8, 6b-7

Sí, fuerte como la muerte es el amor, implacable como el šeol la pasión. Flechas de fuego, sus flechas; rayos, una llama de Yahveh. Aguas violentas no pueden apagar el amor, ni las corrientes llevárselo. Si un hombre ofreciera todos los bienes de su casa por él, solo ganaría desprecios.

Afirmaciones universales, que tocan tanto al varón como a la mujer. Lo más fuerte que los hombres están obligados a reconocer es la muerte. Ni la vida ni Dios. Pueden despreciar la vida, pueden negar a Dios. Pero la muerte es el hecho irrevocable. Y ahora el amor es puesto al mismo nivel que ese poder de la muerte. Es único como la muerte, llega cuando le viene bien y de un modo irresistible, como la muerte. Es una fuerza elemental. Tiene la dureza del mundo de los muertos, su inexorabilidad. Nosotros no podemos con el amor, nuestra razón y voluntad se estrellan contra él. El mundo de los muertos no se deja influenciar. Si bien el amor nos pertenece, finalmente nosotros no podemos con él. Posee una totalidad tal, algo tan inquebrantable e imposible de torcer, que no podemos hacerle mella ni amaestrarlo. Si el amor está en nosotros, entonces no lo poseemos nosotros a él, sino él a nosotros: nos hemos transformado en una función de ese amor. La pasión, el celo, es espiritualmente al amor, lo que en la esfera corporal corresponde a los instintos.

Cuando es verdadero, el amor conoce solo una forma de vehemencia: el arder. Él no puede dejarse superar por ningún otro ardor. Siendo ya el amor, quiere serlo por completo. Aquí se niega que exista la posibilidad de ejercitarse en el amor, de que pueda perfeccionarse aprendiendo. Si él está allí, gobierna el lugar. Sus llamas son flechas, rayos. Tienen un efecto inmediato. Lo que tocan, lo han tocado inexorable y plenamente: arde. Y de un modo tan definitivo que agua y ríos no lo pueden apagar, ni las corrientes llevárselo. Aquí no se trata del juego de opuestos habitual entre agua y fuego. Más bien, se trata de que el amor es lo absoluto. Tampoco las grandes corrientes de agua pueden aproximarse a ese carácter absoluto.

De nada vale que agua y fuego se encuentren. Las corrientes significan todo lo que podría intentar arrastrar, arrebatar consigo al amor. Pero el amor verdadero no se deja erradicar, pues es en sus raíces donde es más fuerte. De él no puede hacerse ningún estado oscilante, desarraigado. «Si uno regalara todo, pero no tuviera el amor…», si uno diera todo lo que posee exteriormente, solo se ganaría el desprecio, porque no sabría lo que es el amor, porque querría comprarlo por un precio. Pero todo precio es ridículo e inapropiado. Para el amor, solo es suficiente el compromiso total.

También para la Iglesia el amor es tan fuerte como la muerte. Como el negarse a sí mismo del Hijo en el Padre, como el perderse del Hijo en el Espíritu. Como el separarse del Padre ante el Hijo. Como el servicio puro que el Espíritu asume en la encarnación. Como la perfecta condescendencia mutua de las tres Personas divinas. En el mundo esto se hace visible en la muerte de cruz. En esta, Dios mismo vive con antelación la muerte de la Iglesia y la muerte del cristiano singular que acontece en la renuncia de sí, en su intento de donación perfecta. En Dios, la donación insuperable de cada Persona a las demás no es más grande que el amor; más bien, esa donación es totalmente recuperada, totalmente cumplida por el amor. No existe en Dios ningún espacio que no esté saturado de amor. Y si nosotros, hombres, padecemos amarguras al intentar amar, esto no significa que para nosotros la muerte sea más fuerte que el amor. Pues también en las amarguras hay amor, en todo lo que se experimenta como duro y difícil hay amor. Y el Señor ha puesto en manos de la Iglesia su propio amor, no un amor de segunda clase, derivado, de modo que ella debiera ofrecer su sacrificio en una forma debilitada. Así como el amor trinitario no está sujeto a fluctuaciones, tampoco el amor que el Señor transmite a su Iglesia. Él no comparte su amor dándole a la Iglesia solo un pedazo. Por eso en la Iglesia la muerte depende del amor. Esta muerte es perfecta negación de sí, donación, ofrenda; pero estos actos no pueden jamás superar al amor. Cada morir en la Iglesia es redondeado en la donación del Hijo.

