CAPÍTULO L: Sobre las epactas lunares

La tercera línea del mencionado círculo contiene las epactas lunares, que suelen aumentar anualmente en once días en relación al curso del sol; de ahí que se llamen epactas, del vocablo griego ἐπακταί (epaktai), que significa adiciones, porque, como hemos dicho, se acumulan en un aumento de once días cada año. O ciertamente, porque para encontrar en qué día del mes caen las lunas de las Calendas, se añaden nueve días a lo largo de todo el año, como hemos enseñado anteriormente: con razón se llaman epactas, es decir, adiciones, y cada una de ellas tiene sus propios días de adiciones lunares a lo largo del ciclo del año, que son once. Por ejemplo, si hoy, mientras escribo, es el quinto día de la luna, en este mismo día, al cabo de un año, será el decimosexto día de la luna, después de dos años el vigésimo séptimo, después de tres el octavo, y no volverá a ser el mismo hasta que se complete el ciclo de veintinueve años. Pero propiamente, las epactas anotadas en el ciclo decennovenal indican qué día del mes es la luna en las once Calendas de abril, donde comienza la fiesta pascual, observando siempre esta regla fija de su curso, de modo que siempre que tengan un número menor de quince, señalan la luna pascual; pero cuando tienen un número mayor, indican que la Pascua debe buscarse en la luna siguiente.

Porque, ciertamente, la plenitud de la luna pascual no debe preceder al equinoccio, sino, como fue ordenado en el principio de las criaturas, debe seguirlo, cuando el sol primero surgió en el inicio del día, manteniendo el equinoccio vernal, y luego surgió la luna en el inicio de la noche, manteniendo ella misma la parte del equinoccio otoñal. Por lo tanto, es evidente que se equivocan mucho aquellos que definen que el inicio de la luna pascual debe buscarse el tercer día de las Nonas de marzo, porque allí la luna nacida antes del tiempo del equinoccio muestra el plenilunio. Por eso, es inadecuada para la solemnidad pascual, en la cual, como hemos dicho, es necesario que primero el sol ascienda al estado de la creación primitiva, y luego la luna, para que también aquí, al pasar el equinoccio, la longitud de la noche sea superada, y aquella, por el plenilunio, ilumine toda su longitud, por pequeña que sea. Esto se refiere al sacramento de Cristo y de la Iglesia, sobre el cual casi nadie duda, del que también mencionamos algo al principio de este pequeño trabajo, y ahora lo replicamos brevemente. Porque así como la luna y las estrellas no tienen luz por sí mismas, como se dice, sino que la reciben del sol, así también la Iglesia y todos los santos no tienen el bien por mérito de su propia virtud, sino por la gracia del dador. Y así como no mantenemos nuestra fortaleza por el vigor de nuestro propio albedrío, sino que lo hacemos con Él sosteniéndonos, con Su misericordia precediéndonos, y no somos suficientes para pensar algo por nosotros mismos como si fuera de nosotros, sino que nuestra suficiencia es de Dios, así también en el tiempo en que celebramos los signos de nuestra redención, la perfección del esplendor solar que ilumina debe preceder a la lunar que es iluminada.