3, 6-11
¿Quién es el que sube del desierto, cual columna de humo, cubierto de mirra y de incienso, de todos los aromas exóticos? Ved, esa es la litera de Salomón. Sesenta valientes en torno a ella, la flor de los valientes de Israel: todos diestros en la espada, veteranos en la guerra. Cada uno lleva su espada al cinto, por las alarmas de la noche. El rey Salomón se ha hecho una litera de madera del Líbano. Ha hecho de plata sus columnas, de oro su respaldo, de púrpura su asiento; su interior, tapizado de ébano. Salid a contemplar, hijas de Sión, a Salomón con su corona, con la diadema que lo coronó su madre el día de sus bodas, el día del gozo de su corazón.
Lo que sube está envuelto en columnas de humo, se eleva desde el desierto, de donde nada puede esperarse. Es humo, pero humo ascendente; a partir de algo contemplativo algo activo, a partir de algo tranquilo algo que se mueve, a partir de un vacío una plenitud. Al principio tenemos solo ese contraste: desierto y columnas de humo, horizontal y vertical. Y todo esto como algo inesperado, incomprensible. Y si bien de inmediato viene la interpretación, no obstante la primera impresión de lo inesperado permanece.
Lo que asciende está cubierto de aromas; aromas conocidos, se pueden percibir mirra e incienso y aromas exóticos de todas clases. Entonces, de nuevo existe aquí algo familiar, algo lleno de sentido que acompaña lo incomprensible. El ojo percibe únicamente la columna de humo, sin poder interpretarla: el olfato interpreta de inmediato.
Y el sentido que interpreta ayuda a comprender al que no comprende: se trata de la litera de Salomón. Un sentido despierta y agudiza al otro. El novio utiliza todos los medios que están a su alcance para darse a conocer. Es posible acercarse a reconocerlo por caminos diversos, pero deben ponerse en juego todas las capacidades propias para llegar rápido al objetivo. Y los dos sentidos están en una cierta relación con lo horizontal y lo vertical, con lo esperado y lo inesperado en este encuentro de lo natural y lo sobrenatural. El sentido de la vista debería percibir lo sobrenatural y recibe por el sentido del olfato fortaleza y orientación. Si pusiéramos toda nuestra naturaleza al servicio de lo sobrenatural, llegaríamos más rápido a su comprensión. Cuando el novio se manifiesta, para hacerlo elige medios esperados e inesperados. Y allí nosotros tenemos que prestar un servicio. Pero también él presta por adelantado un servicio, apropiándose de nuestro sentido del olfato, para que nuestros ojos lleguen a ver más rápidamente.
Sesenta guerreros de Israel acompañan al rey. Pero no va marchando en fila con ellos, sino descansando en su litera, mientras ellos marchan en torno a él. Ellos están armados y son veteranos de guerra. Él llama y agrupa junto a sí a los que ya han sido probados; quien quiere acompañar la litera ha de demostrarse diestro en la lucha. Cada uno lleva su espada al cinto, por las alarmas de la noche. Los héroes llevan la espada no solo como signo de las batallas pasadas, sino también a causa de las futuras; para encontrar lo desconocido en la noche. Él, el rey, no está armado. Los suyos lo están. Él lucha con las armas de los suyos; se pone a prueba por medio de la prueba de sus hombres. Existen relaciones muy misteriosas entre lo que los guerreros han de comprender y cumplir y lo que el rey exige de ellos, precisamente en virtud de su derecho a probarlos por él mismo.
Del mismo modo que fue descrito el armamento, ahora también lo es la gloria del novio, que no se manifiesta únicamente en su persona como su novia lo ve: esa magnificencia personal interior que posee a los ojos de ella no es suficiente para él. Para todo el pueblo, él la acentúa con pompa exterior. Nada es demasiado precioso para él; todo lo que entra en su servicio debe ser escogido, superior. No solo como fin en sí mismo o para la admiración del pueblo, sino también para que la esposa no piense que ella misma le otorga esa gloria gracias a su amor, que él posee esa gloria solo mientras ella lo ame. Ella debe saber que la gloria del novio es independiente de la que ella le otorga. Si lo encuentra glorioso, se debe ante todo a que él posee en verdad la gloria. Con ello, al mismo tiempo él hace objetivo en su propio esplendor exterior lo subjetivo del amor de la novia; pero también hace subjetivo su propio esplendor objetivo fluyendo hacia el amor de la novia y la admiración del pueblo. Los que están lejos, los que no saben nada de su esplendor interior, a los que quizá moleste su título de rey y no los conmueva su mero aspecto, ellos son exhortados por la vista de su esplendor a que en él existe algo extraordinario.
Posiblemente se despierte en ellos un presentimiento de su belleza interior. De nuevo tenemos aquí una conexión entre lo horizontal y lo vertical, lo esperado y lo inesperado, que tiende a una integración de todas las percepciones. En primer lugar, la novia, en amor, percibe al rey: de antemano él es único para ella. Además, ella lo percibe de un modo secundario –pero en una relación incondicionada con la primera percepción– por la gloria que él irradia exteriormente; mientras que la mayoría del pueblo camina, posiblemente, el camino inverso. Por supuesto que hacia afuera se exponen solo algunos aspectos, se podría hablar igualmente de sus tesoros ocultos, de la prudencia de su juicio, etc. Y desde todos ellos se podría concluir que él es Salomón. Desde los puntos más opuestos, todos los caminos conducen al único.
Hasta ahora el esposo ha rechazado a las hijas de Sión: ellas no debían molestar, no debían despertar. Ahora son llamadas. Ellas deben participar en el esplendor del rey. En ese esplendor que de momento a los ojos del pueblo no deja reconocer nada de la relación íntima entre el novio y la novia. Por lo pronto, no existe en el pueblo, incluso entre las hijas de Sión, ningún signo de elección. Pero ahora ellas deben acercarse, alegrarse, comprender lo que pueden llegar a comprender. Y tan pronto perciben el esplendor, deben entender: es el día de bodas, día de gozoel del rey.
Es como si ese día del gozo de su corazón existiera solo para realzar aún más fuertemente su gloria. Él posee una corona, con la que su madre lo coronó. Ese regalo de su madre es el atributo de su función real. No es un hombre entre tantos, sino desde el principio, desde su aparición, el rey Salomón, el elegido, el único. Pero él solo lleva el signo de su elección, llevando la corona que recibió de su madre. Esto se halla en una gran cercanía al modo como el Hijo del Padre recibe de su Madre el reino de Israel: del Padre recibe el ser Dios, la vocación eterna a ser rey; de la Madre, la corona de su ser hombre. Dándole esa corona, ella se pliega totalmente en obediencia a lo que fue decidido. Es decir, que Salomón debía ser rey y por eso recibió la corona de su madre, así como estaba decidido desde siempre que el Hijo como rey debía salvar al mundo y recibir de su Madre la corona de su existencia humana.