Epístola 161: R161: Sophia von Kitzingen a Hildegard von Rupertsberg

De la abadesa en Kitzingen, a Hildegarda.

Hildegarda, de méritos singulares, maestra de virtudes espirituales, adornada con zafiros, saludos. En Kitzingen, llamada abadesa, aunque con poco provecho para sí misma, en el servicio incesante de la oración. Habiendo oído el privilegio de tu santidad, con alas veloces vuelo al seno de tu caridad, deseando ser recomendada ante ti por la luz, la cual, por la verdadera luz, mereciste ser revelada para la iluminación de las naciones. Pues, ¿quién no se deleita en las moradas de la madre de la sabiduría? ¿Quién no se inclina voluntariamente para escuchar la armonía celestial? ¿O quién no desea oír el órgano del Espíritu Santo, adornado con los tintineos de tantas virtudes, inscrito mística y maravillosamente con tantos milagros? Verdaderamente, este sonido ha salido a toda la tierra, cuya armonía el Espíritu, que procede del Padre, ha condimentado. ¡Por tanto, clama con fortaleza, tú que anuncias la paz en toda su amplitud! Y vendrán a ti todas las naciones, más allá de los ríos de Etiopía, ofreciendo dones de alabanza. Pues yo también, aunque no según el premio, pero según la esperanza, corro hacia la meta, porque, según el apóstol, ni del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que tiene misericordia. Porque quienquiera que toma parte en tu santísima oración, la cual ofreces gratuitamente a todos por proximidad y amor de Dios, me acerco a ti con una noble y loable monja, hermana de las más perfectas, aceptable, a quien el Padre Celestial ha engendrado en espíritu para mí, deseando no menos para ella que para mí el conocimiento de ti, venerable y dignísima de toda alabanza, madre. Que tu voz resuene en mis oídos y que divinamente me reveles lo que es más saludable, si debo abandonar la carga que llevo o soportarla por más tiempo. A mí, que pido, explícame divinamente.