Epístola 263: R263: Volmar von Disibodenberg a Hildegard von Rupertsberg

Volmar, preboste de San Roberto, a su querida madre, Hildegarda.

A Hildegarda, señora reverenda, dulcísima madre, maestra santísima y sierva fiel de Dios en el monasterio de San Roberto, verdadera y probadísima, Volmar, su hijo, aunque indigno, y todo el rebaño unido de sus hijas junto con las demás que se le adhieren y que sirven a Dios y a San Roberto, aunque de manera tibia, en la debida sujeción, en la debida obediencia, y en el afecto de hijas con la debida devoción desde los pechos de su consuelo en este siglo presente, para que se consuelen de tal manera que se hagan partícipes de la patria celestial después de la estancia en este exilio.

Aunque, oh madre dulcísima, cada día te vemos con los ojos carnales, te escuchamos con los oídos carnales, y a ti cada día, como es justo, nos adherimos devotamente, y comprendemos que el Espíritu Santo nos habla a través de ti, no dudamos, sin embargo, que alguna vez, según le plazca a Dios, esa ausencia tuya, que no podemos mencionar sin lágrimas, nos será impuesta, y entonces ya no te veremos con los ojos carnales. No hay hombre que viva y no vea la muerte. Entonces, ciertamente, nuestra tristeza y miseria serán mayores que la alegría que ahora tenemos. ¿Dónde estará entonces la respuesta a todas las cuestiones que se planteen? ¿Dónde la nueva interpretación de las Escrituras? ¿Dónde la voz de la melodía inaudita y la voz del idioma inaudito? ¿Dónde entonces los nuevos y inauditos sermones en las fiestas de los santos? ¿Dónde la revelación sobre las almas de los difuntos? ¿Dónde la manifestación de las cosas pasadas, presentes y futuras? ¿Dónde la exposición de las diversas naturalezas de las criaturas? Conocemos en ti todas estas cosas, dadas por la gracia divina con las suavísimas y humildísimas costumbres y con el afecto maternal que aflora en ti hacia todos.

¡Oh, cuánta misericordia divina hay en sus dones! ¡Oh, vanas preocupaciones de los hombres! ¡Oh, vanidad de vanidades! ¿Por qué muchos, a través de las dificultades de los caminos, en regiones lejanas del mundo, buscan en vano las doctrinas de otros? ¿Por qué, afligidos por la sed, el hambre, el frío, por las disputas acaloradas en las declamaciones, por las vigilias nocturnas, se esfuerzan en la profundidad o más bien en los enigmas de las sentencias? Ciertamente, sabemos que todo esto no lo soportan con un ojo simple de intención, sino que lo hacen por la causa de la simoníaca perversidad, y por eso, avanzan poco o nada y no alcanzan el propósito, más bien apagan por completo la chispa del espíritu de Dios en ellos a través de la obstinación con la que creen tener algo. Así, hasta la vergüenza de los escolásticos modernos que abusan del conocimiento que se les ha dado desde arriba, el espíritu de profecía y de visión se ha reavivado en el órgano de la masa más frágil, sin ayuda de ningún instrumento exterior, y produce cosas que nadie puede captar con razón, porque él enseña lo que quiere y sopla donde quiere. Por eso, aquí parece haberse cumplido manifiestamente lo que se dice que Dios ha elegido lo necio y débil del mundo para confundir a los sabios y fuertes. Decimos esto no para, oh madre queridísima, motivados por alguna envidia, despreciar el gran don otorgado a tu sencillez por la aplicación en el estudio, ni para, siendo nosotros tus seguidores especiales, que frecuentemente estamos contigo y escuchamos tu voz con asiduidad, buscar vanagloria, ni para demostrar que el esfuerzo de ellos en la búsqueda de la sutilidad de la verdadera doctrina es de poco valor en comparación con la castidad de la bondad y piedad, porque en vano el maestro mueve los labios fuera si no hay un espíritu dentro que forme los corazones de los oyentes. Pues muchos signos de virtudes, muchas obras milagrosas de Dios y del Espíritu Santo se manifiestan en ti, más de lo que nosotros podríamos o quisiéramos decir. Porque es tarea de otros alabarte y predicarte, pero la nuestra es maravillarnos, venerarte y amarte. Y como has conocido todo esto mejor por experiencia, y porque pocas palabras son suficientes para la comprensión del sabio, omitimos decir más y damos gracias a Dios, que todo lo puede, quien te ha dado a nosotros, y quien, para la gloria de su nombre y la salvación de muchos, te ha iluminado con su espíritu, rogándole humildemente y con fervor para que te conceda la salud del cuerpo y la fortaleza de la mente, de modo que el don que derramó en ti lo distribuyas abundantemente para la edificación de toda la Iglesia.