5, 10-16

Mi amado es fúlgido y blanco, se destaca entre diez mil. Su cabeza es oro, oro puro; su melena como racimos de dátiles, negra como cuervos. Sus ojos como palomas junto al agua de una cuenca, bañándose en leche, posadas junto a un lago. Sus mejillas son como balsameras, relicarios plenos de perfumes. Sus labios son lirios que destilan mirra fluida. Sus manos, aros de oro, engastados de piedras de Tarsis. Su vientre de marfil pulido, recubierto de zafiros. Sus piernas, columnas de alabastro, asentadas en basas de oro puro. Su figura es como el Líbano, esbelto cual cedros. Su boca es todo dulzura. ¡Él es completamente encantador! Ese es mi amado, sí, ese es mi amigo, hijas de Jerusalén.

Para la novia, el novio es reconocible entre miles, es perfectamente único. Y si ella dice cosas sobre él que parecen exageradas, está convencida de su justeza, y estaría sorprendida si una de las hijas de Jerusalén reconociera en esas palabras a su propio amado. Lo peculiar es que ella no pone lo que es extraordinario en la relación mutua, sino que de alguna manera todo lo proyecta sobre él. Él no es único por su relación con ella, sino que lo es en sí mismo.

La descripción comienza por lo general, él es fúlgido y blanco, para luego pasar a lo más particular. Su cabeza es de oro puro, por ello infinitamente preciosa; oro normal no sería suficiente. Su melena es negra. También ella toma ejemplos de la naturaleza. No necesita ningún superlativo: todo es en sí suficientemente superlativo. También él ha comparado los ojos de ella con palomas; ella diferencia aún más: las palomas están junto al agua, se bañan en leche, posadas junto al lago. Ella se orienta más que él a los colores; más visuales, menos espirituales, las imágenes particulares son de aliento más corto, se agotan de inmediato, están contenidas en la medida suprema de lo alcanzable. Las imágenes de él tienden a lo lejos, señalan al hogar, a lo fecundo. Ella queda pegada a la imagen.

Para la boca intervienen otra vez experiencias de amor. Hasta ahora cada uno podía ver el aspecto del amado, ahora viene una nota que solo puede ser conocida en su experiencia de besarlo: la mirra que fluye de los labios. Luego ella se aleja de la unión: las manos, el cuerpo, las piernas. Se va y viene entre lo que se ve comúnmente y lo que solo se experimenta en el amor. Ella concluye con laboca, ama los besos. Son una delicia, es como un paréntesis que encierra lo que constituye su relación. Por fin afirma solemnemente que todo, en verdad, es así. No olvida que ella ha hecho toda esa descripción para convencer a las hijas de Jerusalén y no para deleitarse ella misma.

Referido a la Iglesia, cuando la Iglesia explica al Señor a otros fieles o a gente profana, crea imágenes generales en las que a menudo entra algo de su relación con el Señor. En las descripciones «visuales» –talla, forma, miembros particulares– ella expresa verdades que son comprensibles y comprobables también para la gente profana. Se cuidará de los superlativos; cuando los utiliza, serán tomados con reservas. Pero no puede permanecer en lo general, debe dejar presentir que existen misterios que se experimentan solo en la intimidad. Si no se conoce lo interior, la gracia donada por el Señor, uno debe aproximarse desde afuera a la entera relación: ¡esto es lo difícil! La Iglesia debe intentar despertar el deseo. Y esto será un fracaso si el Señor no está , si las hijas no están animadas del deseo de querer conocerlo. Si no están bajo la influencia de su gracia, no percibirán la gracia en las imágenes descritas. El relativo interés que existe en las preguntas de las hijas no alcanza para transmitirles el calor del amor. Ellas se reirán de las descripciones y harán sus comentarios, siempre verán lo católico como un caso entre muchos. Para esta esposa es quizá lo justo, pero si ellas estuviesen en su lugar: ¿quién sabe si experimentarían la misma alegría? Además, la descripción de la Iglesia misma queda siempre de alguna manera limitada, se interrumpe siempre en algún lugar, la mayoría de los cristianos tienen temor de decir demasiado… Y a menudo es comprensible esa angustia. Se siente temor ante tantas comparaciones, referirse demasiado a lo natural, a las religiones ajenas, perderse por las ramas en vez de permanecer cerca del tronco. La Iglesia no olvida que está hablando a las hijas de Jerusalén y que a sus propios fieles les hablaría de un modo bien distinto.