Epístola 239: R239: Wibert von Gembloux a Hildegard von Rupertsberg

Wibert, monje, a Hildegard.

Excelentísima y de mérito y renombre, a quien debo nombrar con reverencia, sierva de Cristo, Hildegard. Hermano Wibert, el último de los hermanos de Gembloux, que junto con las vírgenes recibirá la corona de gloria en la eterna bienaventuranza del esposo de las vírgenes.

Los dones del Espíritu Santo, inusuales y hasta ahora inauditos en casi todos los siglos, que te han sido otorgados, oh venerable madre, nos llevan a dar gracias al autor de estos dones cada vez que llegan a nosotros tus escritos. Pues aunque por nuestros pecados no merecemos recibirlos directamente, a través de ti, en quien han sido infundidos como en un vaso limpio, podemos beber de ellos cuando los derramas y los destilas frecuentemente.

En verdad, tus pechos son para nosotros más fragantes que el vino, ungidos con los mejores aceites, ya que, cuando regresas a los exteriores desde las bodegas de contemplaciones en las que el Rey eterno a menudo te introduce como a una esposa, nos haces partícipes, mediante tus escritos, de las santas visiones que observas con rostro descubierto entre los abrazos de tu esposo. Nos arrastras a seguirte con rapidez en el aroma de tus ungüentos.

¿Quién, al leer esas visiones o sus exposiciones, no se deleitaría en ellas como en todas las riquezas? Y al saborear cuán dulce es tu doctrina católica y sana, ¿quién no exclamaría inmediatamente sobre ti: "Tus labios destilan panal, miel y leche están bajo tu lengua, tus emanaciones son un paraíso de granadas con frutos"?

En verdad, santa madre, según la promesa del Señor, de tu vientre fluyen ríos de agua viva para alegrar la ciudad de Dios, que es la Iglesia, ya que en ella te has convertido en una fuente de jardines, en un pozo de aguas vivas que fluyen con ímpetu desde el Líbano. En efecto, estas aguas fluyen para nosotros no desde ti, sino a través de ti, desde el Líbano, es decir, desde la montaña llena de virtudes resplandecientes y abarrotadas, desde la montaña que el Padre no solo ha elevado por encima de las colinas, sino también por encima de los picos más altos de las montañas, desde la montaña que mana leche y miel, y que, como una entre muchas otras montañas, nunca cesa de regarnos abundantemente con sus bendiciones superiores.

En efecto, después de aquella mujer, por cuyo parto obtenemos la salvación de todas las formas posibles, tu gracia es singular entre las mujeres. Pues aunque se encuentren en las Escrituras algunos cánticos o profecías de María, la hermana de Aarón y Moisés, de Débora o de Judit, tú, sin embargo, te ves mucho más inundada en esta parte por la abundancia del Espíritu, en los misterios de las visiones y revelaciones del Señor, que parecen sernos equiparables, para que lo exprese de manera moderada, a los contempladores más elevados.

Y, oh, qué admirable y continuamente proclamada es la piedad benigna del Redentor hacia el género humano, quien, a través del mismo sexo por el cual la muerte entró, en su madre la vida es restituida, y de la misma mano que nos ofreció la bebida venenosa de la perdición, en ti, por las doctrinas salvadoras, el antídoto de la recuperación nos es devuelto.

Sin embargo, no para amonestarte imprudentemente, sino con reverencia, sobre la cautela y perseverancia en la santidad, pues no necesitas progreso alguno ya que has alcanzado la cumbre de la perfección, madre, recuerda que aún llevas tu tesoro en un vaso frágil, y considera que no son las cañas o los juncos, que se doblan con facilidad al ser empujados, sino los árboles grandes y viejos los que a veces son arrancados por los vientos.

