Epístola 56: R56: Hildegard von Rupertsberg a Bernhard von Clairvaux

A Bernardo, abad de Claraval, de Hildegardis:

En el espíritu de los misterios de Dios te hablo. Oh venerable padre, que eres admirablemente temido en los grandes honores de la virtud de Dios, ante la necia ilicitud de este mundo, con el estandarte de la santa cruz, con gran diligencia y en el ardiente amor del Hijo de Dios, llevando a los hombres a luchar en las batallas de la milicia cristiana contra la crueldad de los tiranos, estoy muy constreñida por la visión que aparece en mi espíritu del misterio, que no veo con los ojos externos de la carne. Yo, miserable y más que miserable, en el nombre femenino, desde mi infancia he visto grandes maravillas que mi lengua no puede expresar, salvo lo que el Espíritu de Dios me enseña cómo decir.

Muy ciertamente y dulcemente, padre, escúchame en tu bondad, a tu indigna sierva, que nunca ha vivido segura desde mi infancia, y por tu piedad y sabiduría, comprende en tu alma según has sido enseñado en el Espíritu Santo, porque lo que te han dicho de mí es de esta manera. Pues sé en el texto la inteligencia interior de la exposición del salterio, del evangelio y de otros volúmenes que me son mostrados en esta visión que toca mi pecho y enseña a mi alma como una llama ardiente, estos profundos conocimientos, pero no me enseña las letras en la lengua teutónica que no conozco. Sólo sé leer en simplicidad, no en la precisión del texto, porque soy una persona sin educación en cualquier materia exterior, pero interiormente en mi alma soy instruida, de donde te hablo con certeza, y me consuelo con tu sabiduría y piedad, porque hay muchos cismas entre los hombres, como oigo decir a la gente.

A un monje, que examiné en la conversación de una vida más probada, le dije primero estas cosas y le mostré todos mis secretos.

Él me consoló, de modo que estos son grandes y temibles. Padre, deseo que por amor a Dios me recuerdes en tus oraciones. Hace dos años te vi en esta visión como un hombre mirando al sol y no teniendo miedo, sino muy audaz, y lloré porque yo me siento tan avergonzada y sin audacia. Buen y dulcísimo padre, pongo mi alma en la tuya, ora por mí, porque tengo grandes trabajos en esta visión, para que pueda decir lo que veo y oigo. A veces, en grandes enfermedades por esta visión, caigo en el lecho porque callo, de modo que no puedo levantarme. Por eso, con dolor, lloro ante ti, porque soy inestable en mi naturaleza, nacida de la raíz surgente en Adán, quien fue hecho exiliado en el mundo extranjero por la sugerencia del diablo.

Ahora, levantándome, corro hacia ti. Te digo, tú no eres inestable, sino que siempre levantas el árbol, y eres victorioso en tu alma, no sólo levantándote a ti mismo, sino también a otros hombres en la salvación. Tú también eres como el águila que mira al sol. Te ruego por la serenidad del Padre, y por su admirable Verbo, y por el suave humor de la compunción, es decir, el espíritu de la verdad, y por el santo sonido por el cual suena toda criatura, y por ese Verbo del cual nació el mundo, y por la altura del Padre que envió el Verbo en su fuerza verdeante al vientre de la virgen, de donde succionó la carne como la miel alrededor del panal, para que no te adormezcas ociosamente con mis palabras, sino que las pongas en tu corazón, para que no ceses de mirar a Dios por mí mientras pasas por el hueco de tu alma, porque Él te quiere.

¡Adiós, adiós en tu alma! Y sé fuerte en la lucha en Dios. Amén.