8, 1-3

¡Ah, si fueras para mí un hermano, amamantado a los pechos de mi madre! Podría besarte, al encontrarte afuera, sin que me despreciaran. Te llevaría, te introduciría en la casa de mi madre, y tú me enseñarías. Te daría a beber vino aromado, licor de mis granadas. Su izquierda está bajo mi cabeza, y su diestra me abraza.

Ella quisiera que el esposo fuera su hermano, más aún, uno amamantado a los pechos de mi madre; uno, entonces, que le fue dado en otra mujer, en la madre. Ella hace saltar la relación de persona a persona para anclarla en algo más abarcador. Como relación yo-tú podría darse tanto la que se da entre esposo y esposa cuanto entre hermano y hermana. Pero ahora se agrega el misterio del pecho de la madre, del crecer y ser formado a partir de lo que es común, un misterio más profundo que el de ambos, anterior a su propia existencia. También la relación entre yo y tú alguna vez podría agotarse; por cierto, la fecundidad está allí, está creciendo, ampliará la relación esposa-esposo, pero no se puede hablar mucho de esta fecundidad antes de que el tiempo realmente llegue. Y así, entretanto, la fecundidad prometida es puesta de nuevo en el origen, en la madre. Todo esto está cercano a lo que se ha dicho sobre los frutos viejos y nuevos.

Si la esposa regresa al origen y a la tradición, no olvida por ello de ningún modo su deseo palpitante. Quisiera poder besar al esposo en público, en vez de estar atada a un juego amoroso escondido. Y esto solo podría hacerlo si él fuera su hermano. Si bien es difícil decir cuán secreto es realmente ese amor: las hijas de Jerusalén, los amigos del rey ya saben de él. Pero ella desea, quizá, un amor menos dominical, menos de días festivos. Quisiera poder besarlo en medio del pueblo sin ser observada. Lo mimaría en su casa todos los días. No en una casa real fastuosa, en un lugar oficial, sino allí donde ha pasado su niñez, en toda simplicidad, como sucede en el pueblo, bien modestamente. No se habla ya de una bebida especialmente fina, sino de licor de granadas. Entonces el amor del novio la volvería a sorprender. Ya no debería llamarlo, él vendría por sí mismo. El acto amoroso sería exactamente el mismo, todo conduciría al mismo misterio, solo que en el ínterin habría menos pompa, estarían más cerca el uno del otro.

Este deseo le viene ahora cuando está esperando un hijo suyo. El «hermano» sería uno igual a ella. Y el niño tendría su lugar en el hogar de la madre; ella misma y su propia situación serían más determinantes para el futuro. Quizá también presiente que si todo el séquito, las reinas, etc. la aclaman, todo esto sucede, un poco, para agradar al rey. Presiente que esto es demasiado bello como para durar. Y además tampoco es esencial. Si él fuera «hermano», todo parecería ser más fácil.

La Iglesia desea relacionarse con el Señor como lo hace con sus semejantes. Esto no significa que ella quiera disminuir la distancia reverencial. Sino que quisiera amarlo también fuera de las grandes fiestas y necesita momentos en los que su amor pase desapercibido. Junto a las grandes fiestas, ella necesita de lo cotidiano. Y por ello quisiera ser del mismo linaje que el Señor.

Aquí ella piensa ante todo en María. Le da paz pensar que el Señor, al encarnarse, tuvo una madre que le dio de mamar de su pecho. También entre la Iglesia y Él existen realidades que son de una naturaleza bien sencilla y normal. Ella ama tener un trato íntimo con Él en una esfera de plena confianza, cuando llega la hora que permite dejar de lado todo brillo exterior, todo aspecto representativo, y retirarse junto con el Señor, realmente a la región del origen común. El Señor no se da menos y la Iglesia puede ser suya de igual modo que en los grandes días festivos. Existen adoraciones silenciosas, misas silenciosas, visitas al Santísimo Sacramento, las horas en que el templo está vacío y alguien entra para unirse con el Señor sin ser visto, momentos en medio del movimiento cotidiano cuando uno se une en Espíritu con el Señor, sin que nadie esté mirando, sin que nadie lo note. Se reza la oración más simple, la que se sabe desde niño, para esto no se necesita ningún libro, tampoco ningún incienso. Se va a ver al Señor, como se va a ver a la propia madre. También se va junto con el Señor a ver a su Madre, que es también la nuestra. Uniéndonos a Él, Él nos hace comprender mejor los misterios de su Madre, precisamente los misterios escondidos de cada día. Se va con Él a Nazaret y ya no se necesita abandonar Nazaret porque es posible conservarlo también en el propio hogar. Se va con el Señor por caminos que su Madre ya ha recorrido con Él, se regresa junto con Él a la Madre. Y luego se ve que todos esos caminos están aún abiertos y accesibles.

Que no solo nosotros hemos conservado los frutos viejos y nuevos para Él, sino que también Él nos los regala. Que todo lo que Él ha experimentado en la tierra como uno de nosotros y entre nosotros ha sido recogido para nosotros a través de los siglos y Él hoy nos lo ofrece. Que Él lo ha conservado. Si la esposa suspira: Ah, si tú fueras…, para la Iglesia esto es verdad pura, solo que todo esto desaparece muy a menudo de la conciencia de los cristianos. El cristiano de los domingos suspira –quizá– una vez a la semana: «Ah, si tú fueras…», pero depende únicamente de él el realizarlo. Es suficiente que Él lo quiera, entonces es.