La Iglesia y el creyente en ella pueden intentar donarse: «Yo haré lo que tú quieras». Claro está, un poco por amor, pero también pueden jugar muchos otros motivos: costumbre, ambición… Pero, si en este intento existe un inicio de amor auténtico, este tiene la fuerza de consumir los motivos de menor valor, de hacer de la muerte figurada una muerte real, del amor supuesto un amor real.

La pasión, el fervor, los celos son, en el amor, duros como el infierno. Este infierno es real y aquí es asentado como norma, en toda su inflexibilidad. Pero aún más inflexible es la exigencia del amor del Señor por su Iglesia. Él no puede contentarse con una esposa mediocre o con otra diferente. Y la Iglesia no puede mirar a ningún otro señor. Ambos deben, continuamente, mostrar celo por su amor mutuo. Así como el Señor pone exigencias a la Iglesia sobre cómo ella debe ser y permanecer para Él, también la Iglesia tiene exigencias para el Señor sobre cómo Él ha de ser y permanecer para ella; no como ella –quizá– quisiera formarlo, sino como Él es desde siempre para ella. Por sí mismo, Él no tiene ninguna inclinación a convertirse en otro distinto; así la Iglesia tampoco puede dejarse inducir a oscurecer Su imagen, alterándola.

El amor es tan fuerte que existe siempre en su forma máxima y nada que no seafuego puede describirse como amor. En la relación entre esposo y esposa no puede bastar algo menor. Para la Iglesia, la imagen del rayo es certera, porque en ella el creyente debe ser tocado siempre-ahora por lo inesperado del amor. Nosotros estamos continuamente inclinados a pensar que quien está en la Iglesia con el paso del tiempo sabrá lo que es el amor, que podríamos acostumbrarnos a él y él a nosotros, en una especie de conformidad y acuerdo mutuos. Pero eso no es amor. El amor tiene lo repentino del rayo.

Las aguas violentas y las corrientes son los cismas, las apostasías, etc., todo lo que intenta dividir interiormente a la Iglesia, alterarla, disgregarla. En la Iglesia el amor es, en absoluto, su vida más profunda. Y dado que la Iglesia ama y es amada, lasaguas violentas hacen el intento de dañarla como institución. Pero, finalmente, no lo logran, porque ella en su esencia no es institución, sino amor. Lo inmortal en ella no es lo que lasaguas violentas osan golpear. Mientras no se la conoce, se construyen planes de ataque que dan la impresión de poder alcanzarla. Pero, al fin y al cabo, no se puede, porque en la Iglesia todo es distinto, ella no está bajo una simple ley terrena, sino bajo la ley eterna del amor de Dios. Sus raíces no están acá, sino en el más allá; mientras que las aguas violentas son de aquí abajo.

Si uno diera todos sus bienes exteriores por el amor, solo ganaría desprecios. El Señor no quiere ofrendas escogidas, sino, en todos los dones, la misma donación de sí del amor. El pasaje se contrapone a la actitud del joven rico, que ciertamente quisiera darse él mismo, pero no dar sus bienes. Estos bienes no valen nada sin el yo. La Iglesia no sería nada si no diera todo su ser y, por añadidura, todos sus bienes. Solo esto cumple la exigencia del Señor: dejarse formar totalmente por Él. Meros sacrificios exteriores son tanto como nada. El sacrificio exterior es, no obstante, un presupuesto para la donación, como se ve en el joven rico. Es necesario donar todos los bienes de su casa, no como una obra meritoria propia, sino en camino a la exigencia de Dios.