Epístola 185: R185: Elisabeth von Schönau a Hildegard von Rupertsberg

Elisabeth, maestra en Schönau, a Hildegarda:

A la venerable señora Hildegarda, maestra de las esposas de Cristo que están en Bingen, Elisabeth, humilde monja y maestra de las hermanas que están en Schönau, envía devotas oraciones con todo cariño. Que la gracia y consolación del Altísimo os llenen de gozo, porque habéis mostrado benignamente compasión por mi perturbación, como he entendido por las palabras de mi consolador, a quien diligentemente habéis instado sobre mi consuelo.

Como dijisteis que os fue revelado acerca de mí, confieso sinceramente que recientemente concebí una nube de perturbación en mi mente debido a las palabras inadecuadas del pueblo, que habla mucho de mí cosas que no son verdaderas. Pero soportaría fácilmente las palabras del vulgo, si no fuera porque también aquellos que caminan en el hábito religioso amargamente entristecen mi espíritu. Porque estos, movidos no sé por qué estímulos, se burlan de la gracia del Señor en mí y no temen juzgar temerariamente lo que desconocen.

También escucho que algunos llevan cartas escritas de su propio espíritu bajo mi nombre. Me difamaron diciendo que había profetizado sobre el día del juicio, lo cual ciertamente nunca me atreví a hacer, ya que el conocimiento de su llegada escapa a todos los mortales. Pero os revelaré la ocasión de su fama, para que juzguéis si presumptuosamente he hecho o dicho algo en este asunto.

Como habéis oído de otros, el Señor magnificó su misericordia conmigo más allá de lo que merecía o podría merecer en absoluto, hasta el punto de que incluso se dignó revelarme con frecuencia algunos misterios celestiales. También me informó a través de su ángel con frecuencia sobre las cosas que vendrán sobre su pueblo en estos días, a menos que hagan penitencia por sus iniquidades, y me ordenó que lo anunciara públicamente. Sin embargo, para evitar la arrogancia y para no parecer la autora de novedades, en la medida de lo posible, me esforcé en ocultar todo esto.

Así, un domingo, mientras estaba en un éxtasis habitual, se me apareció el ángel del Señor diciendo: "¿Por qué escondes el oro en el barro? Esto es, la palabra de Dios que ha sido enviada a la tierra a través de tu boca, no para ser ocultada, sino para ser manifestada para alabanza y gloria de nuestro Señor y para la salvación de su pueblo". Y al decir esto, levantó sobre mí un látigo que me golpeó con gran ira cinco veces tan amargamente que durante tres días languidecí en todo mi cuerpo a causa de ese golpe. Después de esto, puso su dedo sobre mi boca diciendo: "Permanecerás en silencio hasta la hora nona, cuando manifestarás lo que el Señor ha obrado contigo". Permanecí muda hasta la hora nona. Entonces indiqué a la maestra que me trajera un pequeño libro que había escondido en mi lecho, que contenía en parte lo que el Señor había hecho conmigo. Cuando lo ofrecí en manos del señor abad, que había venido a visitarme, mi lengua se soltó en estas palabras: "No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria".

Después de esto, cuando le revelé otras cosas que no había querido poner por escrito, sobre la gran venganza del Señor que había aprendido del ángel que sobrevendría pronto al mundo entero, le rogué diligentemente que guardara esa palabra en secreto. Me ordenó que dedicara mi tiempo a la oración y que pidiera al Señor que me hiciera entender si quería que lo que había dicho se mantuviera en silencio o no. Y mientras me afligía durante algún tiempo con oración sobre este asunto, en la festividad de Santa Bárbara, en la primera vigilia de la noche, caí en éxtasis, y se me apareció el ángel del Señor diciendo: "Clama fuertemente y di: ¡Ay de todas las naciones, porque todo el mundo se ha convertido en tinieblas! Y dirás: ¡Salid! Aquel que os formó de la tierra os ha llamado y dice: ¡Haced penitencia, porque el reino de Dios está cerca!". Con esta palabra, el señor abad comenzó a divulgar el mensaje ante los magistrados de la iglesia y los hombres religiosos. Algunos recibieron la palabra con reverencia, pero otros no, sino que hablaron maliciosamente.

Ocurrió, pues, que muchos de los que escucharon esta palabra, durante todo el tiempo de la Cuaresma, se afligieron en gran temor mediante la penitencia, dedicándose a las limosnas y a las oraciones. En ese tiempo, alguien, llevado por no sé qué celo, envió cartas a la ciudad de Colonia en nombre del señor abad, sin que él lo supiera, en las que se leían algunas terribles amenazas ante todo el pueblo. Aunque fuimos ridiculizados por algunos, los prudentes, como hemos oído, consideraron la palabra con reverencia y no despreciaron honrar a Dios con los frutos de la penitencia.

Ocurrió entonces, el miércoles antes del día de Pascua, cuando después de grandes trabajos del cuerpo, caí en éxtasis. Se me apareció el ángel del Señor, y le dije: "Señor, ¿qué será de la palabra que me has dicho?". Él respondió: "No te entristezcas ni te perturbes si las cosas que te predije no ocurren en el día que te determiné, porque el Señor ha sido aplacado por la satisfacción de muchos". Después de esto, el viernes alrededor de la hora tercia, con gran sufrimiento, caí en un éxtasis mental, y nuevamente se me apareció diciendo: "El Señor ha visto la aflicción de su pueblo y ha apartado su ira de indignación de ellos". Entonces le dije: "¿Qué, Señor mío, no seré motivo de burla para todos aquellos ante quienes se ha divulgado esta palabra?". Y él dijo: "Todo lo que te ocurra en esta ocasión, soporta pacientemente y con benevolencia. Observa diligentemente a Aquel que, siendo el creador de todo el mundo, soportó las burlas de los hombres. Ahora el Señor prueba tu paciencia".

Así pues, señora mía, os he explicado todo el asunto para que podáis conocer mi inocencia y la de nuestro abad, y para que podáis manifestarlo a otros. Os suplico también que me hagáis partícipe de vuestras oraciones, y que, según os sugiera el Espíritu del Señor, me escribáis algunas palabras de consuelo. Que la gracia de Cristo esté con vosotras. Amén.