse humillar. Pero por una decisión libre. Él sólo llama, ella ha de ir por sí misma. En cuanto le describe de dónde ha de descender: del Líbano, de la cima del Amaná, de la cumbre de Sanir y Hermón, de la guarida de los leones, de los montes de los leopardos, le muestra que ella ha de abandonar toda superioridad, todo orgullo y soledad: ella debe saber lo que abandona. Él no la obliga de ningún modo, pero le muestra el camino que conduce hacia él. Es un descender, un abandonar la soledad altiva. Pero, de inmediato, le describe el poder que ella tiene sobre él. Apenas ha insinuado la humillación, hace que se sienta de nuevo orgullosa, aclarándole que él es su cautivo. Y que él con ello es un humillado. Cautivo por sus ojos y por sus collares. Está aferrado no solo por lo que se ve abiertamente en ella, sino también por sus collares, que insinúan el camino a lo escondido. Y si su corazón le fue robado, fue cautivado por todo su ser –ella es mujer y es bella– y también por su promesa de donarse. El cuello es otra vez lugar de mediación y de paso.

Luego él continúa alabando todo lo que es parte de ella, lo que trae consigo y ofrece, y dice cuánto todo esto lo extasía. Las caricias que recibe de ella son bellas. Ella permanece en la actitud de alguien que ya ha experimentado el amor, que conoce todo el misterio; pero él se comporta con su llamada como un esposo nuevo. Sin embargo, él ahora muestra que también posee una experiencia de ella, pero su nueva llamada, si bien reposa en parte sobre el amor experimentado, comienza de nuevo desde el primer cortejo.

Ahora no la atrae por medio de lo que él tiene para ofrecerle, sino que le asegura y le confirma que ella puede dar todo y que él recibe todo lo que ella puede ofrecerle, que encuentra todo insuperablemente bello: ella lo embriaga mejor que el vino, nada lo extasía más que ella. Describiendo sus facultades, muestra de nuevo que él sabe perfectamente lo que significa gozar de ella y poseerla al besarla, que ella es para él lo más dulce. La figura total se parece a un círculo: él llama, la hace venir a lo ya experimentado. Ella ha de venir, pues ya le pertenece; ella es libre para venir y hacer lo que quiere, pero en el interior de una experiencia ya compartida. Así sucede con la libertad en Dios: nosotros somos libres de hacer lo que queramos, pero, ya que pertenecemos a Dios, ya que vivimos en su gracia y en sus sacramentos, no nos resta más que seguir. Sus invitaciones se vuelven órdenes, de un modo cada vez más irrefutable y urgente.

El perfume de tus vestidos. Todo lo que entra en contacto con ella queda impregnado por ella. Es casi lo mismo que el perfume de sus vestidos venga de su cuerpo o que ella se ponga esos perfumes. Pero son exquisitamente fragantes y a él le recuerdan la embriaguez del amor. Ellos exhalan para él una atmósfera de amor y donación, de embriaguez y dulzura. Es como si él quisiera concluir su reclamo con algo menos íntimo que el beso y, a la vez, con algo más íntimo, pues sus vestidos envuelven todo su cuerpo. Todo el Cantar de los Cantares es extremadamente discreto, de una delicadeza plena de recato. Con ello el novio no abandona nada de su masculinidad. La novia, evidentemente, no está del todo a la altura de él. Lo que ella dice suena siempre como un eco. Por cierto, ella nunca da una impresión vulgar, pero a menudo pálida. Sus palabras no podrían ponerse en los labios del novio.

La llamada del novio se dirige a toda la Iglesia, pero en este lugar aparece con claridad también el individuo. Si bien el Señor forma continuamente a su Iglesia y esta vive por Él –ya que finalmente el ser-Iglesia al igual que el ser-esposa vive por el amor–, invita continuamente a la Iglesia a descender hacia Él. Esa llamada a descender del Líbano es la continua exigencia del Señor a participar de la cruz, a participar en su humillación; solo por medio de humillaciones el amor de la Iglesia puede llegar a poseer plenamente el amor del Señor. Él la invita a descender y, a la vez, le muestra cuánto necesita de ella, cuán encantadora es para Él, cuán indispensable, pues solo ella puede cumplirlo. El Hijo vive de la plenitud perfecta del Padre, pero también de la plenitud de la tarea paterna. Y si Él elige a la Iglesia por esposa, entonces ella está de tal modo en la plenitud del Padre que esa plenitud no sería tan plena si ella no existiera. Él también le muestra cómo ella lo tiene cautivo, ciertamente por lo que ella ya es –de esto forma parte también su estructura exterior, su ministerio–, pero también por lo que Él le promete, sus collares, su misterio más íntimo. Y en la esposa y en la Iglesia este misterio se despierta a la vida solo gracias al Esposo.