Mira a David, considera a Pedro, y no seas altiva, sino teme, y cuanto más grande eres, humíllate en todo. No para que conserves una gracia que no tienes, sino para que la que tienes se conserve íntegra hasta el final. Sabe que en el camino lleno de trampas y escándalos nunca faltan los peligros, y procede con cautela hasta que llegues a tu destino. Nunca estés segura hasta que se haya terminado el cálculo que deberás presentar ante el Creador sobre los talentos que te fueron confiados, y no te gloríes de lo recibido como si fuera tuyo, sino como está escrito: "El que se gloría, gloríese en el Señor".

Y aunque la fortaleza o el poder maligno que se describe como estando en los lomos o en el ombligo de Leviatán ya no te debe causar temor, porque has pisoteado la cabeza del maligno, es decir, la principal sugestión de la lujuria, con el pie de la castidad, recuerda sin embargo del Apocalipsis que la cola del dragón no solo barre los terrones de la tierra, sino que también arrastra tras de sí a la tercera parte de las estrellas del cielo. Además, se lee en ese libro que algunos caballos tienen poder para hacer daño no solo en su boca, sino también en sus colas, porque sus colas, dice, son como serpientes, y en ellas hacen daño.

Por tanto, santa madre, ya que has evadido la cabeza de la antigua serpiente, cuida de no ser golpeada por la cola, y, en la medida de lo posible, con la protección de Dios, protege tu talón, es decir, el fin de tu vida, de sus artimañas. Y no me maravillo si hablo así, para que no me reproches por presunción, pues no intento enseñar con temeridad, sino advertir con la devoción que te tengo, ni porque me detuve en conversar contigo por la ocasión no aprovechada. Y esto es en cuanto a ti.

En cuanto a mí, que estoy hundido en el lodo del abismo, y cuyas cicatrices se han podrido y corrompido por mi insensatez, por la dulzura del Dios omnipotente te ruego que me dignes contarme entre tus familiares y no te niegues a recordarme siempre. Y levantando tus manos puras en oración, te suplico por la inmensa bondad del piadoso Redentor, que no tarde en concederme perdón por mis males pasados, corrección de los presentes y cautela para los futuros.

Y como soy monje claustral, y no se me presenta ocasión ni posibilidad de ir a verte, para poder hablar contigo de todo lo que quisiera saber de ti, te ruego que tengas la bondad de prestar atención vigilante a lo que te sugiero familiarmente a través de esta portadora de la presente. Y así, para estas y otras necesidades mías, no dudes en pedir la manifestación del Espíritu para mi utilidad, y en hacerme saber lo que debo hacer al respecto.

También te ruego que no te molestes en responder a mis preguntas con tus escritos. Queremos saber, tanto yo como muchos otros conmigo, si es cierto lo que se dice de ti, aunque me resulta difícil creerlo, es decir, que después de que tus visiones hayan sido transcritas por los notarios a tu orden e indicación, se desvanecen de tu memoria, hasta el punto de que no recuerdas en absoluto lo que has dicho. También deseamos saber si dictas esas mismas visiones en latín, o si las expresas en teutónico y otro las traduce al latín. Asimismo, deseamos saber si aprendiste los elementos de las letras desde la infancia, y si conoces las Sagradas Escrituras por el estudio de la lectura o solo por la unción del Espíritu Santo, que enseña a quienes quiere sobre todo.

Ya que no puedo contemplar personalmente tu rostro, mi señora, que creo que resplandece con luz divina, hazme al menos oír tu voz por medio de cartas, porque tu voz es dulce para mí, para que así pueda tener al menos algo tuyo como recuerdo, algo en lo que, como en un espejo, la imagen reflejada de tu santidad brille para mí, y quede grabada en mi corazón con un recuerdo más íntimo y frecuente.

Que el Señor se digne conservar tu presencia en salud, reverenda madre, por un tiempo prolongado, para honor y fruto de su Iglesia. Amén. Te saludan el abad y nuestro prior, junto con toda la comunidad de la iglesia de Gembloux, rezando a Dios por tu salud, y rogándote que hagas lo mismo por ellos. Te saludo cordialmente, yo que escribí esta carta para ti, y muchos otros conmigo, y todos pedimos el beneficio de tus oraciones. Vale en Cristo, señora, siempre queridísima para mí.